Un Libro Una Hora: Un autor en una hora | Carmen Martín Gaite
Cadena SER 7/1/23 - Episode Page - 54m - PDF Transcript
Un autor en una hora Con Antonio Martínez Asensio
Bienvenidos a Un Autor en una Hora, donde vamos a contarles la vida de un autor esencial
de la literatura a través de sus obras. Hoy les vamos a contar Carmen Martíngaite.
Carmen Martíngaite es una de las escritoras más importantes y galardonadas de nuestra
literatura. Tiene una obra literaria extraordinaria, de una calidad brutal, innovadora y rica,
profunda, que fue creciendo con el tiempo. Hay que leer a Carmen Martíngaite empezar
por el principio y recorrerla. María del Carmen de la Concepción Martíngaite
nace el 8 de diciembre de 1925, en plena dictadura de primo de Ribera, en la Plaza de los Bandos
de Salamanca. Allí vive hasta 1950, cuando el padre es trasladado a Madrid. Esa casa
va a representar a lo largo de toda su vida su infancia, la casa del recuerdo, y tiene
un peso sentimental muy importante, tanto en su vida como en su obra. Se cria en el
seno de una familia mucho más progresista de lo normal dentro de una sociedad muy tradicional.
Los padres no quieren que sus hijas sean educadas en un colegio religioso y reciben
clases de profesores particulares y del propio padre aficionado a la literatura y a la historia,
y que tiene una gran biblioteca. Y ahí en esa biblioteca es donde Carmen descubre a
los grandes literatos como Galdós, Baroja o Clarín. Su madre es de Urense. Su tío
abuelo fundó el Ateneo de Urense y dirigió el periódico El Lorenzano. Su madre es una
mujer muy vitalista y con gran autonomía para la época. Carmen la recuerda leyéndoles
en alto. La lectura está presente desde que es pequeña.
Yo pertene con una generación, tanto en los colegios como en las casas, como luego en
la universidad y con gente amiga. Teníamos muy a gala el leer haciendo las pausas bien,
es decir el ritmo, los silencios. Ahora se lee menos en altavoz porque hay otras muchas
solicitaciones de tipo audiovisual, etcétera. Y en las casas, entonces, oye, en los cafés,
no había televisión. No había televisión. Lo digo para gente que no lo entienda. No
había televisión. Ningún derivado de los posteriores. Entonces, claro, el tiempo, el
libro era como un juguete y como un caramelo que no había que chuparlo demasiado de prisa.
Había que degustarlo y leíamos, nos enseñaron a leer en los sitios con cuidadito.
Carmen está ilusionada por ir al Instituto Escuela de Madrid, pero es imposible con el
estallido de la guerra. En agosto de 1936, además, fusilan al hermano de su padre y la
familia decide aislarse en Salamanca. La casa se convierte en una especie de refugio que
sirve para reforzar los lazos familiares. Carmen estudiaba chillerato en el Instituto
Lucía de Medrano, donde se alumna de dos profesores de una gran talla intelectual,
Rafael Lapesa, nada menos, y Salvador Fernández Ramírez. A ellos les debe su vocación por la
lectura. Con 18 años entra en filosofía y letras en la Facultad de Letras de Salamanca.
Comparte Pupitre con nombres como Agustín García Calvo e Ignacio Aldecoa, que tan
importante será en su vida y en su obra. En la revista universitaria Trabajos y Días publican
sus primeros poemas y relatos bajo el apelativo de Carmiña, como la llamaban en su familia.
Así empieza uno de ellos, historia de un mendigo.
El mendigo llegó a la gran ciudad en una tarde clara y fría, con un zurrón y un perro compañero
de los caminos. El perro no era suyo ni de nadie, y por eso ni siquiera quiso ponerle nombre. Le
llamaba solo perro o perrucho, y el perro atendía a brincos. Tenía los ojos húmedos y cariñosos,
pero el mendigo pensaba, un día se me irá y hará muy bien. Si encuentra un amo rico con derecho
a esclavizarle, ese le pondrá nombre. El perrillo saltaba con el rabo eniesto cuando
entraron en la gran ciudad. El poniente rojo se voleaba sobre unos andamios.
Llega a Madrid con 22 años y se reencuentra con Ignacio Aldecoa, que le presenta a sus
amigos Alfonso Sastre, Jesús Fernández Santos, Josefina Rodríguez, Rafael Sánchez Ferlosio y
Antonio Rodríguez Monino, lo que será más tarde la generación de los 50. Editan revista
española, la primera revista alejada de la subvención oficial, donde se publican muchos
cuentos del grupo madrileño, antes de que se vuelquen en la escritura de sus novelas.
Los miembros de la generación de los 50 son unos pioneros en pleno franquismo. El café
Jijón es muy importante para ellos, su lugar de encuentro y precisamente en 1954 Carmen
Martín Gaite gana el premio Café Jijón con el balneario, es su primer premio literario.
El balneario, como cuenta Luis Alberto de Cuenca, es una historia onírica, cazquiana,
una hermosa fábula de la desolación. Así comienza.
Hemos llegado esta tarde, después de varias horas de autobús. Nos ha avisado el cobrador,
nos ha dicho en voz alta y desde luego, bien intelegible, cuando lleguemos al puente pararemos
para que puedan bajar ustedes. Yo incliné la cabeza fingiendo dormir.
Carlos respondería lo que fuese oportuno. Él se levantaría primero y bajaría las maletas.
Se iría preparando camino de la puerta. Me abriría paso cuidadosamente a lo largo del
pasillo. Pendiente de sujetar el equipaje y de no molestar a los viajeros, se volvería
a mirarme. Cuidado en otro pieces.
Me permite. Me permite. Y yo solo tendría que seguirle, como en un trineo.
Pasa el rato. Carlos está bostezando. Tiene vuelta la cabeza a otro lado, con indiferencia.
La mujer se esfuerza por mantenerse en la misma postura, con la espalda bien pegada al asiento
de cuero y la cabeza inclinada enfocándose en las yemas de los dedos, que están sobando
una llavecita de maletín. Se esfuerza por no ponerse nerviosa, por no gritar que se van
a pasar de aquel puente, por no tirarle a Carlos de la manga para que se vaya preparando. Es
un esfuerzo enorme, como empujar una puerta y resistir la fuerza que hacen del otro lado.
El cobrador se para delante de ellos, les pregunta si no son ellos los que van al basneario recalcando
mucho las palabras. La mujer levanta la cabeza como si saliera a la superficie después de
contener la respiración mucho rato debajo del agua. Se le ha dormido una pierna y le
duele en los codos. Antes de nada miré a Carlos para orientarme,
como cuando se despierta uno y mire al reloj. Y hacía en el asiento de al lado, en una
postura tan inverosímil que no se sabía donde tenía las manos y donde los pies.
Apoyaba un poquito la frente en la ventanilla y miraba fijamente a través del cristal,
con una insultante tranquilidad como si no hubiera oído jamás nada a su alrededor.
Me sentí muy indignada contra él y también contra mí misma, llena de rabia por haber
resistido tan poco tiempo y que ese poco me hubiera aparecido una eternidad.
Rafael Sánchez Ferlosio llama la atención de Carmen y se hacen novios en 1950. Se casan
tres años después, se instalan en un ático de la calle Doctor Esquerdo. Es uno de los
matrimonios más emblemáticos de la literatura española. En una España en la que la mujer
necesitaba la autorización del hombre para todo, ellos dos se reparten las tareas del hogar y tienen
independencia mutua en sus respectivas actividades. En ese tiempo nace su hijo Miguel, que muere
con siete meses. Esta tragedia supone una pausa en la escritura, pero Carmen es una mujer con
mucha determinación y constancia, a pesar de la ansiedad y de todas las angustias que
está viviendo, consigue escribir todos los días y termina Entrevisillos. Lo envía al premio Nadal
sin decirse a su marido, que lo ha ganado dos años antes con el Jarama. Entrevisillos es una
novela compleja que nos habla del aburrimiento y la desilusión de una generación de una ciudad
de provincias. Es aparentemente banal, pero en realidad es triste, profunda y amarga. Esta,
que les vamos a contar es la escena en la que conocemos a Pablo Klein, un profesor que llega
a la ciudad donde vivía de pequeño y de la que se marchó. El instituto que se describe en esta
escena es en el que estudió Carmen en Salamanca. Llegué hacia la mitad de septiembre, después de
un viaje interminable. El tren tuvo dos averías, la segunda, pesada de arreglar. Ya a pocos kilómetros
de la llegada, en medio de unos rastrojos y en ese rato que fue largo, se puso el sol y medio
tiempo a terminarme los pitillos. Había sido una tarde de mucho calor. Pablo Klein sale al pasillo. Los
viajeros aburridos empiezan a bajarse de la vía y se forma desde la máquina a los vagones de primera
una especie de paseo provinciano. Pablo va a donde la máquina a curiosear la avería. Al fin,
arrancan y llegan a su destino. Nadie ha ido a esperar a Pablo a la estación, deja su maleta en
consigna y se mete en un autobús abarrotado. Se duerme y cuando abre los ojos ya se han
bajado todos los viajeros. Se oyen cánticos y campanas. Saca la cabeza por la ventanilla y es que
pasa una procesión. Mujer se enfila con velas encendidas que cantan cada una un poquito más tarde
y levantan un conjunto de voces confusas e incomprensibles. Continúan luego hasta llegar a una
tapia donde le dicen que el instituto es el edificio que está detrás. Pablo atraviesa un puente
debajo del cual pasan las vías del ferrocarril. Entré a un patio grande y absolutamente desnudo
como el de una cárcel. Al fondo unos 100 metros estaba la fachada del instituto. Era de piedra
gris sin ningún letrero ni adorno y tenía solamente tres ventanales uno encima de otro y encima a su vez
de una puerta demasiado pequeña hacia la cual iba avanzando. Todo estaba rinconado en la parte
de la izquierda de tal manera que por el otro lado sobraba mucha pared. Chocaba la desproporción y
la tropezada de aquella fachada que parecía dibujada por la mano de un niño. No había nadie,
grababan en el tejado unos pájaros negros. La puerta está entreabierta y no tiene timbre ni
indicación alguna. Aparece una escalera blanca y una mujer que la está fregando arrodillada en
los primeros peldaños. Pablo empieza a subir la escalera pisando por encima de unos periódicos que
ha puesto en los escalones recién humedecidos. La mujer dice que no hay nadie arriba. Pablo pregunta
si no está allí la residencia y la mujer no sabe de qué residencia le habla. Le dice que venga
mañana. Pablo le pregunta por el director y la mujer le dice que se acaba de morir hace cinco días.
Le da la dirección del director y Pablo se marcha y vuelve a hacer el mismo camino. Está muy fatigado,
necesita encontrar una pensión cualquiera para dormir aquella noche. Durante dos días ni siquiera
retiré el equipaje de la consejna. Dar el carácter de provisionalidad había adquirido mi estancia.
Muerto de un Rafael Dominguez desaparecía el pretexto de mi viaje aunque la verdad es que yo
mismo me daba cuenta paseando por las calles de la ciudad de que en el fondo nunca había pensado
ni aún antes de emprenderlo que pudiera tener el viaje otro sentido ni objeto más que el que
se estaba cumpliendo ahora es decir el de volver a mirar con ojos completamente distintos la ciudad
en la que había vivido de niño y pasearme otra vez por sus calles que sólo fragmentariamente recordaba.
En enero de 1958 se falla el premio y Carmen Martin Gaité gana el Nadal con Entrevisillos.
Eso la reafirma en su decisión de seguir escribiendo. Vive algo inaudito. En dos años su
marido y ella reciben el premio literario más importante de la España de aquella época. Dos
años después publica su segunda colección de cuentos las ataduras y en 1963 publica Ritmo
Lento que es finalista del premio biblioteca breve. Ese año lo gana Mario Vargas Llosa con
la ciudad de los perros. Ritmo Lento es un libro extraordinario que nos habla del frenesí de las
urbes modernas tema que resultaba novedoso en esa España que salía de la larga posguerra. Nos habla
de la oposición entre el individuo y la sociedad y de cómo la sociedad nos cohibe y nos encierra.
Su protagonista David Fuente tiene inteligencia para triunfar en la vida en cualquier actividad que
se proponga pero su escepticismo vital lo incapacita para implicarse en lo que sucede a su alrededor.
Este prólogo con el que arranca la novela es magnífico. Una visita a una casa de noche y una
conversación brutal. Así empieza. Puede dejarnos aquí mismo en la esquina. El taxista rimó a la
cera y paró el contador. Luego miró por el espejito mientras decía en voz alta el precio
marcado. 35 pesetas. El hombre moreno de bigote que en todo el trayecto no había despegado los
labios permanecía inmóvil mirando el barrio a través de la ventanilla. Fue la chica que desde
que mandó parar había adelantado el cuerpo y revolvía en el bolso buscando el monedero
quien pagó con buena propina y se bajó rápidamente la primera. Echanandar, el muchacho propone
esperara a la chica en la puerta o acompañarla pero la chica se niega. Le dice que le espera en un
bar. Discuten. La chica dice que hay que hacerlo hoy que mañana ya no valdrá la pena. Avanza sola.
Pasa por delante de varios chalets. Llega uno de ladrillos rojos. Tras guiñar un poco los ojos
para tisbarlo todo mejor empuja la verja. Un perro ladra dentro del jardín. La muchacha llega
hasta la fachada. Hay en la puerta una placa dorada a la que hacía tiempo que nadie sacaba
abrillo. Doctor Fuente, Medicina General, llama el timbre y espera. Alguien pregunta si es Magda.
La puerta se abrió. A la débil luz de la tardecer que entraba por las ventanas del vestíbulo vio la
figura de la persona que le había hecho aquella pregunta. Se trataba de un hombre alto y delgado
vestido con una bata a cuadros que se encorbaba ligeramente para mirarla a través de sus gafas.
Buenas tardes. ¿David Fuente? La mirada un poco soñolienta del hombre se hizo más concentrada.
¿El padre o el hijo? Preguntó a su vez sin dejar de examinarla.
El padre, contestó ella, el hijo ya sé que no está.
El hombre la hace pasar. Enciende las velas de un candelabro viejo. Se ha ido a la luz.
Entran a una habitación grande empapelada hasta el techo. Hay libros apilados por el
suelo y dos tazas sucias encima de la mesa. Ella le pide perdón por lo inoportuno de la hora y le dice
que solo quería saludarle un momento y le pregunta si es el padre de David. El hombre dice que sí y le
pregunta si le ha visto. La muchacha dice que no. El hombre se va por un café. Ella mira por la ventana.
Dirigió la mirada más abajo, hacia donde se veía una especie de huerta y por fin a la derecha los
cristales de un invernadero. Al toparse con aquel lugar, los ojos de la chica tuvieron un ligero
parpadeo y largo rato se quedaron fijos en él mientras empezaban a cuajarsele de lágrimas que
corrieron luego abundantemente por el rostro. Respiro hondo y echó la cabeza para atrás.
Ya ha vuelto la luz. La chica al advertirlo cierra la ventana y se seca las lágrimas rápidamente.
Se acerca a contemplar un retrato ovalado que hay en la chimenea. Se ve en él a una
señora joven con un niño y una niña. Se asusta. Al sentir a sus espaldas la presencia del señor
fuente que deposita la bandeja del café y le aclara que se milia a su mujer con los chicos.
Una foto de antes de la guerra, de un tiempo que duele de puro inexistente. La chica dice que tenía
ganas de conocerle y deseaba mucho entrar en esa casa, pero que está muy cohibida. El señor
fuente bebe el primer sorbo de café. No parece sentir la menor curiosidad por desvelar el objeto
de aquella visita. El hombre intenta tranquilizarla. Le pregunta si era amiga de David.
No, no lo he dicho. No es cosa fácil ser amiga de David. Por lo menos para mí no lo fue.
Para mí tampoco. Sólo en ese tiempo del bachillerato antes de que muriera mi mujer,
éramos enormemente amigos como le iba diciendo. Recuerdo cuando llamaba a esa puerta. Parece
que le estoy viendo llegar del instituto todavía con el abrigo y los libros. Se sentaba en el sofá y
esperaba. Era yo el que empezaba a hablar por cualquier lado hasta que las preguntas de él
surgían y se enredaban unas con otras. Luego venía mi mujer y nos llamaba para cenar. David se
desesperaba de que no terminásemos nunca nuestras conversaciones. Yo le dije que se tenía que
acostumbrar porque ninguna conversación se completa. Que toda la vida es una conversación
que dura bien poco. Lo que dura el tiempo de un hombre. En 1965 nace su hija Marta y el mismo
año Carmen recibe una beca de la Fundación For para continuar con sus estudios sobre el siglo
18 español que había comenzado en la universidad. En 1969 se publica el proceso de macanaz. Tras
una labor de años, Carmiña describe las circunstancias que condicionaron la personalidad de Melchor,
Rafael de Macanaz y su persecución por parte de la inquisición. Carmen decide que es tiempo de
acabar su doctorado sobre las costumbres amorosas del siglo 18. Dos años después lee su tesis
doctoral que se publicará como Usos Amorosos del 18 en España. En 1970 Carmiña y Rafael se separan.
Carmen se va de casa y se centra en la convivencia con su hija Marta. En 1974 publica Retailas.
Han pasado 11 años desde su última novela. En Retailas, el viaje que realiza un anciano al
paso familiar para morir, acompañada de su nieta Ullalia y la llegada sorpresa de Germán,
el sobrino de Ullalia, producirá durante esa noche un intenso diálogo entre los dos en el que cada
uno reconstruirá y contará que ha sido subida hasta entonces. Este es el prólogo con la llegada al
paso de Germán, escena con la que arranca la novela. A pocos minutos de ocultarse el sol por detrás
de la serranía azulada que flanquea la aldea de N y cada una de cuyas crestas tiene en la toponimia
de aquel míser o lugar un nombre de resonancias a la vez familiares y misteriosas, tres chiquillos,
subidos a un montículo rocoso que se hiergue en las afueras, acababan de ver marcharse la última
rayita incandescente del sol de agosto cuando avistaron aún lejos por el abrupto camino que nace a dos
leguas y media en la cabeza de partido más cercana, un automóvil negro que les pareció de servicio
público y dejaron sus juegos para mirarlo llegar. A la entrada de la aldea el coche se detiene,
los chiquillos llegan sudorosos, el viajero tiene poco más de 20 años, tiene los ojos como de
perro lobo y el pelo liso muy negro, un poco crecido. Le pregunta a uno de los chicos si sabe
dónde está la casa de Louredo, una casa grande con parque, el chaval dice que eso es el paso y le
dice que está como a la carrera de un perro, el viajero se ríe y le invita a subir al coche,
el niño se sube y se va con ellos mientras sus compañeros le miran con envidia. Aquí ya hay que
pararse. El forastero, que había hecho además el trayecto con los ojos fijos en el cogote del
chofer y sumido de improviso en un silencio que le hacía parecer ausente y preocupado,
no sabía si habían atravesado ya el pueblo o no y se lo preguntó al niño como si saliera de un sueño.
El niño le contestó que sí y que allí mismo era la fuente y que no podían pasar más allá,
que ya sólo había cañadas para carros y bestias. El chico dice que la verja de la casa es esa
grande que se ve, que tiene como unas piñas de hierro. Se bajan del coche, ya atardecido,
sólo se oye el agua cayendo al pilón y un lejano croar de ranas. Al lado de una fuente
hay una mujer muy quieta, en la fuente hay una placa con un nombre y el chico explica que el nombre
corresponde al marido de la señora muy vieja que han traído ayer en la ambulancia. El forastero
pregunta al chico si sabe a qué hora llegaron y el chico contesta que sobre esta hora y añade que
la vieja morirá esa madrugada y que la más joven ha reñido con el cura porque no quiere curas
ni visitas, así que a él no le van a dejar entrar. La verja era pesada de empujar y chirriaba,
la cerró detrás de sí y seguido por la mirada melancólica del chico que se había quedado con
la frente pegada a unos hierros en forma de pánpano, se alejó a paso vivo hasta ser un punto
imperceptible por el largo sendero de arena, ya muy ensombrecido, que entre árboles antiguos conduce
a la vieja casa del obredo. En 1976 Carmen Martin Geith publica fragmentos de interior,
tanto en esta novela como en retailas está muy presente lo que supone la separación de una
pareja por muy amistosa que sea. En fragmentos de interior Carmen Martin Geith realiza un
perfecto análisis de una familia de clase media en el Madrid de los años 70 con sus
relaciones entre sí y de los problemas que cada uno de ellos oculta, la actitud contestataria de
los hijos, la frustración sentimental y profesional de sus padres o el desengaño amoroso de Luisa,
la nueva criada. Y hay una cosa maravillosa en esta novela que es la búsqueda de la amistad de
sus personajes y es que la amistad siempre está muy presente en la obra de Carmen Martin Geith.
Los dos ochos del anuncio giraban velozmente en sentido contrario, uno amarillo y otro azul.
Hasta que se apagaban y se encendía la botella, aquel fluir movedizo de los colores producía
desasosiego. Gloria aplastó el pitillo contra el cenicero que estaba en la alfombra a los pies
del sofá y se quedó con el brazo colgando. La luz de la fachada de enfrente se cuela por las cortinas
de gasa. Gloria se levanta haciendo un esfuerzo, abre las puertas correras que comunican con el
dormitorio, se quita el vestido y se tumba a tientas sobre una de las dos camas. Hay una
pila de libros en la mesilla, ojea distraídamente los lomos, coge al azar uno y lo abre. Es un
libro de sociología. Hay un nombre escrito a mano, Isabel Alvar. A Gloria siempre le ha dado
envidia la letra de Isabel. Deja el libro, levanta una de sus piernas desnudas y se pone a mirársela
con complacencia desde el pie rematado por uñas pulidas y primorosas al muslo terso y suave que
conserva el moreno de las playas de Ibiza. De pronto se sintió mirada desde el umbral y se
sobrecogió. No había cerrado las puertas correderas. Y cuando rectificando su postura y volviéndose
hacia allí, sus ojos se encontraron con los de pura, la criada silenciosa cuya silueta se le
aparecía por todos los rincones y cuyos servicios habían llegado a hacerse le tan imprescindibles
como desagradables sus reticencias, experimentó una mezcla de irritación y alivio al acordarse de
que ya no iba a tener que soportarla por mucho tiempo. Un día más, a lo sumo. Se la imagina
recogiendo sus cosas con aquellos gestos dignos y pulcros de castellana sobria, eleccionando a la
chica nueva, pasando por última vez sus manos expertas sobre las sábanas muebles y bajilla de la
casa, despidiéndose con frases distantes, cogiendo por fin la maleta. Gloria recuerda a la escena de
Por la Mañana cuando sorprendido a Diego urgando en los papeles de su cajoncito. Pura seguía mirándola
sin moverse, detallando con descarada libertad las líneas de aquel cuerpo semidesnudo. Se apoyaba
ligeramente contra el quicio de la puerta y no había el menor asombro ni servilismo en su actitud.
Daba simplemente la impresión de estar a la espera, asistiendo al proceso de aquellos pensamientos
alborotados y fugaces que parecía penetrar y cuyo desenlace acechaba impasible. Gloria se incorpora
sobre el codo con Ademán Airado y le pregunta a Pura qué está haciendo ahí. Pura le contesta que
está esperando a que le dé permiso para pasar. A lo que Gloria contesta que no sabe cuándo ha
necesitado ella permiso para somar por las habitaciones cuando menos espera. Pura entra
pausadamente, cierra el armario de luna que está abierto de parenpar y recoge unas prendas de
ropa tiradas por el suelo. Luego se dirige a la cama vacía, retira la colcha y se pone a doblarla
con cuidado. Le alarga a Gloria una bata marroquí con botoncitos chicos. Gloria se sienta en la
cama para ponerse la mientras pregunta quién hay en casa. Pura contesta que están Isabel y su
hermano con otro amigo, uno que no ha ido mucho por allí y que tiene barba. Se puso de pie y empezó
a brocharse los botoncitos de la bata. Sonrió al recordar una frase de Pablo Valladares. Oye,
esa bata debe ser un tormento para tus amantes. Le gustaba toparse con recuerdos gratos y disipadores
que le hicieran olvidar que en el mundo se escriben libros de sociología. No pensaba preguntar nada más.
En 1978 los padres de Carmen Martinga y te mueren en dos meses, el padre en octubre y la madre en
diciembre. Ella habla de la pérdida de su madre como de algo que no ha superado nunca. Ese mismo año
gana el Premio Nacional de Literatura en 1978 con el cuarto de atrás. Su novela seguramente más
incontestable donde revive su infancia y su habitación. También es una reflexión sobre el
propio quehacer literario. Y como lo cuenta, en una noche de insomnio y de tormenta recibe la visita
de un desconocido vestido de negro, cuya identidad permanece siempre ambigua. Su conversación con él
está llena de reflexiones sobre los sueños, el amor y la memoria. Siempre conversaciones, memoria y
noche. El cuarto de atrás es una delicia. Este es el momento del segundo capítulo cuando llega
el hombre de negro. Me despierta el sonido del teléfono, lo cojo atienta, sobresaltada,
sin saber desde dónde. Y una voz masculina desconocida pronuncia mi nombre y mis apellidos
con un tono seguro en el que se transluce cierto enojo. Doy la luz. Sí, soy yo, pero ¿qué pasa?
Y mientras le oigo decir que ha estado llamando a la puerta mucho rato y que ahora me telefonea
desde el bar de abajo, comprobo que estoy acostada en la cama grande y que al dar la luz he tirado
un vaso de agua que había en la mesilla y el emboso de la sábana se ha empapado.
Son las 12 y media, la hora que le ha marcado a ella para la entrevista, pero ella no sabe de
qué entrevista se trata. El hombre tiene una voz dominante, dice que si lo prefiere se va y vuelve
otro día, pero ella dice que no, que está completamente despierta, que en el cuarto de atrás
se oye mal el timbre, pero que suba cuando quiera. El hombre dice que no ve al sereno y está lloviendo
mucho. Ella dice que baja abrirle. Me quito el pijama a toda prisa, me enfiro unos pantalones,
una camiseta, las sandalias, cojo las llaves, atravieso el cuarto de estar. Al llegar a la
puerta que sale al pasillo, cubierta a medias con una cortina roja, me detengo unos instantes antes
de dar la luz, con el presentimiento de que va a parecer una cucaracha. Y efectivamente,
ahí está, desmesurada y totalmente inmóvil, destacando en el centro de una de las baldosas
blancas como segura de ocupar el casillero que le pertenece. La mujer echa a correr y la cucaracha
le sigue con un tambaleo sinuoso. Apoiada a oscuras contra la pared, junto al hueco del ascensor,
procura tranquilizarse y esperar a que su respiración se normalice. La escalera se ilumina
de repente. El ascensor empieza a subir. Separa y un hombre vestido de negro sale y se queda mirando
a la mujer de frente. Es alto. Lleva la cabeza cubierta con un sombrero de grandes alas,
negro también. Dice que por fin apareció el sereno y le tiende una mano grande y delgada,
un poco fría. Hemos llegado al cuarto de estar. Aparto la cortina, le dejo pasar delante y
guardamos silencio. La puerta que comunica con mi alcoba, cubierta a medias por una cortina igual,
ha quedado entreabierta. El hombre, lo comprueba con cierta inquietud, se dirige hacia ese punto y
se queda mirando un cuadro que hay en la pared, junto a la entrada al dormitorio.
El hombre deja el sombrero como un pisapapeles provisional sobre unos folios que hay junto
a la máquina de escribir. Todos sus admanes parecen de cámara lenta. Se sienta sin que la
mujer le invite hacerlo en el rincón de la izquierda del sofá. Ella se queda en pie junto
a la mesa donde acaba de posar el sombrero. Empieza a hablar de las obras de ella. Tras una
sensación de inquietud y de duda, el hombre le pide que se siente con él.
Obedezco maquinalmente, sumida aún en mis conjeturas, que se desilvanan a medida que me alejo de la mesa.
Quizá todo consiste en perder el hilo y que reaparezca cuando le dé la gana. Yo siempre he tenido
demasiado miedo a perder el hilo. Llego y me siento a su lado. El trayecto se me ha hecho largo,
como si lo recorriera entre obstáculos. En 1979, Carmen Martin Gaites, invitada a Estados Unidos
por el profesor Manuel Durán para el Congreso de Literatura Española Contemporánea, que se celebrará
en Yale. A partir de aquí establece unos lazos muy potentes con la ciudad de Nueva York. En los
siguientes años pasa casi un año y medio viviendo, trabajando y viajando por Estados Unidos.
Alterna ambientes urbanos y rurales. La universidad americana significa el primer reconocimiento
académico de su obra, además de fama, dinero y un cuarto propio. Aunque nunca se planteó vivir en
Estados Unidos, era un lugar de trabajo, no de placer. La relación con su hija Marta en esos
momentos se nutre de largas conversaciones telefónicas y de cartas. En España ha estallado la movida.
En 1985, a Marta le diagnostican sida. Fallece muy poco tiempo después, tras una neumonía.
En 1988, Carmen Martin Gaites gana el premio Príncipe de Asturias de las Letras. Vuelve a la
ficción en 1990, 12 años después de su última novela, con un cuento sobre una niña de Brooklyn,
Caperucita en Manhattan. En esta escena es cuando conocemos a Miss Lunatic, un personaje maravilloso
e inolvidable. Cuando oscurecía y empezaban a encenderse los letreros luminosos en lo alto
de los edificios, se veía pasear por las calles y plazas de Manhattan a una mujer muy vieja,
vestida de arapos y cubierta con un sombrero de grandes alas que le tapaba casi enteramente el
rostro. La cabellera, muy abundante y blanca como la nieve, le colgaba por la espalda, unas veces
flotando al aire y otra recogida en una gruesa trenza que le llegaba a la cintura. Arrastraba
un cochecito de niño vacío. Sabía leer el porvenir en la palma de la mano, siempre lleva en la
faltriquera frasquitos con un cuentos que sirven para aliviar dolores diversos y merodea por los
lugares donde están a punto de producir incendios, suicidios, derrumbamientos de paredes, accidentes
de coche o peleas. Hay quien asegura haberla visto la misma noche en la misma hora, circulando por
barrios tan distantes como el Bronx y el Village, y metida en el escenario de dos conflictos diferentes.
Es la famosa Miss Lunatic. Sus extravagancias le han hecho alcanzar una popularidad rayana en la leyenda.
No tiene familia ni residencia conocida. Era muy amiga de los bomberos. A veces, aunque era
perfectamente ilegal, se le había visto montada con ellos en el veloz coche reluciente y rojo,
a cuyo paso todos los demás se apartan. Lo que más le gustaba era que la dejaran ir tirando del
cordón de la campana niquelada. Al son de aquel tintineo, las mejillas apergaminadas de Miss Lunatic
se coloreaban de emoción y alegría bajo el ala de su gran sombrero. Pero las zonas que frecuentan
de forma más asidua son las habitadas por gente marginal y su vocación preferida, la de tratar de
inyectar fe a los desesperados, ayudarles a encontrar la raíz de su malestar y hacer las paces con sus
enemigos. Si le preguntan dónde vive, dice que de día dentro de la Estatua de la Libertad en estado
de letargo y de noche, pues por ahí, haciendo compañía a los solitarios como ella. Confiesa
tener 175 años. Un veterano comisario del distrito de Harlem le ofrece contratarla y pagarle un sueldo,
pero ella dice que no, que no quiere dinero porque se ha convertido en meta y nos impide
disfrutar del camino por donde vamos andando. Cuando el comisario le dice que el dinero es
necesario para vivir, ella le pregunta a qué llama vivir. Para mí vivir es no tener prisa,
contemplar las cosas, prestar oído a las cuitas ajenas, sentir curiosidad y compasión,
no decir mentiras, compartir con los vivos un vaso de vino o un trozo de pan, acordarse con
orgullo de la lección de los muertos, no permitir que nos humillen o nos engañen. Vivir es saber
estar solo para aprender a estar en compañía y vivir es explicarse y llorar y vivir es reírse.
Para Carmen Martín Gaite, la imaginación fue la única libertad, la única posibilidad de
remodelar la derrota, el antídoto contra el miedo. Rescribir el clásico de Charles Pegaule fue una
manera de sobrellevar el duelo tras la muerte de Marta. Dos años después, fruto de un lazo muy
fuerte con su nueva editorial, la anagrama y con su editor, Jorge Raldi, publica la que seguramente
es la más leída de sus novelas, nubosidad variable, una delicia de principio a fin, un
reencuentro de dos amigas en el que se van contando sus vidas, en el que recuperan su relación,
una escribiendo un cuaderno y la otra escribiendo le cartas, cuidándose ambas, abrigándose mutuamente.
Ayer, después de casi dos meses de tiempo inseguro y chaparrones intermitentes, que según
parece han sido agua bendita para el campo, estalló por fin la primavera y la sentí buliendo
provocativa a través de los cristales de la ventana. Fue la sombra fugaz de una paloma,
la que reveló al desaparecer ese raudal de luz que todo lo invadía con el asalto de su llamada,
un tirón anacrónico hacia aventuras ya imposibles. Me acordé de que había soñado con Mariana León.
Eduardo, su marido, ya se ha levantado, sale vestido del cuarto de baño y al rodear la cama
para abrir un cajón de la cómoda, a Sofía le parece un extraño. Al cruzarse sus miradas,
la de Sofía debe acusar aquella impresión porque él se queda intimidado, como siempre que no
encuentra el reflejo incondicional que precisa para refrendar su nueva imagen. Últimamente se
compra mucha ropa entre lujosa e informal, va a la sauna y se peina con gomina. Separa junto a la
cama y mira el cenicero lleno de colillas, la ropa de su mujer en desorden sobre la butaquita y un
libro tirado en el suelo. Le dice que esa noche no tiene más remedio que ir a una exposición de
pintura que inaugura su amigo Gregorio Termes. La conversación entre ellos se mueve entre la
incomodidad de él que ya no se esfuerza por nada y el aburrimiento de ella. De pronto Eduardo le
pregunta si se anima a ir y añade que se ponga guapa y que no vaya disfrazada de por diosera.
Sentía una extraña sacudida y nuestros ojos se encontraron un segundo, como pájaros asustados.
Los suyos más precavidos levantaron el vuelo inmediatamente.
Ir de por diosera es una frase correspondiente a lo que llama Natalia Ginsburg léxico familiar.
Fue acuñada por el mismo Eduardo y en su versión primera de hace unos 30 años ir de por diosera
equivalía actitud independiente. No tenía la menor connotación peyorativa, todo lo contrario.
Pero Sofía aún así no va disfrazada de por diosera. Lo que no podía haberse imaginado es que allí
va a encontrarse después de mil años con la que fue su gran amiga, con la que ha soñado esa
noche con Mariana León en persona o en personaje. Y en el siguiente capítulo Carmen
Martinga y te cuenta cómo es Mariana quien escribe a Sofía. Madrid 30 de abril noche.
Querida Sofía a pesar de los años que hace que no te escribe una carta no he olvidado el ritual a
que siempre nos ateníamos. Lo primero de todo, ponerse en postura cómoda y elegir un rincón grato.
Ya sea local cerrado o al aire libre. Luego, dar noticia un poco detallada de ese lugar.
Y así entre cuadernos y cartas se va tejiendo esta maravillosa novela
desde el momento en que sus dos protagonistas se encuentran. En 1994 dos años después
Carmen Martinga y te publica una novela que quedó paralizada como tantas cosas con la muerte de su hija.
Una novela, una fábula, una vez más sobre la memoria y la potencia del recuerdo. Ella misma nos
explicaba así lo que le ocurre al protagonista. Descubre que cuando te metes en una habitación
y estás mes y medio con papeles y con cosas pues es como coger el toro por los cuernos y no
solo son sus propios papeles sino también papeles de su familia. Es decir, los padres han muerto al
empezar más o menos la novela y él vuelve a la casa familiar después de un tiempo de haber
estado fuera de ella y esta recuperación de la memoria se va haciendo precisamente por
papeles y cartas de familia también. Es decir, son textos sobre textos y también pasándose en
el recuerdo del cuento de Andersen que le había gustado tanto de niño, la reina de las nieves.
El cual, como todos sabemos, es la peripecia de un niño a quien se le ha vencido un cristalito en
el ojo, le ha raptado la reina de las nieves y ha perdido la sensación de memoria y la sensación
de identidad. Ha perdido en el fondo su identidad. Por esas fechas conoce Ángeles Solsona que se
convertirá además de su principal apoyo en su secretario. Carmen escribe ensayo si se dedica
a la traducción. Entre otras obras traduce una pena en observación. Esa obra maestra de C.S.
Luis y uno de los libros más tristes que me he leído, donde se pregunta qué es el dolor y la
perdida. Carmen realiza el duelo a través de la literatura. Se refugian la escritura en la soledad.
El presigio de Carmen es tan grande que copa las listas de los libros más vendidos, algo que también
consigue con lo raro es vivir en 1997. En lo raro es vivir nos habla del amor y de la muerte,
porque su protagonista se ve arrastrada tras la muerte de su madre a enfrentarse a las heridas
del pasado, a la set del presente, a la curiosidad ante lo inexplicable, a la extrañeza de seguir
viva. Esta escena con la que empieza la novela es brutal. Ella va a ver a su abuelo que no la
recuerda y el director de la residencia le hace una extraña propuesta. Hay veces en que lo normal
pasa extraordinario así por las buenas y lo notamos sin saber cómo. De entre la sucesión no
contabilizada de gestos, movimientos y vislumbres que van engrosando la masa amorfa de lo cotidiano,
se separa de los demás uno de ellos. Aparentemente insignificante y salta como la nota discorde
de un pentagrama. Se queda resonando por el aire consumbido de Moscardón. ¿Qué pasa? ¿Ha habido
una avería o esto significa el comienzo de algo nuevo? ¿Nos miramos las manos, las rodillas? ¿Qué
es lo que se ha transformado? ¿Hacia dónde enfocar la atención? No sé. ¿Y sobreviene el miedo o la
parálisis? Ese es el sobresalto que ataca Agueda por la espalda el 30 de junio de hace dos años,
cuando acaba de aparcar el coche. De repente está tensa y asustada, avanza pisando con
cuidado la grabilla hacia la fachada que no conoce por un jardín más bien escuálido. Está en la
residencia donde vive su abuelo. Se estremece al entrar. En el mostrador pregunta por él,
Tom Basilio Luego, y le dicen que tiene que esperar, que la esperaban por la mañana. Al fin viene a
buscarla un hombre que lo primero que le dice es que se parece muchísimo a su madre. Y luego le da
el pésame por su muerte y se mete en una conversación sobre cómo se llevaba con su madre, que Agueda no
le apetece y hace que se ponga a borde y se siente incómoda. Agueda pregunta por su abuelo y el hombre
le dice que apenas sale de su cuarto a no ser ya muy de noche a hablar con las estrellas,
que en general lleva una vida aparte. ¿Sabe mi abuelo que he venido a visitarlo? Pregunte. ¿O no se lo
ha dicho usted todavía? No, de eso quería hablarle precisamente. Ni se lo he dicho ni voy a decírselo.
Creé que es ella quien tiene que venir, es a ella quien está esperando. La habitación empezó a
girar hacia una órbita desconocida. Agueda empieza a encontrarse mal, ve un planeta girando en torno
a ella de cristal, se escurre hasta la alfombra y se desvanece. Luego, casi enseguida, están sentados
uno junto a otro en el sofá y él le toma el pulso. El hombre le pregunta si quiere que sigan
hablando de su abuelo, ella dice que sí. Entonces el hombre le cuenta que el abuelo no sabe que su
hija ha muerto y que lo raro es que en esas ocho semanas en las que nadie le ha llamado ni ha ido a
verle, él tampoco ha preguntado a nada. No pregunta por ella ni la nombre. Y le cuenta que su madre venía
a visitarlo una o dos veces al mes, aunque nunca andía fijo y que esas visitas no tenían nada que
ver con las que otros parientes hacen a sus mayores, que se notaba, que eran placenteras,
que el abuelo disfrutaba. Ahora me estaba mirando con la ceja izquierda levemente alzada. Era un gesto
de complicidad, un ruego de adquistencia. Supe que la estaba viendo a ella, dirigiéndose a ella como
poco antes dentro del planeta de cristal. La daba por reaparecida. Aparte los ojos con un breve
sobresalto. ¿Me está proponiendo que la suplante? Pregunte. Y el hombre contesta que solo le gustaría
saber si está dispuesta o no a colaborar con él, que depende de su templo y de su capacidad para
apuntarse a los juegos peligrosos. Es a ella quien le toca mover ficha o levantarse de la mesa.
Agueda dice que lleva mucho tiempo sin jugar a nada y le pregunta qué hay que hacer. Aquel día
Agueda no ve a su abuelo. El hombre alto dice que ya están sentadas las bases del juego pero que es
mejor darse una tregua para hacer las cosas con desahogo, esperar la ocasión propicia. Al despedirse
le ves a la mano. Dice que su madre le gustaba. Ya había nochecido y teníamos los nubarrones encima.
Crucé la gravilla sin volver la cabeza y cuando arranqué él ya no estaba. Poco antes de llegar a
Madrid por la cuesta de las perdices estalló la tormenta. Abrí las ventanillas del coche para
que entrara el olor a tierra mojada. El año siguiente Carmen Martingait te publica Ilse de casa. Cuenta
la historia de Amparo Miranda, una exitosa diseñadora de modas con sede en Nueva York que
vuelve a la ciudad de provincias que abandonó 40 años atrás. Quiere pasar desapercibida, mirar e
intentar recomponer sus recuerdos. Esta novela es como una vuelta a entrevisillos en la madurez.
Es difícil proponerles una escena porque precisamente esta novela es como un cuadro del bosco
donde al final lo importante es la visión del conjunto pero es seleccionado la escena en la
que ella se despierta de nuevo en su ciudad. Tal vez fuera domingo pero era muy grato no sentirse en
la obligación de comprobarlo ni de investigar el desacuerdo entre la hora que marcaba su
longines rodeado de brillantes diminutos y la luz que tenía de color melocotón un equipaje a medio
deshacer. Tampoco se acopla con su respiración pausada y silenciosa aquella algarabía de pájaros que
entra en la habitación por alguna ranura invisible. Tantea delicadamente con los dedos la zona
escondida entre el pelo por detrás de la oreja. Apenas se nota ya la cicatriz. Luego los mismos
dedos se desplazan en una caricia que sube del cuello hasta la comisura de los labios y se demora más
tarde en las ojeras que ya no tienen hinchazón. Desde niña había aprendido a cariciarse sola,
decían que era pecado pero limpia no. Con ella podía hablar de los placeres solitarios del cuerpo.
Los chicos también lo hacen le decía y aparece alguna siesta antigua en que aprendían las dos
juntas. Entra la escena por la ventana con el pier de los pájaros sin ningún asomo de remordimiento.
No tiene prisa se estira y explora con las piernas el terreno amplio de la cama es un alivio no tener
que enseñarle la ciudad a Ralph tan insafiable en sus preguntas tan entusiasta tan agotador no le
echa de menos pero esto es un homenaje a su memoria como la reciente operación estética. Al llegar
pidió que no la avisaran bajo ningún pretexto y que les hubieran fruta ni para arreglar el cuarto.
Necesitaba dormir. Nota que por la ranura aquella de los pájaros altos que despiden al sol se
le mete la tristeza de las despedidas antiguas cuando había que elegir entre irse o quedarse entre
decir que sí o que no. El pulso le late ligeramente a prisa. Me largo para no volver jamás o me dejo
enamorar sin remedio por esta ciudad desdeñosa que pretende humillarme lo más mío del mundo y
me decido a escalar sus murallas a riesgo de morir en el empeño. Es sobre todo a finales de verano
ante el anuncio de la nueva hibernación cuando la cabeza avisa de las trampas que tiende el amor
y el corazón se hace pedazos ante la incertidumbre de un porvenir encrespado.
Y para navegarlo como dijo su madre solo tiene san paro un barco de papel. Ella lo sabía bien,
lo aprendió desde niña que aquel barco tan audaz y tan frágil no aguantaba más peso que el suyo
y el de su madre. No podían invitar a nadie a embarcarse con ellas.
Carmiña sigue trabajando hasta los últimos días de su vida. En primavera del año 2000,
ya muy enferma de cáncer, da en el círculo de Bellas Artes la conferencia adulterio y
chantaje en el primo vacilio. En mayo redacta de furtivo saleo su último artículo y hasta julio
sigue escribiendo Los parentescos, su obra póstuma e inconclusa. Fallece el 23 de julio del año 2000.
Dice Belengopegi en el prólogo de los parentescos que lectores, críticos y profesores habrán
reconocido en esta novela el idioma de la literatura de Carmen Martin Geithe porque aquí
están sus personajes de carácter peculiar, a menudo pensativos. Está la estructura que en algo
evoca la estructura clásica del cuento de hadas. Están los misterios familiares que han de ser
desentrañados, las reflexiones sobre el arte de contar historias imbricándose en la propia historia.
Está el sentido del humor, pero siendo la misma es otra la voz que nos acompaña en los parentescos
y algo nos estremece como si fuera extraño, habitaciones que nunca abrimos, senderos por
a lo primero vivíamos en Segovia. Lo peor de ser muchos es que tardas en saber cuál es tu sitio,
depende de la hora, de la gente que haya en casa y de la cara que traiga alguien que entra de repente.
Resulta difícil saber a quién estorbas y a quién no, nunca es al mismo. No hay leyes para medir
la incomodidad que produce sin darte cuenta. Baltasar prefería copiar a máximo al único que
de verdad les resbalaban los demás y sus humores. No se enfada con nadie y si se enfadan con él
impasible, siempre hace lo que le da la gana. Yo al que menos entendía era mi padre lo que pintaba
en casa. Para empezar no vivía del todo con nosotros. Digo vivir a que dejara de ser una
sorpresa encontrarlo o verlo salir a diario del dormitorio de la cama grande a las mismas horas
ni presentarse a comer. Eso rara las veces y casi siempre como si estuviera invitado.
Fuenzisla es la que revuelve los pucheros y amenaza siempre con marcharse a su pueblo. Dice que
esa casa es un zuri burri. A Baltasar esa palabra se le queda dentro para siempre. El padre es mayor
que la madre, serio, elegante y de buena planta. Tiene algunas canas y por la calle lo saludan
con respeto. Es asesor financiero, expresión más escurridiza para un niño que la de zuri
burri. Madrid es la palabra que más salen la compota de sonidos que rodean a Baltasar.
Ir a Madrid, venir a Madrid. Tampoco aquellos viajes eran la única razón de que no se despertara
siempre en el cuarto de la cama grande. Según fui sabiendo luego y se viera casi nunca ropa suya
tendida a secar en las cuerdas del patio. La madre tiene un puesto por las mañanas en la concejalía
de cultura del ayuntamiento, pero lo que le gusta de verdad es leer novelas y coser trajes de mucha
fantasía para marionetas, a las que también pone escamas, zapatos, alas, pelo y de todo. La pareja
no se lleva bien. A mi padre la casa zuri burri no le gustaba ni mucho ni poco y tampoco en nuestra
forma de vivir siempre se ponía nervioso por lo mismo. Y lo raro es que no lo decía, aunque daba
igual se le notaba a la legua, hasta que supe que estaba deprestado allí y que por eso no protestaba
todo lo que quería. Era una tarde en que su padre llegó de repente y se puso a gritar por lo que
fuera diciendo que allí no había quien viviera, que había que condenar el pasillo y tirar la vieja
cocina y que su mujer tenía que dejar de coser para los de arriba. Ella le interrumpió y le preguntó
si esa casa era suya. El padre entonces salió volando desintegrado cada pedacito de su cuerpo
por el aire como en los accidentes. Se largó a la calle, sonaron sus pasos apresurados escalera
abajo. De reojo a través del balcón abierto, debí cruzar la plaza hacia la boca calle que baja
el río. Por la noche hicieron las pases, pero yo ya me había enterado de que la casa no era suya
y por primera vez además habían salido a relucirlos de arriba. No quiero terminar sin hablar de la
poesía de Carmen Martingaite. Como señala José Teruel, Carmen Martingaite inició su historia
literaria publicando poesía. Lo hizo como una forma de huir hacia adentro, de expresar su extrañez
ante lo cotidiano. Sus poemas estaban impregnados de malestares íntimos y preocupaciones existenciales.
La poesía no es un pariente marginal de su obra, sino que arroja luz sobre los elementos aún no
explorados. La poesía refuerza la visión central de sus narraciones y los poemas parecen mostrarnos
una instantánea sintética, una llamada acuciante o una captura del tiempo en la sucesión de los
hechos narrados en cuentos y novelas. Por eso déjenme que nos despidamos de ella con una poesía. Descarrilamiento.
Nos hemos despertado. La máquina echa añicos disparados a miles de kilómetros con este
malestar de madrugada en un campo sin árboles entre pabezas frías, magullados los huesos y seco
el paladar. ¿Cómo pudo ocurrir el descarrilamiento? Ahora mismo hace un rato ya no sé si te acuerdas
y vamos por el campo en un tren rojo de pitidos triunfales y el aire se metía por todas las
ventanas. Ahora mismo hace un rato deja que te lo cuente. Tuvimos en las manos palancas,
manivelas y clavijas de una locomotora que inventábamos casi sin darnos cuenta.
Éramos fogoneros, viajeros, revisores en aquel gran tinglado fulminante solamente habitado por
nosotros. ¿Te parece, te dije, a doscientos por hora? Y tú manipulabas allí gesticulando a la
luz de las chispas que nacían. Nos hemos despertado entre pabezas frías, magullados los huesos y seco
el paladar en un paisaje inhóspito. ¿Cómo pudo ocurrir el descarrilamiento?
Y hasta aquí este un autor en una hora que hemos dedicado a Carmen Martingaite. Quiero agradecer
la ayuda prestada a Patricia Caprile y a la fundación Carmen Martingaite y al Departamento
de Documentación de la Cadena Ser. Gracias por estar ahí y gracias por leer. Un autor en una hora
en la cadena ser. Un autor en una hora. Dirección Antonio Martínez Asensio, con las voces de Eugenio
Barona y Estela Fernández. Diseño sonoro de Mariano Revilla, edición y montaje de sonido de Pablo
Arevalo y en las redes Virgínia Díaz Pacheco.
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Carmen Martín Gaite (Salamanca, 1925 - Madrid, 2000) es una de las escritoras más importantes y galardonadas de nuestra literatura y una de las representantes más destacadas de la generación de la posguerra. Es la autora de, entre otros, 'El balneario', 'Entre visillos', 'Ritmo lento', 'Retahílas', 'Fragmentos de interior', 'El cuarto de atrás', 'Nubosidad variable', 'Lo raro es vivir', 'Irse de casa', 'Usos amorosos de la postguerra española' o 'Caperucita en Manhattan'.