Un Libro Una Hora: Un autor en una hora | Virginia Woolf
Cadena SER 6/24/23 - Episode Page - 56m - PDF Transcript
Un autor en una hora con Antonio Martínez Asencio
Bienvenidos al podcast de Un Autor en una hora donde vamos a contaros la vida de un autor
esencial de la literatura a través de sus obras. En este episodio os vamos a contar Virginia
Wolf. Virginia Wolf es una de las más importantes autoras de la literatura universal, revolucionó
la literatura a principios del siglo XX y creo que aún no somos conscientes de la importancia
de su obra. Nace como Adelín Virginia Stephen el 25 de enero de 1882 en Hyde Park Gate en Londres,
en la misma casa donde vivirá hasta la muerte de su padre en 1904. Su padre, Leslie Stephen,
es escritor, historiador, ensayista, biógrafo y eso hace que sus hijos crezcan rodeados de
influencias literarias en un ambiente culto. La madre de Virginia, Julia, tiene tres hijos de su
primer matrimonio y tiene cuatro más con el padre de Virginia, Vanessa, Toby, Adrián y la propia
Virginia. Es una familia acomodada, alfabetizada, comunicativa y conectada con el mundo. Como
señala Quentin Bell, sobrino y biógrafo de Virginia, tenían siete criadas, pero ningún
criado. Cuando viajaban en tren lo hacían en tercera clase. Las damas se mandaban a hacer los
vestidos con una buena modista pero de precios razonables. Es significativo este fragmento de
momentos de vida. Mi padre y mi madre tomaban el bus. Para ellos un cabriolet de día era un lujo
impensable. Mi madre hacía todos sus inmensos recorridos, compras y amados, visitas a hospitales y
asilos en autobuses. Era una experta en líneas de omnibus. Podía saltar a prisa del rojo al azul,
del azul al amarillo y de alguna manera lograr que se conectaran y la llevaran por todo Londres.
Desde muy pequeña Virginia se interesa por la escritura. De hecho a los nueve años funda
con su hermano Toby una especie de periódico semanal, al que llaman Hyde Park Gate News. Sus
padres no aprueban la educación formal para las mujeres, pero como la escritura se considera
una profesión respetable, el padre la anima en ese aspecto. Los pequeños tienen institutrices
extranjeras. Julia se esmeran en enseñarles francés, historia y latín y Leslie matemáticas. Virginia,
siempre lamentara la falta de educación formal y vivió esa carencia con resentimiento, pero también
como una debilidad que intenta superar. ¿Quién sabe? Tal vez gracias a esa falta, Virginia pudo
desarrollar su obra creativa de manera tan rica y personal. Un año antes de nacer Virginia,
los padres alquilan una casa en Santif, una ciudad costera de Córdoba, el sudoeste del país. La
llaman Talon House. Cada año, entre 1882 y 1894, desde mediados de julio hasta mediados de septiembre,
la familia Stephen alquila esa casa, su residencia de verano, una casa pequeña pero espaciosa con
jardín. Para los niños, esta etapa es fantástica. A finales del siglo XIX, hacer un recorrido
Londres-Santif es una especie de exodo familiar, una aventura. Escuchen cómo lo cuenta en momentos
de vida. Si la vida tiene un fundamento sobre el que se apoya, si es un tazón que llenamos,
llenamos y llenamos, entonces mi tazón, sin la menor duda, se apoya en este recuerdo. Es el recuerdo
de yacer medio dormida, medio despierta en la cama del cuarto de niños de Santif. Es el recuerdo
de oír las olas rompiendo, una, dos, una, dos, y llenando la playa con salpicaduras de agua,
y luego volviendo a romper, una, dos, una, dos, detrás de una persiana amarilla. Es el recuerdo
de oír la persiana, arrastrando por el suelo la pequeña bolita de madera del cordón, cuando el
viento la empujaba hacia afuera. Es el recuerdo de yacer y oír las salpicaduras de agua y ver
salud y sentir. Es casi imposible que yo esté aquí, de experimentar el más puro éxtasis que
me es posible concebir. Esta casa es fuente de inspiración para Virginia. El mar, la playa y los
niños disfrutando de esos paisajes están presentes en Alfaro, en el cuarto de Jacob y en las olas.
Virginia retorna siempre a la infancia y a la primera juventud porque, como dice en Alfaro,
los niños no olvidan. Basada en su propia infancia, Alfaro cuenta la historia de la familia Remsi
durante sus visitas en el periodo de Entre Guerras, a la casa de Veraneo, que tiene en la isla
Escocesa de Sky. El rumor del mar, la presencia insomne del faro, la guerra, la muerte, el erotismo
y el paso del tiempo se unen en esta obra impresionante, que está considerada una de las obras
cumbre de la literatura del siglo XX. Para mí, especialmente, es asombroso el segundo capítulo,
me parece una joya en sí misma. Ese viento entrando en la casa en silencio y, como cuenta el paso
del tiempo, una auténtica maravilla. Escuchen. Apagadas las luces, oculta la luna y, con una lluvia,
tenue tan borrileando en el tejado, empezó a derramarse una inmensa oscuridad. Nada parecía
capaz de sobrevivir a la inundación, a la profusión de oscuridad, que colándose por las grietas y
los agujeros de las cerraduras, se deslizó entre las persianas de las ventanas, entre las
habitaciones, engulló aquí una jarra y una jofaina. Allá un jarrón lleno de dalias rojas y amarillas,
más allá, los bordes marcados y el bulto y una cómoda. No solo se confundían los mujeres,
sino que apenas quedaba en el cuerpo o en el espíritu, nada por lo que uno pudiera decir,
este es él o esta es ella. Nada se mueve en el salón, el comedor o la escalera, solo a través de
las visagras oxidadas y el entarimado hinchado por la humedad del mar, se cuela un poco de aire que,
separado del viento, después de todo la casa está muy destartalada, se desliza por los rincones y
se aventura en el interior de la casa. Uno casi puede imaginarse el aire entrando sorprendido e
inquisitivo en el salón y jugando con la tira despegada del empapelado, dudando si seguirá colgando
mucho tiempo o acabará cayéndose. Luego pasaba pensativo, rozando suavemente las paredes,
como si preguntara a las rosas rojas y amarillas del empapelado, si terminarían perdiendo su lustre
e interrogara amablemente, pues tenía tiempo de sobra, a las cartas desgarradas de la papelera,
a las flores y a los libros que estaban todos abiertos y a su disposición para saber si eran
amigos o enemigos y cuánto tiempo resistirían. Aquel poco de aire sube las escaleras y curiosa
junto a las puertas de las habitaciones, pero al llegar allí no tiene otro remedio que detenerse.
Uno puede decirle aquellas luces que se deslizan y aquel torpe aire que respira en torno a la
propia cama que allí no podrán tocar ni destruir nada. Tras lo cual, cansados y espectrales como
si tuviesen dedos plumosos y la levisima consistencia de las plumas, contemplan una vez más los ojos
cerrados y los dedos apenas entrelazados que recogen con gesto fatigado sus vestidos y se marchan.
Y así iban rozándose y curiosando a la ventana de la escalera, a las habitaciones de las criadas y
a los baules de las bordillas. Descendían y blanqueaban las manzanas en la mesa del comedor,
toqueteaban los pétalos de las rosas, pasaban sobre el cuadro en el caballete, rozaban el felpudo
y levantaban un poco de arena en el suelo. Por fin, se daban por vencido si cesaban,
se congregaban y suspiraban al unísono, exhalaban una ráfaga quejosa a la que respondía alguna
puerta en la cocina abriéndose de par en par y cerrándose de un portazo. Pero ¿qué es una noche
después de todo? Un periodo muy breve y sobre todo cuando la oscuridad se mitiga tan pronto y
cantan los pájaros, cacarían los gallos o se aviva un leve verdor como el brote tierno de una hoja.
No obstante, a una noche le sigue otra, el invierno almacena todo un cargamento de ellas y las
reparte quitativamente con dedos infatigables. Se alargan, se tornan más oscuras, los árboles
otoñales resplandecen bajo un claro de luna amarillento la luz de la luna de otoño, la luna
que dulcifica la energía del trabajo suaviza el rastrojo y lleva las suaves olas azules a la orilla.
Con la casa vacía, las puertas cerradas y los colchones enrollados, ese viento descarriado,
avanzadilla de ejércitos mayores y rompió, sopló sobre los tablones desnudos,
mordisqueó y abanicó sin encontrar otra resistencia en el dormitorio o en el salón que la ofrecida
por el aleteo de los cortinajes, el crujido de la madera, las patas desnudas de las mesas,
los cacharros de porcelana, sucios, deslustrados y desportillados. Solo lo que la gente se ha
quitado y ha dejado olvidado, un par de zapatos, un gorro de caza, unas faldas y unos abrigos
descoloridos en el armario conservan la forma humana y su propio vacío indica que una vez han
estado llenos y animados, que en otro tiempo unas manos se han atareado abrochando corchetes y botones,
que un espejo ha reflejado una cara, ha contenido un mundo hueco en el que ha girado una figura,
se ha vislumbrado una mano o se ha abierto una puerta para dejar pasar a unos niños que han
entrado corriendo a trompicones y luego envuelto a marcharse. Era como si nada pudiera quebrantar
esa imagen, corromper aquella inocencia o alterar el ondulante manto de silencio que semana tras
semana añadía a su urdimbre en la sala vacía el desfalleciente pierde los pájaros, las sirenas
de los barcos, el ronroneo y el susurro de los campos, el ladrido de un perro, lavo de un hombre y
los envolví entre los pliegues de silencio de la casa. Luego volvió a reinar la paz, las sombras
vacilaron y la luz se inclinó para adorar su propia imagen en la pared del dormitorio,
hasta que la señora McNab, rasgando el velo de silencio con manos que venían de hacer la colada
y pisoteándolo con botas que habían hecho crujir los guijarros, empezó a abrir las ventanas y se
puso a quitar el polvo tal como le habían ordenado. Impresionante, ¿verdad? Hay que leer al faro,
no es fácil leer a Virginia Woolf, pero es una gran experiencia intelectual, haganme caso. Virginia
Woolf considera siempre que la suya fue una infancia feliz, pero sin embargo sufrió abusos
sexuales cuando tenía seis años por parte de Gerald y George Dukeworth, los hijos del primer
matrimonio de su madre. Ambos los acusan sus hermanas, Virginia y Vanessa más adelante. Esos hechos
influyen en la enfermedad mental de Virginia Woolf más tarde y es un trauma que recordará durante
toda su vida y que se hace más presente en la madurez. Una vez cuando yo era muy pequeña,
Gerald Dukeworth me puso encima de esta repisa y mientras yo estaba sentada en ella, comenzó a
explorar mi cuerpo. Recuerdo la sensación de su mano bajo mi ropa, descendiendo más y más constante
y firmemente. Recuerdo mi esperanza de que dejara de hacerlo. Recuerdo que me quedé rígida y me
estremecí cuando sus manos se acercaron a mis partes íntimas, pero no se detuvo. Su mano también
exploró mis partes íntimas. Para Virginia Woolf, su madre reúne todas las cualidades de
el arquetipo materno y de la buena madre, pero también considera que Julia representa un tipo
de mujer que debe ser superado. Es lo que ella llama el ángel del hogar, que para Virginia
representa el principal obstáculo al que deben enfrentarse a aquellas mujeres que deseen abrirse
camino en una profesión que requiere de tanta individualidad y capacidad crítica como es la
La historia de Inglaterra es la historia de la línea masculina, no de la línea femenina. De
nuestros padres siempre sabemos algún hecho, algún rasgo distintivo. Fueron soldados o fueron
marinos, desempeñaron tal cargo o elaboraron tal ley, pero ¿qué queda de nuestras madres, nuestras
abuelas, nuestras bisabuelas? Nada, salvo cierta tradición. Una era bella, otra peli roja y la otra
recibió un saludo de la reina. Nada sabemos de ellas, salvo sus nombres el día de su matrimonio y
los hijos que dieron alud. Julia, la madre de Virginia enferma de pronto y fallece a los 49 años
cuando Virginia tiene 13. Este es un punto de inflexión en la vida de Virginia y el comienzo de
todas sus luchas contra las enfermedades mentales. Ese verano, en lugar de ir como siempre a la casa
de Sanif, la familia Stephen Baffress Water a la isla de White, donde viven algunos familiares de
su madre y es allí donde Virginia tiene la primera de muchas crisis nerviosas. Además,
tiene muy mala relación con su padre, al que llama el padre tirano. El doctor Seton médico de la
familia le diagnostica depresión nerviosa a fruto de la muerte de Julia y le recomienda reposo y
descanso. Su hermana Vanessa se dedica a cuidar a Virginia mientras que Stella hereda a las labores
maternas, pero Vanessa pronto se casa, se queda embarazada y muere solo dos años después de la
muerte de la madre. Virginia está cansada de vivir rodeada de hombres. Hizo esta reflexión en una
habitación propia. Porque si somos mujeres, nuestro contacto con el pasado se hace a través de nuestras
madres. Es inútil que acudamos a los grandes escritores varones en busca de ayuda, por más que
acudamos a ellos en busca de deleite. Nunca han ayudado hasta ahora a una mujer, aunque es posible
que le hayan enseñado algunos trucos que ella ha adoptado para su uso. El peso, el paso, la
zancada de la mente masculina son demasiado distintos de los de la suya para que pueda recoger nada
sólido de sus enseñanzas. La muerte del padre en 1904 supone una liberación, pero por otra parte
también mete a Virginia en una terrible crisis. La interna brevemente en un sanatorio donde volverá
a pasar algunos periodos en 1910, 1912 y 1913. En 1905 se instala con Vanessa en el número 46 de
Gordon Square en Bloomsbury y es ahí donde entra en contacto con el círculo intelectual de escritores
y críticos conocido como el grupo de Bloomsbury. Para Virginia la posibilidad de hablar con un hombre
en términos intelectuales es liberador. Poco después muere su hermano Tobias, causa de la fiebre
tifoidea, una muerte más en la familia de Virginia Woolf. En 1909 Leighton Stracci le pide matrimonio a
Virginia, pero ella le rechaza. Dos años después conoce a Leonard Woolf, amigo de la universidad de
su hermano Toby, que ha formado parte de las primeras veladas de Bloomsbury, economista e intelectual
socialista, el que ella misma define como un judío sin un penique. Se casan un año después. Leonard
se da cuenta enseguida de los problemas mentales de Virginia, que también tiene problemas con la
intimidad y el deseo sexual. Está escribiendo fin de viaje, que será su primera novela. Empieza así.
Son tan estrechas las calles que van del estrandale en Bagnand, que no es conveniente que las parejas
pasen por ellas cogidas del brazo, haciéndolo, que exponen a los empleadillos de tres al cuarto
a meterse en los charcos en su afán por adelantarles o a recibir ellos un empujón u oír alguna frase no
siempre muy gramatical de boca de las oficinistas en su apresurado camino. En las calles de Londres,
la belleza pasa desapercibida, pero la eccentricidad paga un elevado tributo. Una tarde otoñal,
a la hora en que el tráfico empieza a intensificarse, un hombre, que llama la atención por su elevada
estatura, pasea con una mujer prendida a su brazo. Asegurredor y asaltándoles con aeradas miradas,
rebuyen como hormigas en su marcha incesante una multitud de seres que parecen diminutos,
en comparación con la esbelta pareja. Esos seres insignificantes, cargados con papeles,
carpetas de documentos y preocupaciones, correteaban pendientes de la obsesión de que su salario
semanal dependía única y exclusivamente de su eficacia. Eso explica que miraran con poca
benevolencia la excepcional estatura del señor Ambrouf y la capa de su esposa,
que se interponían en su febril actividad. La pareja en su abstracción no reparaba en la
poca simpatía que despertaba su paso. La mujer, con la vista fija, inconscientemente antes sí,
parece contemplar solamente su onda pena. Sólo un gran esfuerzo de voluntad consigue evitar en ella
el llanto. Hasta el roce de la gente le resulta doloroso. Cruzan la calle, sorteando el peligroso
tráfico de la calzada. Al llegar a la otra acera, la mujer se acerca a la baranda del puente y
oculta con sus manos el rostro por el que empiezan a correr las lágrimas. El señor Ambrouf,
intenta consolarla. Ante un dolor mayor que el suyo, el hombre cruza los brazos a la espalda y
da varios paseos a lo largo del puente. El Embangment tiene varias prominencias
semejantes a otros tantos púlpitos. Pero en lugar de predicadores, estos alientes están a todas horas
llenos de chiquillos ocupados en tirar piedras al río o hacer navegar sus balquillos de papel.
Siempre alerta por lo que pudiera ser motivo de distracción, la chiquillería vio en el hombre
de un ser terrible y el más atrevido gritó, Barbazul, temiendo que la burla se extendiese a su
mujer. El señor Ambrouf les amenazó con su bastón, lo que dio como resultado inmediato,
que varios rapaces unieran sus fuerzas vocales para repetir acordo el grito de Barbazul.
Sin embargo, la inmovilidad de la mujer no llama la atención de los muchachos. Son
muchas las personas que pasan largos ratos apoyadas en el puente de Waterloo contemplando el río.
A veces, parejas de enamorados, otras solitarios paseantes que durante unos momentos recuerdan
instantes de su vida que pasaron como el agua indiferente transita bajo el puente.
Algunos atardeceres, la niebla difumina las siluetas de los edificios de Westminster y les
da una extraña semejanza a una Constantinopla entrevista en sueños. Siempre es curioso mirar
el río. Unas veces es de un color morado plomizo, otras de barro ceniciento y algunas, pocas,
de un color azul intenso que recuerda un mar meridional. Pero la señora Ambrose no veía nada
de aquello. El río se había alejado de su vista hasta convertirse en un punto circular iridistente
del que no podía partar la mirada. Su llanto manaba copioso uniéndose a la corriente.
Fin de viaje es como una novela premonitoria. Refleja las preocupaciones de Virginia Woolf
durante su adolescencia y primera juventud, como las dificultades en las relaciones entre
hombres y mujeres jóvenes, la ignorancia sexual y el lugar en la sociedad que ocupaban
las jóvenes de su clase e incluso el efecto de la muerte prematura de la madre. Cuenta la historia
de Rachel Vainrans, una huérfana de madre que ha vivido aislada del mundo a cargo de sus tías,
sin apenas contactos con personas de su edad. La historia se desarrolla en dos tiempos. El primero
a bordo de un barco y el segundo en una isla indeterminada de Sudamérica. Tiene muy buena
cogida, lo que supone un respiro para la autoestima de Virginia. Ese mismo año los Woolf compran una
casa a las afueras de Londres y fundan Hogarth Press para publicar las obras de su círculo de
amistades, que no están publicando las editoriales tradicionales. Desde entonces Hogarth Press publicará
todas las obras de Virginia Woolf, salvo noche y día y las ediciones estadounidenses. Noche y
día su segunda novela es una novela fallida de la que más tarde Virginia Woolf renegaría diciendo
que era una obra caduca. Este es el comienzo de noche y día. Era un domingo de octubre por la tarde y
al igual que muchas otras jóvenes de su clase, Catherine Hilvery estaba sirviendo el té. Tal vez
una quinta parte de su mente estaba así ocupada y las partes restantes saltaban la pequeña barrera
del día que se interponía entre el lunes por la mañana y este momento más bien apagado y jugaban
con las cosas que uno hace voluntaria y normalmente a la luz del día. Pero aunque estaba en silencio,
era evidente que dominaba una situación que le resultaba bastante familiar y se inclinaba a dejar
que siguiera su camino por sexta vez, tal vez sin poner en juego ninguna de sus facultades desocupadas.
Una sola mirada bastó para demostrar que la señora Hilvery era tan rica en los dones que
hacen que las fiestas de té de personas mayores y distinguidas tengan éxito que apenas necesitaba
ayuda de su hija siempre que se descargara de la fastidiosa tarea de las tazas de té y el pan y la mantequilla.
Es en estos años cuando Virginia Woolf conoce a Catherine Mansfield, la escritora neocelandesa
que se convertirá en su gran rival, pero también en su gran amiga. Por otra parte,
es la única escritora que logra hacerle sombra en esos momentos. Virginia establece una relación
muy especial con ella, con una gran comunicación intelectual. Son dos mujeres que entienden la
escritora desde posiciones muy similares. Tienen mucha correspondencia. En sus diarios, Virginia
Woolf escribe sobre Mansfield muchas impresiones. Como tantas otras veces, Catherine me ha parecido
esculpida en piedra, concretamente de mármol. De lo que sí me ha persuadido es de lo que trataba
de ocultar que está muy enferma. En cuestiones literarias enseguida nos pusimos de acuerdo en todo.
Se trata de un entendimiento que tiene algo extraño. Mi teoría es que mi compañía y mi
conversación atraviesan sus capas protectoras y alcanzan su auténtico núcleo, mientras que mis
amigos quedan confundidos por los reflejos de la superficie. Desde la publicación de Noche y
Día la relación entre las dos se tensa porque Catherine Mansfield hace una crítica que hiere mucho
a Virginia Woolf. Desde que Virginia es independiente, económicamente nota cómo esa libertad se plasma
en su ánimo y en su obra. Decide comprar una casa con un gran jardín que le permita alternar la
vida en Londres y en el campo. En su tercera novela, El cuarto de Jacob, publicada en 1922, Virginia
Woolf cuenta la vida del joven Jacob Flanders de manera impresionista, sin darle apenas voz. Son las
impresiones de las personas que rodean a Jacob las que le definen. El cuarto de Jacob marca el momento
en el que la prosa y sobre todo la estructura de la obra refleja sus experimentos con el tiempo y la
conciencia. Virginia abandona los métodos tradicionales de la narrativa inglesa para volcarse en su
renovadora escritura modernista. De hecho, les quiero contar la última escena de esta novela en
la que Virginia Woolf cuenta la muerte del protagonista describiendo solo la habitación vacía que él
deja atrás. Lo dejó todo exactamente tal como estaba. Dijo Bonami, maravillado. Nada ordenado. Las
cartas esparcidas por ahí, a disposición de quien quiera leerlas. ¿Qué esperaba? ¿Imaginaba que
volvería? Pensó Bonami en pie, en el centro del cuarto de Jacob. Estas casas del siglo XVIII tienen
su especial distinción. Fueron construidas hace 150 años. Las estancias son hermosas, los
techos altos. Sobre las puertas hay una rosa o una cabeza de carnero tallada en la madera. Incluso
los paneles pintados de color frambuesa tienen su distinción. Bonami cogió una factura por la compra
de una fusta de caza. Parece que está pagada, dijo. Luego estaban las cartas de Sandra. La señora
Durrand había organizado una excursión a Green Beach. Lady Roxbury tenía el placer de...
Indiferente es el aire de un cuarto vacío. Sólo mueve la cortina. Algo se agitan las flores del
jarrón. Una fibra del sillón de mimbre jime pese a que nadie se sienta en él. Bonami cruza la
estancia quedando junto a la ventana. La camioneta de Pickford pasa por la calle. Los autobuses se han
atascado en la esquina de Maddie. Los motores laten y los carreteros echando el freno detienen
bruscamente a los caballos. Una voz agria y desdichada grita algo incomprensible. Y entonces de repente
todas las hojas parecieron alzarse. Jacob, Jacob, gritó Bonami de pie ante la ventana. Las hojas
volvieron a descender, abriendo con violencia la puerta del dormitorio. Betty Flanders exclamó que
desorden en todas partes. Bonami se apartó de la ventana. ¿Qué hago con esto, señor Bonami? Betty
Flanders sostenía un viejo par de zapatos de Jacob. Maravilloso y emocionante, ¿verdad? El cuarto de
Jacob es muy bien recibida por la crítica. Los Wolves deciden mudarse a Bloomsbury. En la cabeza
de Virginia ya está Clarissa Dalloway, el personaje que quiere como protagonista de su próxima novela.
Una de las primeras personas en visitarles es la escritora e integrante de la nobleza británica
Vita Sackville West, de la que Virginia se hace muy amiga y puede que algo más. Vita es conocida
por sus escarceos amorosos con otras mujeres. Así habla de ella a Virginia en sus diarios.
Ayer por la tarde Vita estaba sentada en el suelo con su chaqueta de terciopelo y su camisa de seda
roja. Yo anudaba sus perlas para hacer un collar. Sólo recuerdo que le dije, hay experiencias que
nunca voy a describir en un libro. Vita había venido a verme, así que seguimos con nuestra
relación viva y supongo que estimable. Es un intercambio espiritual que probablemente nos
enriquece a las dos. También es un fastidio para Leonard, pero no ha llegado a preocuparle
seriamente. Tenemos espacio para muchas relaciones. En 1925 Hogarth Press publica por fin la nueva
novela de Virginia Woolf, la señora Dalloway. Tiene un éxito enorme. El tema de la muerte está
latente. Virginia reflexiona sobre él. En sus diarios explica que quiere explorar la locura y el
suicidio o incluso la comparación de cómo ve el mundo una persona cuerda y cómo lo ve un loco.
Pero la señora Dalloway es mucho más. Es una forma de expresión extraordinaria como una
conciencia única que viaja desde un personaje a otro durante un día en el que la señora
Dalloway ha organizado una fiesta. Y así Virginia Woolf nos permite saber lo que está
pensando cada uno de ellos y al final la suma de todas las conciencias nos cuenta una historia
maravillosa, profunda, esencial. Así comienza. La señora Dalloway dijo que ella misma se
encargaría de comprar las flores. Porque Lucy tendrá trabajo más que suficiente. Para la fiesta
hay que desmontar las puertas. Acudirán los operarios de Rupert Mayer. Clarissa Dalloway
piensa que es una mañana diáfana cual regalada a unos niños en la playa. ¡Qué fiesta, qué aventura!
Siempre tuvo esta impresión cuando con un leve gemido de las bisagras que ahora le pareció
ir habría de par en par el balcón en Barton y salía al aire libre. ¡Qué fresco! ¡Qué calmo!
Más silencioso que éste desde luego era el aire a primera hora de la mañana. Como el golpe de una
ola, como el beso de una ola fresco y penetrante y sin embargo para una muchacha de 18 años que
eran los que entonces contaba, solemne. Con la sensación que la embargaba mientras estaba en
pie ante el balcón abierto de que algo horroroso estaba a punto de ocurrir. Mirando las flores,
mirando los árboles con el humo que sinuoso surgía de ellos y las cornejas alzándose y
descendiendo. Y se quedó allí contemplándolo todo hasta que Peter Walsch le preguntó si estaba
meditando entre vegetales y le dijo que prefería a los hombres a las coliflores. ¿Crees recordar
que fue así? Entonces piensa en Peter Walsch. Regresaría de la India cualquiera de estos días
en junio o julio. Clarisa Dalloway lo había olvidado debido a lo aburridas que eran sus cartas,
lo que una recordaba eran sus dichos, sus ojos, su cortaplumas, su sonrisa, sus malos humores y
cuando millones de cosas se habían desvanecido totalmente, qué extraño era. Unas cuantas frases
como ésta referente a las verduras. Yendo a por las flores, la señora Dalloway se queda un poco
embarada en la acera para dejar pasar un camión. Lleva 20 años viviendo en Westminster y siente
incluso en medio del tránsito un especial silencio o una solemnidad, una indescriptible pausa,
una suspensión antes de que den las campanadas del Big Ben. En los ojos de la gente, en el ir y venir
y el agitreo, en el griterío y el fundido, los carruajes, los automóviles, los autobuses, los camiones,
los hombres, anuncios que arrastran los pies y se balancean, las bandas de viento, los órganos,
en el triunfo, en el campanilleo y en el alto y extraño canto de un avión en lo alto estaba lo
que ella amaba, la vida. Londres, este instante de junio. Porque Londres en la señora Dalloway es
otro de los protagonistas. Es una delicia leer esta novela y perderse por las cabezas, los
razonamientos y la memoria de cada uno de los personajes, siempre al límite de la locura. Virginia,
con 45 años, ya es autora de cinco novelas que le han dado cada vez más nombre en las letras
inglesas. La Hogarth Press se convierte en un editorial muy influyente. La relevancia de Virginia
aumenta gracias a una de las obras más provocadoras de la historia de la literatura, Orlando. Una
historia que surge a raíz de su relación con Vita. Cuenta la historia de un personaje que cambia
de sexo, mágicamente. Primero es un hombre y luego se convierte en mujer y a partir de ahí cambia
siempre que quiere, porque Virginia Woolf juega con las expectativas y con los roles de lo que significaba
ser una mujer o un hombre. Leer Orlando es una aventura, una emoción constante, es una novela
divertida, profunda, inteligente, brillante, poética y sobre todo asombrosa. Esta es la escena de su
cambio de sexo, una escena deliciosa. Así, a los 30 años más o menos, este joven señor había
experimentado todo cuanto la vida puede ofrecer y la vanidad de ese todo, ambición y el amor. Los
poetas y las mujeres eran igualmente vanos, la literatura era una falsa. Sólo le quedan dos
cosas, los perros y la naturaleza, un mastín y un rossal y así pasa meses y años de su vida. Hay
semanas que le añaden un siglo, otras no más de tres segundos, hasta que un día ve en la ondonada
su casa y nunca le parece más humana, más noble. Desciende la colina con el propósito de consagrar
inmediatamente a mueblarla. Cuando llega el día en que el trabajo está hecho, Orlando ofrece una
serie de fiestas magníficas. Durante un mes se llenan los 365 dormitorios, 300 sirvientes se afanan
en las despensas. Hay banquetes casi todas las noches. Así, en muy pocos años, Orlando gasta la
mitad de su fortuna, pero se gana el aprecio de los vecinos. Pero cuando la fiesta estaba en su apogeo,
Orlando solía retirarse a la intimidad de su cuarto, con la puerta cerrada y la seguridad de
estar solo sacaba un viejo cuaderno, cosido con una seda robada del costurero de su madre y rotulado
con letras redonda de colegial. La ensina, poema. Escribían él hasta mucho después de la medianoche.
Un día Orlando ve pasar la silueta de una dama altísima con caperuza y manto que atraviesa
el patio. A los tres días reaparece. Orlando decide seguirla. Cualquier otra mujer sorprendida
en las habitaciones privadas de un lor hubiera tenido miedo, pero esta dama primero le ruega que
perdone esa intromisión, luego añade que es la archiuquesa Harriet Griselda y que ante todo desea
conocerlo. Es prima de la reina. Orlando tiene que invitarla a entrar y servirle una copa de vino.
La archiuquesa va a verle a diario y cada vez tienen más confianza hasta que un día, a causa del
largo aislamiento de Orlando o la natural simpatía de los sexos o el vino de borgoña, hace que Orlando
se deje dominar con brusca violencia por una pasión que lo obliga a abandonar el cuarto.
Pero luego huye de la lujulia. Le pide al rey Carlos que lo nombre embajador extraordinario en
Constantinople. Allí llega a ser el ídolo de muchas mujeres y de algunos hombres, ejerce el
mismo poder sobre los humildes y los incultos que sobre los ricos. Un día organiza la fiesta más
espléndida que antes o después ha conocido Constantinople. Al día siguiente, los secretarios
del duque, como debemos llamarlo ahora, lo hallaron profundamente dormido y la ropa de cama toda
revuelta. Se notaba cierto desorden, la corona tirada por el suelo, el manto y la liga en un montón
sobre una silla. La mesa estaba llena de papeles. Nada sospecharon al comienzo, pues las fatigas de
la noche habían sido grandes, pero como al llegar la tarde seguía durmiendo, mandaron buscar un médico.
El séptimo día de su letargo se dispara el primer tiro de una terrible y sangrienta insurrección. Los
turcos se revelan contra el sultan, prenden fuego a la ciudad y de huellan o azotan a cuanto
extranjero encuentran. Y rumpen en el cuarto de Orlando, pero suponiendo lo muerto lo dejan intacto.
Orlando, dormido, recibe la visita de la verdad, la franqueza y la honradez,
justeras diosas, seguidas de la pureza, la castidad y la modestia. Hacen el ademán de cubrir a Orlando
con sus velos. Las trompetas mientras retumban, llamando a la verdad y solo a la verdad. Las tres
figuras se retiran de prisa agitando los velos sobre sus cabezas. Y Orlando se despertó, se estiró,
se hirguió con completa desnudeza ante nuestros ojos y mientras las trompetas rugían,
verdad, verdad, verdad, debemos confesarlo, era una mujer. La voz de las trompetas se apagó y Orlando
quedó desnudo. Nadie, desde que el mundo comenzó ha sido más hermoso, sus formas combinaban la fuerza
del hombre y la gracia de la mujer. Sin inmutarse, Orlando se mira de arriba abajo en un gran espejo
y se retira. Se ha transformado en una mujer, pero en todo lo demás Orlando es el mismo. El cambio
de sexo modifica su porvenir, no su identidad. Su cara es la misma, su memoria puede remontar sin
obstáculos el curso de su vida pasada. El cambio se ha operado sin dolor y de manera tan perfecta
que la misma Orlando nos extraña. Se viste con esas casacas y bombachas turcas que sirven indiferentemente
para uno y otro sexo, revisa cuidadosamente los papeles, toma a los que le parecen escritos en
verso y los oculta en su seno, llama a su lebrel, se pone al cinto un par de pistolas,
se ciñe algunas finísimas esmeraldas y perlas y se asoma a la venta. Silbó con cautela y bajó la
escalera destrozada y ensangrentada, llena de papeles tratados, despachos, sellos, barras de
lacre, etc. y salió al patio. Ahí, a la sombra de una higuera gigante, aguardaba un gitano viejo
en un burro. Tenía otro de la brida. Orlando lo montó de un brinco y así, escoltado por un perro
famélico, cabalgando un burro y acompañado por un gitano, el embajador de Gran Bretaña ante
la corte del sultán salió de Constantinopla. ¡Qué delicia! Virginia Woolf acude por esas
fechas a dar unas conferencias en Cambridge, tituladas Mujeres y Ficción, que serán el German
de una habitación propia. Un libro, que a día de hoy, plantea los grandes problemas de la mujer,
del feminismo, desde una óptica tan moderna, tan militante y tan revolucionaria, que es un libro
esencial. Una mujer, dice Virginia Woolf, entre otras muchas cosas, necesita dos cosas para crear,
una habitación propia e independencia económica. Su sexta novela es Las Olas. Es un texto muy
experimental, de mayor complejidad técnica pero delicioso, que seguramente exige de nosotros
una atención extrema al leerla, como cuando leemos poesía. Acude al mar, una de las metáforas
favoritas del autor a donde, al compás del batir de las olas en la playa, seis personajes en seis
monólogos interiores construyen el relato de sus vidas desde su infancia hasta la vejez, seis flujos
de conciencia que nos permiten escuchar sus mentes, comprenderles completamente. Esta escena
muestra muy bien esta técnica. Ahora, dijo Bernard, ha llegado el momento. Del día
llegado, el coche está en la puerta. El peso de mi gran maleta parece exagerar la culpatura de
las piernas sambas de George. La horrible ceremonia ha terminado. Las propinas y los adioses en el
vestíbulo. Ahora me queda esa ceremonia de tragar saliva con mi madre, la de estrechar la mano de mi
padre. Ahora debo seguir agitando la mano y no parar hasta que doblemos la esquina. Ahora esa
ceremonia ha terminado. Gracias al cielo, todas las ceremonias han terminado. Estoy solo. Voy a
ir al colegio por primera vez. Bernard sigue pensando que parece que todos hacemos las cosas sólo para
un momento y nunca más. Toda esta urgencia da miedo. Todos saben que Bernard va a la escuela.
Mientras friega los peldaños, la criada dice, este chico va por primera vez a la escuela. Sabe que
no debe echarse a llorar. Debe mirarlos a todos con indiferencia. Bernard ve abiertos de par en par
los terribles portalones de la estación. Ve a Luis, ve a Neville. Los dos con largos abrigos y bolsas
de viaje en la mano. Los dos se encuentran junto a la taquilla. Están serenos, pero su aspecto ha
cambiado. Ahí está Bernard, dijo Luis. Está sereno tranquilo. Balancé a la bolsa al andar. Le seguiré
porque no está asustado. Del vestíbulo pasamos al andén, llevados por una fuerza que nos arrastra
tal como el río arrastra ramas y paja, que deja junto a los pilares del puente. Ahí está la muy
poderosa locomotora. Toda ella espalda y muslos, sin cuello, de color verde botella jadeando vapor.
El jefe de estación toca al silbato. La bandera baja. Sin esfuerzo por el impulso de la bandera,
como una balancha provocada por un leve empujón nos ponemos en marcha. Bernard se coloca una manta
en las piernas y hace chasquear los nudillos. Neville lee. Luis piensa que Londres se desmorona.
Londres jadea y avanza. Seriza de chimeneas y torres. Ahí una iglesia blanca. Ahí un mástil
entre agujas de edificios. Ahí un canal. Espacios abiertos con senderos de asfalto sobre los que
parece raro que la gente deba caminar. Luego una colina moteada de casas rojas. Un hombre cruza un
puente con un perro pegado a sus talones. Luis cree que no puede alardear de nada porque su padre es
banquero en Brisbane y habla con acento australiano. Por fin, después de tanto agetreo, después de
tanto varullo y agetreo, dijo Neville, hemos llegado. Es un gran momento, un momento solemne. Llegó
como un señor a sus tierras. Ahí está nuestro fundador, nuestro ilustre fundador de pie en el
gran patio con un pie levantado. Saludo a nuestro fundador. Estos patios cuadrangulares tienen un
noble aire romano. Las luces de las aulas están ya encendidas. Neville piensa que quizá sean
laboratorios y lo siguiente quizá una biblioteca en la que explorará la exactitud de la lengua latina.
También piensa que se tumbará en los campos entre el césped cosquillante. Se tumbará con sus
amigos bajo los olmos. Luego ve al director. Le parece ridículo. Demasiado impecable. Demasiado
reluciente y negro con una estatua de un parque. Y en el lado izquierdo del chaleco de ese chaleco
ajustado, tenso como un tambor, cuelga un cruce fijo. El viejo Crane, dijo Bernard, se levanta
ahora para dirigirnos la palabra. El viejo Crane, el director, tiene una nariz como una montaña
locaso y una hindi dura azul en el mentón como una ondonada cubierta de vegetación incendiada por
un excursionista. Como una ondonada con vegetación vista desde la ventanilla del tren. Bernard piensa
que el director se balancea un poco mientras va formando sus tremendas y sonoras palabras. Pero
sus palabras son demasiado afables para ser verdad. No obstante, él ahora cree en su sinceridad y cuando
abandona la estancia moviendo pesadamente los ómbros a uno y otro lado y sigue adelante lanzándose
a través de las puertas batientes, todos los profesores balanceándose pesadamente se lanzan
también a través de las puertas. Esta es la primera noche que pasamos en el colegio, lejos de nuestras
hermanas. La escritura de las olas vuelve a generar un desajuste en la salud de Virginia Woolf. Está
muy cansada y el éxito posterior termina por abrumarla. Poco después muere su gran amigo,
Leighton Stracci, y dos meses después la pintora Dora Carrington se suicida. Dos duelos más a
encarar. Virginia entra en una etapa dolorosa pero de éxito literario y reconocimiento. El auge de
los fascismos europeos es otro tema que le preocupa. Pronto empieza a trabajar en Los Años,
que se publica en 1937. Los Años es la última novela que Virginia Woolf publica en vida. Es la
historia de la familia Parguiter, una novela de atmósferas, paisajes y descripciones. Una calle,
una estancia, una tardecer, un gesto son descritos con exquisitiz y minucia. A través de pequeños
instantes Virginia Woolf apresa el tiempo formando un rosario de momentos que simboliza su transcurrir.
Aunque ahí también está la guerra, la estructura patriarcal, el capitalismo, el imperio o el auge
del fascismo. Esta es la segunda escena de la novela. El coronel Abel Parguiter estaba sentado en su
club charlando después de almorzar. Sus compañeros, acomodados en sillones de cuero, eran hombres de su
misma clase, hombres que habían sido militares o funcionarios públicos, hombres que ya estaban
retirados, revivían con viejos chistes e historietas su pasado en la India, África,
Egipto y entonces en una transición natural pasaron a hablar del presente. El coronel Parguiter se
recuesta en su sillón, se queda quieto mirando al frente. Sus ojos de vivo azul parecen un
poco achicados, como si el resplandor de oriente estuviera todavía en ellos y los párpados entre
cerrados, como si aún les molestara el polvo. Le había venido la mente algún pensamiento que le hizo
perder el interés por lo que los otros decían. En realidad lo resultaba desagradable. Se levantó
y miró hacia Picadilly por la ventana. Sosteniendo el figarro en el aire, contemplaba desde lo alto
los techos de los omnibus, los cabrioles, las victorias, los landós y los carros. Su actitud
parecía decir que él no tenía nada que ver con aquello, que ya no estaba metido en aquel asunto.
Mientras miraba hacia afuera, la tristeza se instaló en su rostro rojizo y bien parecido.
En la atestada calle todo el mundo parece animado por un propósito concreto. Todos van de prisa
para llegar puntualmente a una cita. Incluso las señoras en sus victorias y verlinas pasan al trote
por Picadilly haciendo sus recados. Sin embargo, el coronel Parguiter no tiene nada que hacer. Su esposa
se está muriendo, pero no se muere.
Cualquier día. Ese era el eufemismo con que el coronel se refería al día en que su esposa
muriese. Abandonaría Londres, pensó. Seguiría a vivir al campo, pero tenía que pensar en la casa,
tenía que pensar en los hijos y también tenía que pensar en la expresión de su rostro, cambió.
Perdió parte de su aflicción, pero se volvió un poco furtiva e inquieta. Tenía un sitio al caer,
a fin de cuentas. Visitaría, mira, mira por lo menos. Se alegraría de verle.
Sale del club y se encamina hacia Westminster. Cruza el parque a paso rápido, con la chaqueta
brochada bien ajustada. Fija la vista al frente. Cuando llega a Westminster se detiene en una calle
de sordidas casitas con cortinas amarillas y cartones en las ventanas, la calle donde los
niños chillan al saltar a uno y otro lado de las rayas pintadas con yeso en la cera. El coronel
avanza hasta el número 30 y llama la puerta. Cuando le abren tiene que esperar porque mira está
ocupada. Se siente fuera del lugar. En el piso superior suenan pasos apresurados. Fuera, en la calle,
los niños chillan. Todo es sordido, triste, furtivo. Cualquier día se dijo, pero se abrió la puerta
y su amante mira, entró. ¡Oh, Vogue, querido! Esclamó. Iba muy despeinada, tenía un aspecto un poco
fofo, pero era mucho más joven que él y realmente se alegraba de verle, pensó el coronel. El perrito
saltaba alrededor de mira. El coronel se acomoda en el jimiente sillón de mimbre. Mira, ves al
coronel donde el cuello surge de la camisa. Le parece que el pobre hombre no está de muy buen humor
aquel día, algo malo ocurrido en aquel misterioso mundo de vida familiar y de clubs del que jamás
le habla. Antes de que el coronel pueda evitarlo, enciende la renuente lumbre de la casa de huéspedes.
El coronel empieza a acariciar el cuello de mira, donde el cuello se une a los hombros,
pero alguien viene. Mira, sale y cuando vuelve se pone a buscar una moneda en su bolso. Necesita
dinero para la lavandería. El coronel le da dos guineas. Mira, se sienta en el suelo y apoya la
cabeza en la rodilla del coronel. La lumbre se ha extinguido. Mira, coge el atizador y el coronel le
dice con impaciencia que deje que se apague. La mano del coronel empezó a recorrer arriba y abajo
el cuello de mira a entrar y salir de la larga y espesa cabellera. En aquella pequeña estancia,
tan cercana a las otras casas, el ocaso llegaba de prisa y las cortinas estaban medio corridas.
El coronel la trajo a mira hacia sí, la besó en la nuca y luego la mano que había perdido dos
dedos comenzó a atentar más abajo, allí donde el cuello se une a los hombros. Los años vuelve
a ser un gran éxito, pero los últimos tiempos de Virginia Woolf están marcados por un estado de
presivo que se va grabando poco a poco. La Segunda Guerra Mundial está ya. En sus diarios se ve
como está obsesionada con la muerte. Los nazis atacan Londres con bombardeos diarios. Ella vive
con temor los ataques, pero se protege en la escritura. Está escribiendo, entre actos, la novela
que se publicará nada más morir y que Virginia deja terminada a falta tan solo de una última revisión.
La acción transcurre durante el verano de 1939 en la casa de campo de la familia Oliver,
alrededor de la representación de una obra teatral que todos los años se organizan el pueblo,
escrita y dirigida esta vez por la vehemente señorita Latrobe, que refleja la historia de
Inglaterra desde la edad media hasta los días previos al estallido de la Segunda Guerra Mundial.
Entre actos está considerada una obra maestra, la quinta esencia de la carrera novelística
de Virginia Woolf y una de las aportaciones más brillantes y decisivas a la literatura europea del
siglo XX. Así comienza. Era una noche de verano y en la amplia estancia con ventanas quedaban al
jardín hablaban acerca del pozo negro. El Consejo del Condado había prometido llevar agua al pueblo,
pero no lo había cumplido. La señora Haines, esposa del caballero terrateniente, una mujer que
tenía cara de oca y unos ojos altones, como si vieran algo que tragar en la sequia, dijo con
afectación. Vaya tema de conversación en una noche como ésta.
Entonces hay un silencio, una vaca, mujer. La señora Haines habla de que de niña jamás ha
temido a las vacas, sólo a los caballos, que su familia ha recibido cerca del isker durante
siglos y que las tumbas que hay en el cementerio así lo demuestran. Cuando fuera gorje a un pájaro,
la señora Haines pregunta si era un ruiseñor. El anciano señor Oliver, funcionario de la
Administración Pública de la India, ya jubilado, dice que el lugar elegido para ubicar el pozo
negro se halla en la calzada romana. En ese momento se oye un ruido en el exterior y entra
Isa, la esposa de su hijo, luciendo trenzas en el pelo y un vestido largo azul deslizándose como
un cisne. Se sorprende de ver allí al terrateniente y a su mujer. Se sienta y pregunta de qué hablaban
mientras inclina la cabeza hacia el caballero terrateniente, Rupert Haines.
Lo había visto en una tómbola y en un partido de tenis. El señor Haines le había entregado
una taza y una raqueta. Eso fue todo. Pero en su cara devastada Isa había visto siempre misterio y
en su silencio pasión. Lo había advertido en el partido de tenis y en la tómbola y ahora por
tercer vez, aunque con más fuerza, volvió a sentirlo. El anciano interrumpe, recordando a su madre
que le dio las obras de Byron en esa misma estancia y cita a Byron, camina ella en la belleza cual
la noche y luego nunca más volveremos a remar a la luz de la luna. Isa alza entonces la cabeza.
Las palabras forman dos aros perfectos que les hacen flotar a ella y al señor Haines como dos
cisnes deslizándose río abajo. Sentada en el sillón rinconero con las oscuras trenzas colgando,
balancea todo su cuerpo como un almohadón enfundado en su vestido desteñido. La señora Haines es
consciente de la emoción que los envuelve ambos. En el automóvil de vuelta destruirá aquella
emoción como el tordo destruye las alas de la mariposa a picotazos. Después de dejar pasar 10
segundos, se levanta. Pero Isa, que hubiera debido levantarse cuando lo hizo la señora Haines, siguió
sentada. Los ojos de oca de la señora Haines lanzaron llamas hacia ella y como en un cloqueo
parecía decir, por favor, señora de Gil Soliver, tenga la bondad de advertir mi existencia. De manera
que Isa se vio forzada a hacerlo y finalmente se levantó con su desteñido vestido largo y sus trenzas
colgándoles sobre los hombros. El 25 de enero de 1941 empiezan a aparecer los primeros síntomas
de un grave trastorno mental. Virginia cai en lo que llamaba un pozo de desesperación. Su marido
está convencido de que tiene que ver con la tensión de revisar las galeradas y con la negra
nube que siempre se cierne sobre ella cuando, una vez terminado un libro, tiene que enfrentarse a
la conmoción de cortar el cordón umbilical mental y enviarlo a la imprenta, a los críticos y a los
lectores. A mediodía del día 28 de marzo, la cocinera de los Wolff, Louis Meyer, toca la campana
para avisar que la comida está lista y sólo aparece leonard que se encuentra con dos cartas
sobre la mesa. Una hora antes, Virginia ha dicho que sale a caminar. Cuando leonard no la encuentra por
ninguna parte de la casa ni en el jardín, tiene la certeza de que se ha ido al río, corre por los
campos y casi enseguida encuentra su bastón tirado junto a la orilla. Virginia ha caminado hacia el
río y allí se ha sumergido en el agua metiéndose piedras en los bolsillos del abrigo. Pasan tres
semanas hasta que encuentran su cadáver en el río O's cuando unos niños lo ven flotando.
Incinera Navirginia en Brighton. Leonard entierra sus cenizas al pie de un gran olmo que hay junto
a una extensión de césped de su jardín llamada de Croft que da al campo y a los prados. Hay allí
dos olmos muy grandes con las ramas entrelazadas a los que siempre han llamado Leonard y Virginia. La
primera semana de enero de 1943 una fuerte tormenta derribó uno de ellos. La carta que dejó a Leonard,
su marido, es tan hermosa como dolorosa. Querido, estoy convencida de estar enloqueciendo de nuevo.
Creo que no resistiré otra de esas épocas terribles y que esta vez no me recuperaré. Empiezo a
oír voces y no puedo concentrarme, así que voy a hacer lo que me parece mejor. Me has proporcionado
la mayor felicidad posible. Ha sido en todos los sentidos todo para mí. No creo que haya
habido dos personas más felices hasta que llegó esta terrible enfermedad. No puedo luchar más. Sé
que te estoy amargando a la vida y que sin mí podrás trabajar. Sé que lo harás. Ya habrás notado
que ni siquiera puedo escribir bien esta carta. No puedo leer. Quiero decirte que toda la felicidad
de mi vida te la debo a ti. Ha sido increíblemente bueno y paciente conmigo. Quiero decirtelo,
aunque todo el mundo lo sabe. Si alguien hubiera podido salvarme, ese habría sido tú. Lo he perdido
todo excepto la acertidumbre de tu bondad. No puedo seguir echando a perder tu vida de este modo.
No creo que haya habido dos personas que hayan sido tan felices como nosotros. V.
Y hasta aquí esté un autor en una hora que hemos dedicado a Virginia Woolf. Gracias por estar
ahí y gracias por leer. Un autor en una hora en la cadena SER. Un programa escrito y dirigido
por Antonio Martínez Asensio. Con las voces de Marisol Navajo y Eugenio Barona. Redacción Laura
Martínez Pérez. Ambientación musical de Mariano Revilla. Edición y montaje de sonido de Pablo
Arevalo. Y en las redes Virginia Díaz Pacheco. Todos los episodios y contenidos adicionales en la
app de cadena SER y en nuestros canales de Apple Podcasts, Spotify, iBooks, Google Podcasts y YouTube.
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Virginia Woolf (Londres, 25 de enero de 1882 - 28 de marzo de 1941) es una de las escritoras más importantes de la literatura universal. Autora de, entre otras, 'La señora Dalloway', 'Las olas', 'Orlando' o 'Una habitación propia'.