Un Libro Una Hora: Un autor en una hora | Stefan Zweig
Cadena SER 7/29/23 - Episode Page - 58m - PDF Transcript
Un autor en una hora con Antonio Martínez Asensio
Bienvenidos a Un Autor en Una Hora, donde vamos a contarles la vida de un autor a través de sus obras,
destacando alguna escena de cada uno de sus libros.
Hoy les vamos a contar Estefan Esweig.
Estefan Esweig es uno de los grandes escritores de la literatura europea contemporánea.
Es también un intelectual comprometido con la idea de Europa.
Poeta, traductor, ensayista y novelista, su obra es en gran medida un reflejo de su vida.
Estefan Esweig nace el 28 de noviembre de 1881 en Viena y crece en el mundo del imperio astroúngaro.
Esweig define esta época como la era de oro de la seguridad.
El siglo en el que me tocó vivir y crecer no fue un siglo de pasión.
Era un mundo ordenado, con estratos bien definidos y transiciones herenas.
Un mundo si no dio.
Su familia pertenece a la gran burguesía judía.
Su padre es uno de los industriales más importantes y su madre proviene de una familia de banqueros, cosmopolita.
Los padres encarnan los valores propios de esa sociedad, culto a los propios bienes
y necesidad del estudio para ascender al mundo de la cultura.
En ninguna otra ciudad europea, el afán de cultura fue tan apasionado como en Viena.
Por aquí habían pasado los nivelungos.
Desde aquí iluminó al mundo la constelación de los siete astros inmortales de la música.
Luke, Haydn y Mozart, Beethoven, Schubert, Brahms y Johann Strauss.
Aquí confluyeron todas las corrientes de la cultura europea.
En la corte, entre la nobleza y entre el pueblo,
lo alemán se unía con alianzas de sangre con lo eslavo, lo húngaro, lo español, lo italiano,
lo francés y lo flamenco.
Y el verdadero genio de esta ciudad de la música
consistió en refundir armonicamente todos esos contrastes en un elemento nuevo y peculiar,
el austríaco.
El bienes.
El pequeño Estefan se acostumbra desde la infancia a hablar inglés, francés, italiano
y alemán.
Además tiene que aprender en la escuela griego y latín.
Recibe una educación clásica, pero los estudios no despiertan en él ningún interés.
Es un niño sumiso, pero también independiente e impetuoso y un gran lector.
Con la llegada de la adolescencia, al inicio de su vida en el instituto,
sólo se concede a algunas horas de sueño porque sus ansias de adquirir conocimiento
lo mantienen despierto.
Parecía poseernos una especie de fiebre de saber y conocer todo lo que se producía en
el ámbito de las artes y de la ciencia.
Por las tardes nos mezclábamos con los estudiantes de la universidad con el fin de asistir a
sus clases y vamos a todas las exposiciones de arte.
Acudíamos a las aulas de anatomía para ver autopsias.
Agusado el olfato de nuestra nariz indiscreta, usmeábamos en todo.
Nos colábamos en los ensayos de la filarmónica.
Urgábamos en las tiendas de los anticuarios.
Diariamente revisábamos las vitrinas de las librerías para enterarnos inmediatamente
de cuáles eran las novedades desde la víspera.
Y sobre todo, leíamos.
Leíamos todo lo que nos caía en las manos.
En el verano de 1900, Zweig ingresa en la universidad.
Opta por los estudios de filosofía que le permiten no asistir mucho a clase y sólo
presentar una tesis al finalizar el cuarto curso y pasar los exámenes.
Dispone de tiempo libre para dedicarse a su pasión durante los siguientes tres años.
Ler y hacer lo que quiera.
Estefan se jactará de haber asistido únicamente tres veces a la universidad.
La primera para matricularse.
La segunda para obtener un certificado de asiduidad.
Y la tercera para tener una agradable conversación con los profesores.
Lee cada vez más, compone poemas y recibe a sus amigos a las once de la mañana descamisado
con pilas de libros en el suelo.
Para mí el axioma de Emerson, según el cual los buenos libros sustituyen a la mejor universidad,
no ha perdido vigencia.
Y sigo convencido hasta hoy de que se puede llegar a ser un extraordinario filósofo, historiador,
jurista y cualquier otra cosa sin tener que ir a la universidad.
Con el fallecimiento de su abuela pasa a tener una renta añadida a la pensión que su padre
le pasa cada mes.
A los diecinueve años, Estefan Speich publica su primer libro de poemas, Cuerdas de Plata,
por el que recibe elogios aunque ninguno de esos poemas aparecerá luego recogido en
sus poesías completas.
También empieza a publicar en el suplemento literario del periódico más prestigioso
de Viena.
Estefan conquista la admiración de su familia, pero deseoso de salir del cerrado círculo
de la buena sociedad vienesa, se traslada a Berlín, ciudad de la que se cuenta que tiene
una vida literaria extraordinaria y vanguardista.
Allí se relaciona con personajes fuera de lo común pertenecientes a diferentes clases
sociales.
Descubre a Baudelaire y a Zola.
Es entonces cuando toma la decisión de no precipitarse en publicar antes de saber lo
esencial del mundo.
De hecho, Speich no permitió jamás reeditar las horas escritas antes de sus 30 años.
Traducía Berlín y para acompañar la edición de su obra poética, escribe un breve opúsculo,
su primer ensayo como escritor.
Con 23 años se doctora en filosofía.
Ya es una figura ascendente en la sociedad vienesa.
Al finalizar sus estudios universitarios, se traslada a Bruselas, donde se relaciona
con su admirado Emil Berheiden y a París, donde conoce a Rilke.
Lo mejor de todo era pasear con Rilke por París, porque aquello significaba encontrar
un sentido en las cosas de menor apariencia y contemplarlas.
En 1912, a los 30 años, entra en su vida a la que será su primera esposa, Friderike
María von Windernitz.
Ella era una gran admiradora de Speich, escritora también y traductora, y con dos hijos de
un matrimonio anterior.
La primera década del siglo XX es una época de prosperidad, de progreso, pero su mundo
estalla el 28 de junio de 1914 con el asesinato en Bosnia del heredero al trono austríaco.
Después de 50 años de paz, estalla una embriaguez de patriotismo colectiva.
Speich tiene 32 años y no es movilizado, entra a formar parte del servicio de propaganda
en el archivo de guerra, donde redacta frases alentadoras para los combatientes en el frente.
La mayoría de los intelectuales alemanes consideran que su misión es alimentar el entusiasmo
de las masas y enardecer el espíritu guerrero, y se ponen al servicio de la propaganda de
la guerra.
De este modo traicionaba en la verdadera misión del escritor, que consiste en defender y proteger
lo común y universal en el hombre.
Algunos, cierto, pronto experimentaron el amargo sabor del astío de sus propias palabras,
cuando se evaporó el aguardiente del primer entusiasmo.
Pero en aquellos primeros meses se oía más a los que vociferaban con más furia y por
eso cantaban y gritaban, aquí y allí, en un coro chillón.
Speich decide entonces luchar contra la traición de la razón.
En su propio país se siente cada vez más aislado, pero esto también le lleva a sentir
que pertenece a un pequeño grupo de elegidos cuya tarea es exaltar la paz.
Speich nunca ve el frente, pero en la primavera de 1915 el archivo militar le encarga reunir
los originales de los anuncios y proclamas rusos en el suelo austriaco ocupado.
Esto le permite desplazarse libremente y conocer las consecuencias del horror de la guerra,
la miseria de la población civil, la población judía afinada en los getos.
Le impresionan los prisioneros, los heridos, los mutilados y, sobre todo, los trenes hospital.
Lo que me tocó vivir a mí, horripilado, eran vulgares vagones de cargas y en ventanas,
con tan solo una estrecha claraboya e iluminados por dentro con una lámpara de aceite cubierta
de hoyen.
Literas primitivas, un asalado de otras, ocupadas todas por hombres de mortal libidez
que gemían y sudaban y jadeaban en busca de aire en el espeso edor a excrementos y
yodoformo.
Los sanitarios, más que andar, se tambaleaban de tan exhaustos como estaban.
Por ninguna parte se veía la ropa de cama de un blanco resplandeciente de las fotografías.
Los hombres están tumbados sobre paja o literas duras, cubiertos con mantas manchadas de sangre
vieja y en cada uno de los vagones ya había dos o tres muertos entre los moribundos y
gemibundos.
Svaj considera que tiene el deber cívico de despertar la conciencia de los hombres.
Escribe Jeremías, un drama publicado en 1917.
A partir de la figura del profeta que predica en vano, elabora esta obra pacifista.
Es el combate de un hombre contra la guerra en plena guerra.
Para su sorpresa, la obra no solo no es cuestionada, sino que rápidamente se venden 20.000 ejemplares.
Thomas Mann dice que Svaj ha dado al mundo la primera obra de importancia desde el comienzo
de la guerra.
Al finalizar la guerra, regresa a la recién creada República Austro-Alemana.
Se instala en Salzburgo, donde se ha comprado una casa con Frederik y sus hijas.
Allí vive entre 1919 y 1921 los peores años de la posguerra enterrado en Salzburgo.
En 1920 publica Miedo, la historia de una mujer aburrida que lleva una vida acomodada
y se busca un amante, pero su tranquilidad se ve sobresaltada por el chantaje de una
mujer que descubre el lío.
A partir de entonces, su vida se convierte en un infierno y el lector llega a sentir
esa angustia, esa presión, ese miedo que lo envuelve todo.
La escena que les vamos a contar es el comienzo de la novela, donde Irene tiene ese fatal encuentro.
Al bajar por la escalera de la casa de vecindad donde vivía su amante, doña Irene volvió
a sentir cómo se apoderaba de ella en un instante aquel absurdo miedo.
De pronto, un frío terrible paraliza sus rodillas y tiene que agarrarse a toda brisa
al pasamanos para no caerse de bruces.
No es la primera vez que ha ido a casa de su amante a verle, asumiendo el riesgo, pero
cada vez que regresa a casa acaba sucumbiendo a estos absurdos ataques de miedo, un miedo
ridículo, infundado.
Lo que había duda de que acudir a la cita resultaba mucho más fácil.
Ordenaba de tener el coche en la esquina de la calle, recorría toda prisa sin levantar
la mirada, los pocos pasos que la separaban del portal, y subía las escaleras a toda
velocidad sabiendo que él ya estaba esperando la dentro, detrás de la puerta, que se abría
rápidamente, de modo que ese miedo inicial, en el que por otra parte también ardía una
llama de impaciencia, se deshacía en el cálido abrazo con el que se saludaban.
Pero cuando tiene que volver a casa siempre surge un sentimiento distinto, misterioso
y escalofriante, un temor en el que se mezcla en el recelo que provoca la culpa y la idea
obsesiva e irracional de que los desconocidos con los que se cruza por la calle saben de
dónde viene con solo mirarla y por eso cada vez que alguien le sonríe se siente desconcertada,
como si estuvieran burlándose de ella descaradamente.
Los últimos minutos que pasaban juntos ya estaban envenenados por la creciente inquietud
ante lo que se le venía encima. Al marcharse le temblaban las manos por los nervios y las
prisas, escuchaba distraída las palabras de él y rechazaba bruscamente las muestras
de pasión que había reservado para estos instantes finales. Lo único que quería era
salir de allí, huir de aquella casa, la de su amante, dejar aquella aventura y regresar
al mundo tranquilo, burgués en el que vivía.
Se mira en el espejo para comprobar si su vestido está en orden. Llegan las últimas
palabras que tratan en vano de tranquilizarla, permanece un segundo detrás de la puerta
escuchando con cautela, tratando de saber si alguien sube o baja por la escalera. Afuera
aguarda el miedo, impaciente por apoderarse de ella oprimiéndole y paralizándole el
corazón hasta dejarla sin aliento. No ha bajado más que unos pocos escalones cuando
nota que su ánimo empieza a flaquear, una puerta se cierra en uno de los pisos superiores,
lo que hace que Irene baje a toda prisa el resto de los escalones sujetando con fuerza
casi sin darse cuenta el grueso velo que cubre su rostro. Ahora tiene que enfrentarse
al momento más terrible y arriesgado, salir a la calle desde un portal ajeno y encontrarse
a caso con un conocido. Baja la cabeza y se dirige a toda prisa hacia la puerta de la
calle que está entreabierta.
Entonces chocó con violencia contra una mujer que parecía entrar en ese mismo momento.
Perdóneme.
Dijo confusa. Trató de seguir su camino a toda prisa, pero aquella persona se colocó
en medio de la puerta cerrando al el paso, clavó sus ojos en ella con ira. Había en
su rostro una mueca burrona que no se molestó en disimular.
Por fin la he pillado.
Gritó con voz estridente sin importarle el escándalo que pudiese provocar.
Una mujer respetable. Claro que sí. Al menos es lo que dicen todos, como no tiene suficiente
con su marido, su dinero y todo lo que posee, viene a quitarle al novio una pobre chica como
yo.
Irene le dice a la mujer que se confunde y trata de escapar escurriéndose por un lado
de la puerta, pero aquella mujer ha plantado su enorme cuerpo justo en medio y responde
diciéndole que no se confunde, que la conoce muy bien, que viene de casa de Duag, que es
su novio y que por fin la ha pillado.
Irene le pide que no grite y casi sin darse cuenta retrocede de nuevo al Zaguan. La mujer
la observa con gesto burlón, el miedo está haciendo flaquear a Irene, su desesperación
es evidente y eso parece gustar a la mujer que examina detenidamente a su víctima con
aire de suficiencia y una sonrisa entre orgullosa y sarcástica.
Irene le pregunta a que quiere y le dice que tiene que marcharse.
Marcharse. Sí, naturalmente, con su señor esposo. Estará deseando retirarse a sus aposentos
en el calor de su hogar, fingir que es una dama distinguida y pedirle a la doncella que
le ayude a desvestirse. Lo que nosotros tengamos que bregar o que reventemos de hambre eso
le trae sin cuidado, faltaría más. Una dama tan respetada puede permitirse robarle
lo que quiera a alguien como yo, aunque sea lo único que tiene.
Irene sacó fuerzas de flaqueza y, obedeciendo al misterioso impulso, cogió el monedero
y sacó los billetes que llevaba encima en ese momento.
Mire, aquí tiene. Y ahora déjeme. No volveré por aquí jamás. Se lo juro.
Stefan Zweig publica después tres maestros que le abre las puertas del éxito. Son tres
ensayos sobre Balzac, Dickens y Dostoyewski. La obra le da la idea de crear un conjunto
de ensayo sobre las figuras más destacadas de la humanidad, lo que llamará Los Constructores
del Mundo. Dedica el año 1920 a su ensayo Romain Golan, el hombre y su obra. Al terminar
el libro, parte a Italia a descansar. Está a punto de cumplir 40 años. Realiza largas
giras de conferencias. Compone una nueva serie de novelas dedicadas a las pasiones, entre
las que está la magnífica Amok, la Calle a la Luz de la Luna y la gran Carta de una
Desconocida. Estas novelas hacen de Stefan Zweig el autor de lengua alemana más leído
en todo el mundo. Carta de una desconocida es una novela corta excepcional que te deja
sin aliento. La historia de un amor obsesivo que marca la vida de una mujer. Una carta que
revela una verdad trágica y sorprendente. Esta es la escena con la que comienza la novela
y con la que comienza todo.
Cumple 41 años. Ojea fugazmente el periódico y se dirige a su casa en un coche de alquiler.
El criado le informa de dos visitas recibidas durante su ausencia, de algunas llamadas y
le trae el correo acumulado en una bandeja. Displicente, E.R., es un vistazo a las cartas.
Abrió algunos obres que le interesaron por los remitentes. Una carta cuya caligrafía
no les resultaba familiar y que parecía demasiado extensa la dejó por el momento aparte. Cuando
se toma el té, se pone cómodo en el sillón y se enciende un puro, toma la carta de nuevo.
Tiene unas doce páginas escritas con prisa y con una caligrafía que no les es familiar
en absoluto. Una caligrafía de mujer. Es un manuscrito más que una carta. Inconscientemente,
vuelve a palpar el sobre por si hubiera pasado por alto algún otro papel explicativo en
su interior. El sobre está vacío y tampoco las páginas de la carta llevan ni dirección
del remitente ni firma alguna.
A ti que nunca has sabido quién soy. Se leía arriba a modo de encabezado, de título. Perplejo
se detuvo un momento a pensar. Eso iba dirigido a él. Le ha dirigido a una persona imaginada.
Al instante despertó su curiosidad y empezó a leer.
Mi niño murió ayer. Tres días y tres noches he luchado contra la muerte. Por esa vida
menuda. Tierra. Cuarenta horas pasé. Mientras la gripe sacudía su pobre cuerpo ardiendo
de fiebre, sentada junto a su cama. Yo le ponía frío sobre la frente que quemaba. Le
sostenía las manitas inquietas. Día y noche. A la tercera noche caí rendida. Mis ojos
no resistieron más. Se me cerraron sin darme cuenta. Durante tres o cuatro horas debí de
quedarme dormida en el duro sillón. Y fue entonces cuando llegó la muerte.
La mujer le cuenta que le han colocado las manos juntas encima de la camisa blanca y
hay cuatro velas encendidas en las cuatro esquinas de la cama. La mujer no se atreve
a mirar casi ni a moverse porque cuando las llamas flamean, vuelan sombras fugaces sobre
la cara de su hijo, sobre su boca cerrada. Y es como si se movieran sus rasgos. Entonces
parece que el niño va a despertar de nuevo y decirle a su madre alguna terneza infantil
con su voce citauda. No quiero volver a tener esperanza, ni volver
a sufrir la desilusión. Lo sé. Lo sé. Mi niño murió ayer. Ahora ya no tengo nada
más en el mundo. Nada más que a ti. No te tengo más que a ti que no sabes de mí
nada que tan solo juegas o jugueteas con las cosas y las personas sin enterarte de nada.
He cogido una quinta vela y me la he colocado en la mesa desde la que te estoy escribiendo.
La mujer le dice que quiere por primera vez contárselo todo para que conozca su vida
entera, esa vida que siempre ha sido de él sin que él lo sepa. Pero le avisa que solo
conocerá su secreto cuando ella haya muerto, lo que significa que si Erre tiene la carta
ahora entre sus manos es que ella ha muerto, por lo que no va a pedirle nada, solo que
crea hasta la última palabra de lo que le va a contar.
Voy a revelarte mi vida entera, esa vida que no empezó de verdad hasta el día en que
te conocí. Antes no había sido más que algo borroso, desdibujado, donde mi memoria
nunca quiso volver a internarse, como un sótano cualquiera lleno de cosas y personas amorfas,
cubiertas de polvo y telarañas y de lo que mi corazón ya no conserva nada.
Por la casa de Stefan Svaj en Salzburgo pasan actores, pintores y los grandes intelectuales
europeos, Gómez Golan, Thomas Mann, Joyce, Paul Valerí, Ravel, Bartok, Toscanini. En
1925 escribe una obra maestra de la crítica, la lucha contra el demonio, una trilogía
dedicada al estudio de tres autores, Kleist, el suicida, Holderling, que se hunde en la
locura del obedeal Iniche, que termina en una vida vegetativa. En los siguientes dos
años escribe más de diez novelas breves, entre las que está, 24 horas en la vida de
una mujer. 24 horas en la vida de una mujer vuelve a tener a una mujer como protagonista,
la forma de contarlo es extraña, una mujer muy mayor le cuenta sus recuerdos a un hombre
más joven, le cuenta cómo se enamoró, cómo estuvo a punto de cometer el gran error de
su vida, una novela de amor, pero que gira alrededor del juego. Esta es la famosa escena
de las manos, la mujer entra en el casino y descubre un hombre jugando en una mesa y describe
sus manos.
Para quien se siente desasido de todo, la apasionada inquietud de los otros produce una sacudida
en los nervios, como el teatro o la música. Por eso también fui al casino varias veces,
me complacía a observar la fluctuación inquieta de la alegría o la consternación en los rostros
de los demás, mientras mi interior no era sino un espantoso desierto. Además, mi marido,
sin pecar de frívolo, gustaba de frecuentar de vez en cuando las alas de juego y a mí
me complacía a revivir fielmente con una especie de piedad maquinal, todas sus costumbres
de antaño. Fue allí también donde empezaron aquellas 24 horas que fueron más excitantes
que cualquier juego y que turbaron por muchos años mi existencia.
Entra en la sala de juego, va de una mesa a otra observando a los jugadores, su marido
le enseñó debido a su pasión por la quiromancia a no mirar a los rostros, sino únicamente
al cuadrilátero de la mesa y sobre todo a las manos de los jugadores y su manera particular
de moverse. Manos claras, nerviosas y siempre en actitud de espera en torno al tapete verde,
todas asomando por la caverna de sus respectivas mangas, calauna de forma y color diferentes,
algunas desnudas, otras adornadas con anillos y pulseras tintineantes, muchas belludas
como animales salvajes, muchas otras húmedas y retorcidas como anguilas y todas sin embargo
crispadas y trémulas por una enorme impaciencia.
Todo puede adivinarse en esas manos, en su manera de esperar, de coger, de contraerse,
al codicioso se le reconoce por su mano parecida a una garra, al pródigo por su mano blanda
y floja, al calculador por su muñeca firme, al desesperado por la mano temblorosa, cientos
de temperamentos se descubren con la rapidez del rayo, ya en el modo de tomar el dinero
si lo estruja o lo agita nerviosamente, ya si ha batido y con la mano fatigada hace indiferente
una puesta en el tapete verde.
Pasa de largo ante dos mesas atestadas de jugadores para llegar a una tercera y está
preparando unas monedas de oro cuando oye en medio de la pausa que se produce cada vez
que la bola se bambolea entre dos números un extraño ruido como el crujido de articulaciones
que se rompen.
Se queda estupefacta y ve dos manos como nunca las ha visto, dos manos con bulsas que como
animales furiosos se acometen una a otra dándose zarpazos y luchando entre sí de tal modo
que las articulaciones de los dedos crujen con el ruido seco de una nuez cascada.
Eran manos de singular belleza, extraordinariamente largas y estrechas, aunque al mismo tiempo
proviestas de sólida musculatura, muy blancas, con las uñas pálidas y las puntas de los
dedos finamente redondeadas.
Yo les hubiese contemplado toda la noche.
Me sentía maravillada por aquellas manos extraordinarias, únicas, pero lo que especialmente
me impresionó fue aquel frenesí, aquella expresión locamente apasionada y aquella manera
de luchar una con otra.
Se encuentra ante un hombre abrumado que contiene todo su sufrimiento con las puntas
de los dedos y cuando la bolita cae con un ruido seco en la casilla y el crupier canta
el número, las dos manos se separan para abatirse como dos bestias alcanzadas por un mismo tiro.
Nunca ha visto unas manos tan elocuentes, durante un momento permanecen ambas sobre
la mesa aplastadas y muertas.
Después empezó una, la derecha, a levantarse penosamente sobre la punta de los dedos.
Temblaba, retrocedía, describía un movimiento de rotación alrededor de sí misma, vacilaba,
se retorcía.
Por último cogió nerviosamente una ficha que, indecisa, hizo rodar como una ruedecita
entre el índice y el pulgar.
Deshúbito, arqueándose con un gesto felino de pantera, lanzó, mejor dicho, escupió
la ficha de cien francos en el centro de la casilla negra.
Enseguida, como obedeciendo a una señal, la excitación se apoderó también de la inactiva
mano izquierda hasta entonces adormecida.
Ésta se levantó, se desperezó, se arrastró lentamente hacia la otra mano que yacía
la trémula, como fatigada aún por la jugada que acababa de arriesgar.
Y ambas permanecieron juntas y horrorizadas, mientras daban sobre la mesa suaves golpecitos
con los nudillos, como dientes que la fiebre hace castañetear.
Está como hipnotizada con esas manos y, al fin, su mirada sube lentamente desde la manga
hacia los hombros, necesita ver el rostro, y aquel rostro habla el mismo lenguaje desenfrenado
fantásticamente sobre excitado que las manos.
Posee la misma terrible tenacidad en su expresión y la misma delicada y casi femenina belleza.
Y puede contemplarle a su antojo porque las pupilas del hombre no se mueven un solo segundo
ni hacia la derecha ni hacia la izquierda.
Es un joven de unos 24 años, de cara delgada, fina, bastante alargada y, por lo tanto, muy
expresiva.
No tiene un aspecto muy viril, sino más bien el de un muchacho apasionado, pero en ese
momento tiene una expresión descompuesta por la videz y la locura.
Nunca, lo repito de nuevo, nunca había visto un rostro en el cual se reflejara tan abiertamente,
tan impúdicamente la pasión, el instinto.
Yo permanecía inmóvil, atraída por la locura de su expresión, tan intensamente como él
lo estaba por los movimientos y los saltos de la bolita.
A partir de ese momento ya no vi otra cosa en el salón.
Todo se me antojó vago, sordo, borroso, oscuro, en comparación con el fuego que emanaba de
aquel rostro.
Stefan Zweig publica después la extraordinaria Momentos Estelares de la Humanidad de la que
llega a vender 250.000 ejemplares.
Se convierte en el autor más traducido del mundo.
Tras el éxito de la lucha contra el demonio, inicia una nueva pieza de su proyecto de los
constructores del mundo.
En este caso, los autores elegidos son Stendhal, Kasanova y Tolstoy, con el título Tres poetas
de sus vidas.
En 1928 visita Rusia para conmemorar el centenario de Tolstoy.
En 1929 publica Mendel el de los libros, un extraordinario relato que habla de un personaje
inolvidable, una especie de sabio de los libros con una memoria prodigiosa, un relato
sobre la dignidad, sobre la cultura, sobre los nuevos tiempos.
En este fragmento, un hombre entra en un local que le resulta conocido, pero no logra saber
de qué, hasta que se da cuenta de que está en lo que era el Café Gluck, el lugar donde
conoció al gran Mendel.
Y de improviso me vino a la memoria como un relámpago.
Lo supe de inmediato al instante, con una única yardiente sacudida que me hizo estremecer
de felicidad.
Dios mío, si aquel era el sitio de Mendel, de Jakob Mendel, Mendel el de los libros.
20 años después había ido a parar de nuevo a su cuartel general, el Café Gluck, en la
parte alta de la Alcestraba.
Jakob Mendel, como había podido olvidarle, era impensable, durante tanto tiempo, aquel
ser humano de lo más particular, aquel hombre legendario, aquel peculiar portente universal,
famoso en la universidad y en un círculo reducido y respetuoso, como había podido olvidarle
a él, el mago, el corredor de libros que imperturbable, se sentaba allí día tras
día de la mañana a la noche, símbolo del conocimiento, gloria y honra del Café Gluck.
También en 1929, Stefan Schweig publica Viaje al Pasado, una novela muy especial, muy desasossegante,
que Schweig llamaba también Resistencia de la Realidad y que cuenta la historia de un
reencuentro en un mundo definitivamente nuevo, de dos seres que se amaron y que creen seguir
amándose.
Es una novela brutal sobre el paso del tiempo, sobre cómo nos engañan nuestros recuerdos.
La escena que les vamos a contar es justo el comienzo del libro, cuando estas dos personas
se han reencontrado y han decidido hacer un viaje que soñaron hacer muchos años atrás.
Ella sonríe mientras le pregunta si tan poca confianza tiene en ella, sus pupilas
encendidas irradian la claridad azul de una absoluta confianza, y él dice que no, que
no hay nada en este mundo algo más fiel que la palabra de ella, pero que por la tarde,
de repente, le entró de golpe un absurdo miedo de que pudiera haberle sucedido algo,
pero nada ha sucedido, ahí está ella, dispuesta.
Él no se mueve, la abraza tiernamente con la mirada, una y otra vez sin poder creerse
que su presencia sea real.
El tiempo premia Ludwig, todavía no tenemos billete.
Aquello fue lo que liberó su mirada cautiva, contra lo que era habitual, el expreso de
la tarde para Heidelberg, iba barrotado.
Se sintieron decepcionados, pues las perspectivas de estar los dos solos gracias al billete
de primera clase se desvanecían, así que después de andar buscando en vano, se contentaron
con un compartimiento donde no había más que un señor entrecano medio dormido, recostado
en un rincón.
Pero, justo antes del silbato de partida, entran jadeando en el compartimiento otros
tres señores con gruesas carteras para llevar documentos, abogados, evidentemente.
Su estruendosa día triba ahoga por completo la posibilidad de mantener cualquier otra
conversación, así que, resignados, se quedan uno frente a otro sin aventurarse a decir
ni una palabra.
Cuando uno levanta la vista, ve la tierna mirada del otro que se dirige hacia él con amor.
Con un leve sacudida, el tren se puso en movimiento.
El chirrido de las ruedas desparató la conversación de los abogados, amortiguándola, dejándola
en un simple rumor, pero después del tirón y de las acudidas iniciales, fue imponiéndose
poco a poco un ritmico balanceo.
El tren, como una cuna de hierro, mecía sus sueños y, mientras, abajo las ruedas traquete
antes, corrían hacia un porvenir todavía invisible, que reservaba a cada cual algo
diferente.
Los pensamientos de los dos flotaron en sueños egresando al pasado.
Esváez publica en 1931 una nueva trilogía, la cuarta, la titula La curación por el espíritu,
en la que habla de Messner, Meribaker, Eddy y Sigmund Freud.
Los tres representan formas de medicina alejadas de la tradicional.
Esváez siente una profunda admiración por Freud.
Lo visita asiduamente, aunque nunca hará terapia con él para hacer frente a la angustia que
con frecuencia lo invade.
Para él, la terapia es escribir.
Cuando se aproxima la fecha de sus 50 cumpleaños, Esváez atraviesa la depresión más severa
que ha sufrido hasta entonces.
Siente que su generación está en declive.
El fracaso de las aspiraciones de su juventud, también las referidas a su visión de Europa.
Ansía ver a Europa vivir sin odio, en libertad, pero el porvenir de Europa es sombrío.
Después de dos años de trabajo, publica con gran éxito una biografía sobre Fouché, y
durante el proceso de investigación se cruza con la figura de María Antonieta, la austriaca
que había sido reina de Francia, y se alanza a escribir sobre ella.
Nos hallamos en el umbral de una época insegura, en la que los antiguos valores ya no se cotizarán,
donde las vidas pueden hundirse de un día para otro, donde uno puede verse rechazado
después de haber sido objeto de alabanza sunanimés.
Cuando Hitler sube al poder en 1933, Estefan Esváez está físicamente mal y decide pasar
una larga temporada en el extranjero.
En primer lugar, se va a Londres, donde alquila un piso pequeño e inicia la investigación
sobre la vida de María Estuardo.
Comienza a ayudar a sus amigos alemanes que buscan refugio, pero guarda silencio público
ante este régimen que quema libros y amenaza a los judíos.
No escribe una sola línea contra Hitler, se mantiene apartado del debate público.
Sus libros se siguen leyendo en los años siguientes pese a que los libreros no los
pueden exponer y los periódicos ya no los pueden citar.
Finalmente, se declara crimen de estado, la impresión, venta y difusión de los libros
de los autores judíos.
Es un destino que Esváez comparte con Thomas Mann, Henry German, Freud, Einstein y otros
muchos.
Esváez empieza a investigar sobre el asmo de Rotterdam, el gran humanista renacentista,
un hombre capaz de mantener una actitud digna ante todas las locuras de su época.
Un día, a las 7 de la mañana, se presenta la policía para registrar su casa de Salzburgo
con la excusa de que buscan armas.
Desde 1933, registros de tensiones arbitrarias, confiscaciones de bienes, expulsiones de los
hogares y de la patria, deportación y cualquier otra forma de humillación se han convertido
en algo habitual, casi natural.
Prácticamente no recuerdo a ninguno de mis amigos europeos que no haya padecido una cosa
o otra, pero en aquel entonces, a principios de 1934, un registro domiciliario era todavía
una frente a monstruos.
Stefan Esváez decide dejar a Austria definitivamente e instalarse en Londres.
En realidad, quiere romper con todo su pasado, no solo con Austria, sino también con su mujer.
A mediados de 1936, viaja a Sudamérica para participar en el Congreso del Pen Club Internacional.
En Buenos Aires es recibido como un héroe.
De Buenos Aires viaja a Brasil.
Las atenciones que le dispensan son extraordinarias y durante tres semanas no deja de recibir homenajes.
Para sus lectores brasileños es el más destacado de los autores vivos y a una conferencia que
da en río asisten 2.000 personas.
Brasil le resulta fascinante.
La exuberancia de la naturaleza, los colores y sonidos, la despreocupación de los brasileños,
las razas que cohabitan es el paraíso perdido para Esváez.
En 1937 publica La Impaciencia del Corazón, una novela extraordinaria, profunda, hermosa
y terrible.
Cuenta la historia del teniente Anton Hofmiller que conoce a una joven en una fiesta y empieza
a cortejarla, a dejarse querer sin darse cuenta de que ella sufre una parálisis crónica.
Cuando ella se enamora del joven oficial y Hofmiller se da cuenta no sabe cómo reaccionar
porque solo siente compasión por la joven edit.
Tal vez por la buena posición de su padre decide ocultar sus verdaderos sentimientos
y llega incluso a prometerse con ella pero no reconoce su noviazgo en público.
Una historia terrible y una gran novela en la que Esváez indaga en la naturaleza humana.
Queremos solo leerles el primer párrafo que es brutal.
Esváez escribe luego sobre Magallanes y sobre Balzac.
Se termina divorciando y el 13 de marzo de 1938 Alemania se anexiona austria.
Empieza el horror.
Catedráticos de universidad eran obligados a fregar las calles con las manos.
Judíos creyentes de barba blanca eran arrastrados al templo y obligados por mozalvetes vocingleros
a arrodillarse y gritar a coro, Heil Hitler.
Por las calles se cazaba gente inocente como conejos y se los llevaba empujones a los cuarteles
de las esea para que limpiaran las letrinas.
Todo lo que la enfermiza y sordia de fantasía de odio había ideado durante muchas noches
de orgía se desataba a la luta el día.
Stefan Esváez más deprimido que nunca siente deseos de morir.
Cada noche tiene que recurrir a los omníferos.
Visita con frecuencia a Freud por quien siente una profunda admiración.
En una de sus visitas, Esváez lleva con él a Salvador Dalí que también admira a Freud.
Mientras Charlan, Dalí hace un esbozo de Freud pero no se lo enseñan porque el pintor
clarividente ha incluido la muerte en él.
Cada vez llegan más refugiados a Londres.
Cada vez más pobres y angustiados.
Los primeros, los que habían salido de Alemania con más premura aún habían podido salvar
la ropa, las maletas y los enseres de la casa y muchos incluso algún dinero.
Pero cuanto más tiempo habían confiado en Alemania, cuanto más les había costado desprenderse
de su amada patria, más severamente habían sido castigados.
Primero les quitaron la profesión, les prohibieron la entrada en los teatros, en los cines y
museos y a los investigadores el acceso a las bibliotecas.
Seguían allí por fidelidad o por pereza, por cobardía, por orgullo.
Preferían ser humillados en su patria, a humillarse como por dioseros en el extranjero.
En 1 de septiembre de 1939, Stefan Esváez va al registro civil de Baz para comenzar
con los trámites de su boda con la que era su secretaria, Lote.
Alemania acaba de invadir Polonia, dos días después Inglaterra declara la guerra a Alemania.
Esváez consigue la nacionalidad inglesa y unos días después también Lote.
En los últimos años del exilio empieza a escribir sus memorias con la intención de
transmitir un relato de los cuarenta primeros años del siglo XX.
Siente que la muerte se acerca, está convencido de que no va a sobrevivir a la guerra porque
le falta energía.
Solicita un visado a Sudamérica a Vía Nueva York y viaja de nuevo a Brasil, donde solicita
un permiso de residencia.
Termina novela de Ajedrez, su última novela que solo será publicada tras su muerte.
Es una novela magnífica pero terrible que nos habla de la enfermedad mental, de la tortura,
de la supervivencia tras el horror y todo ello a través de la historia de un hombre
que es detenido y encerrado en la soledad más absoluta hasta casi la locura.
Este hombre tendrá solo una novela sobre Ajedrez como única compañía, pero la relectura
una y otra vez de cada partida convierte Ajedrez en una obsesión terrible y peligrosa.
En esta escena que les vamos a contar, en un tras Atlántico se celebra una partida de
Ajedrez entre el campeón del mundo, Chentovic y un hombre que le ha retado cuando de pronto
interviene nuestro protagonista, una aparición inquietante que lo cambia todo.
Yama Konor había cogido el peón para llevarlo hasta la última casilla cuando se sintió
de pronto sujetado bruscamente por el brazo y alguien le dijo en voz baja, pero enérgica,
pues el amor de Dios no haga eso.
Todos volvimos la cabeza instintivamente, era un señor de unos 45 años, terrostro enjuto
y facciones marcadas que ya antes había llamado mi atención en cubierta por su notable
falidez, casi como de yeso, debía de haberse acercado a nosotros en los últimos minutos
cuando teníamos toda nuestra atención puesta en la resolución de aquel problema.
Todos le miran y el hombre entonces explica lo que ocurrirá si hacen ese movimiento.
Chentovic contraatacará continuación con el alfile, ellos retirarán el caballo, pero
él avanzará con su peón libre amenazando a la torre y al cabo de 9 o 10 movimientos
habrán perdido la partida.
Y les dice que es la misma situación táctica que Alekín introdujo por primera vez ante
Bojuov en el Gran Torneo de Cristiana en 1922.
Todos se quedan de piedra.
Para poder prever un jaque mate con 9 jugadas de antelación tiene que ser un profesional
de primera.
Le preguntan qué hacer y el hombre les marca la jugada y las siguientes.
La precisión de sus cálculos es tan desconcertante como su rapidez, como si estuviera leyendo
los movimientos en un libro abierto.
Chentovic se acerca la mesa y mueve exactamente como ha pronosticado el desconocido que sigue
dándoles consejos y marcándoles jugadas.
Todo cuanto decía no sonaba chino, pero Maconor fascinado, obedecioso sin pensárselo dos
veces.
Volvimos a repiquetear en el vaso para llamar a Chentovic.
Por primera vez no se decidió de inmediato, se quedó mirando el tablero con gran atención
y por fin ejecutó exactamente la jugada que nos había anunciado el desconocido.
Sin embargo, cuando ya se disponía a retirarse a su lugar, ocurrió algo nuevo e inesperado.
Chentovic alzó la vista y pasó revista en nuestras filas.
Se notaba claramente que quería averiguar quién le ofrecía de repente tantena resistencia.
A partir de aquel momento la excitación del grupo se desborda, la idea de que pueden
quebrar la fría arrogancia de Chentovic a servir la sangre de todos, el campeón que
hasta aquel momento ha jugado siempre de pie, duda, no se acaba de decidir y finalmente
opta por tomar asiento, le han obligado a situarse cuanto menos en el espacio al mismo
nivel.
Ahora, Chentovic reflexiona largamente con los ojos inmóviles clavados en el tablero,
con el esfuerzo de la reflexión se le va abriendo poco a poco la boca lo que le confiere
a su rostro, redondeado una expresión un tanto simplona.
Las jugadas siguientes consisten en un tira y afloja entre los dos y al cabo de unas siete
jugadas, Chentovic levanta la vista y después de pensárselo mucho ofrece tablas.
Durante un instante reino un silencio absoluto, se halló de pronto el rumor de las olas y
las notas de una música de jazz en la radio del salón, percibimos con claridad cada paso
en cubierta y el tenue susurro del viento que penetraba por las rendijas de las ventanas.
Todo había sucedido de manera tan repentina que nos habíamos quedado sin aliento, confundidos
ante la proeza inverosímil de aquel desconocido que había sido capaz de imponer su voluntad
al campeón del mundo en una partida ya medio perdida.
Chentovic pregunta con displicencia si desean una tercera partida y lo curioso es que no
mira a Maconore sino al Salvador con una mirada penetrante y directa, pero es Maconore quien
contesta que la partida deberá ser contra el forastero.
Entonces el hombre se sobresalta y tarta mudeando, visiblemente cohibido dice que no, que no cuenten
con él que hace 25 años que no se ha sentado frente a un tablero de ajedrez y abandona
la sala toda prisa.
Chentovic les dice que si desean jugar otra partida, a partir de las tres del día siguiente
le tendrán a su disposición.
La idea de ganar al campeón del mundo les parece fascinante.
Y a ello se añadía el encanto del misterio que manaba de la inesperada intervención
de nuestro Salvador precisamente en el momento crítico y el contraste entre su modestía
casi temerosa y la imperturbable arrogancia del profesional.
¿Quién era aquel desconocido?
Estábamos asistiendo por ventura a la epifanía de un nuevo genio de la ajedrez o es que algún
campeón famoso nos ocultaba su nombre por algún motivo difícil de adivinar.
Averiguan por un camarero que el desconocido es austriaco y por eso es nuestro narrador
quien se encarga como compatriota suyo de hablar con él.
Le encuentra leyendo sentado en una tumbona en la cubierta de paseo.
Le llama la atención la extrema palidez otra vez de aquel rostro relativamente joven cuyas
sienes ciñen unos cabellos de deslumbrante blancura como si hubiera envejecido de golpe.
Se levanta cortesmente y se presenta el señor B.
Se queda desconcertado cuando le pide que juegue esa nueva partida.
No sospechaba que la persona quien había mantenido a Raya fuese todo un campeón del mundo.
Tras un titubeo prolongado el señor B se declara finalmente dispuesto a jugar aquella
partida aunque no tiene excesivas esperanzas porque no sabe si es capaz de jugar como es
debido una partida de ajedrez siguiendo todas las reglas del juego.
Que si me he ocupado de la ajedrez, válgame Dios, ya lo creo.
Pero ocurrió en unas circunstancias muy particulares pues no decir únicas.
Se trata de una historia bien complicada y que por otra parte no puede dejar de ser
considerada como una pequeña contribución a esta encantadora época en que vivimos.
Si tiene usted la paciencia de dedicarme y ahora escucharme.
Estefan Svaj, en su último viaje a Nueva York, se pone como objetivo concluir sus memorias
con un ritmo de trabajo agotador, jornadas de 10 horas diarias durante 3 meses.
Trabaja sin notas solo con su memoria, durante esas semanas atraviesa su más grave depresión
pero realiza a la hazaña describir los 400 folios de esa maravilla que todo el mundo
debería leer que se titula El mundo de ayer.
Jamás me he dado tanta importancia como para sentir la tentación de contar a otros la
historia de mi vida. Han tenido que pasar muchas cosas, acontecimientos, catástrofes
y pruebas, muchísimas más de lo que suele corresponderle a una misma generación para
que yo encontrara valor suficiente como para concebir un libro que tenga a mi propio yo
como protagonista. O mejor dicho, como centro.
Porque aún siendo una autobiografía hay pocas referencias a detalles personales. Se nos
presenta más como un testigo que como un protagonista y se propone describir los hechos
con sinceridad e imparcialidad. Lo hace casi como una obligación moral o una necesidad.
Cada uno de nosotros, hasta el más pequeño e insignificante, ha visto su más íntima
existencia sacudida por unas convulsiones volcánicas, casi ininterrumpidas, que han
hecho temblar nuestra tierra europea. Y en medio de esa multitud infinita, no puedo atribuirme
más protagonismo que el de haberme encontrado como austríaco, judío, escritor, humanista
y pacifista. Precisamente allí donde los seismos han causado daños más devastadores.
Stefan Speig recibe, con frecuencia, la visita de un amigo, Fulop Miller, que está escribiendo
un libro sobre la muerte voluntaria. En el curso de sus conversaciones, Speig pregunta
a su interlocutor sobre las diferentes sustancias y dosis que se pueden usar para poner punto
final a una vida. Antes de regresar a Brasil, invita a 300 personas a un cóctel de despedida
en Nueva York. Es su despedida del mundo. La víspera se despide de Frederique, siendo
consciente de que la ve por última vez. En Brasil busca un lugar tranquilo y apacible.
A 60 kilómetros de río, en Petrópolis, encuentra un chalet en un ambiente de paraíso tropical.
Arregla sus asuntos, escribe a amigos, redacta su testamento, ordena meticulosamente los
manuscritos sin publicar. Y el sábado, 21 de febrero, la noche antes de morir, Lotte
y Stefan cenan con un amigo que comentará luego que los vio tan amables como siempre.
El 23 de febrero, un criado encuentra los cuerpos sin vida tendidos sobre la cama. Speig
meticulosamente vestido con traje y corbata, Lotte con un kimono recostada sobre él. Ambos
han ingerido barbitúricos la noche anterior. El informe del forense revela que él se suicidó
primero y ella unas horas más tarde. Speig escribió un último texto, una carta de
despedida en alemán, aunque la tituló de Clara Sao.
Antes de que yo, por libre voluntad y en plena posesión de mis sentidos, abandone la vida,
me siento obligado a cumplir un último deber. Agradecer desde lo más íntimo a este maravilloso
país, Brasil, que nos haya ofrecido a mí y a mi obra un lugar tan magnífico y acogedor.
Cada día pasado aquí ha contribuido a querer más a este país. En ningún otro lugar hubiera
deseado reconstruir mi vida de nuevo, después de que el mundo de mi propio idioma se derrumbó
y mi hogar espiritual, Europa, se autodestruyó. Pero tras cumplir los 60 hacen falta muchas
fuerzas para comenzar totalmente de nuevo, y las mías están agotadas por tantos años
de errar sin patria. Por eso considero mejor cerrar a su debido tiempo y con actitud erguida
una vida en la que el trabajo intelectual y la libertad personal me han dado las mayores
alegrías y me parecen el más alto bien de esta tierra.
Saludo a todos mis amigos, ojalá lleguen a ver la aurora tras esta larga noche. Yo excesivamente
impaciente, me adelanto a todos ellos.
Y hasta aquí este un autor en una hora que hemos dedicado a Stefan Svajj. Gracias por
estar ahí y gracias por leer. Un autor en una hora, en la cadena ser.
Un programa escrito y dirigido por Antonio Martínez Asensio, con las voces de Eugenio
Barona, Íñigo Álvarez de Lara y Marisol Navajo, y la colaboración de Olga Hernan
Gómez, diseño sonoro de Mariano Revilla, edición y montaje de sonido de Borja González,
redacción Laura Martínez Pérez y en las redes Virginia Díaz Pacheco.
Este es el canal de subtítulos en español de la Iglesia de Jesucristo de los Últimos días.
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a todos los que están en el mundo y a todos los que están en el mundo y a todos los que están en el mundo y a todos los que están en el mundo y a todos los que están en el mundo y a todos los que están en el mundo y a todos los que están en el mundo y a todos los que están en el mundo y a todos los que están en el mundo y a todos los que están en el mundo y a todos los que están en el mundo y a todos los que están en el mundo y a todos los que están en el mundo y a todos los que están en el mundo y a todos los que están en el mundo y a todos los que están en el mundo y a todos los que están en el mundo y a todos los que están en el mundo y a todos los que están en el mundo y a todos los que están en el mundo
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Stefan Zweig (Viena, 1881-Petrópolis, Brasil, 1942) fue un escritor enormemente popular, ensayista, poeta, biógrafo y novelista. Es el autor de 'Veinticuatro horas en la vida de una mujer', 'Carta de una desconocida', 'Novela de ajedrez' o 'Miedo', entre otras. 'El mundo de ayer' es su autobiografía.