Un Libro Una Hora: 'Noche', de Alejandro Sawa, la historia de la degradación de una familia

Cadena SER Cadena SER 5/14/23 - Episode Page - 55m - PDF Transcript

Un libro una hora, dirigido por Antonio Martínez Asensio.

Bienvenidos al podcast de Un Libro Una Hora.

En este episodio os vamos a contar Noche de Alejandro Saba.

Alejandro Saba nació en Sevilla en 1862 y murió en Madrid en 1909.

Escritor y periodista vivió gran parte de su vida en Madrid, una vida marginal que le

llevó a terminar sus días enfermo, ciego y con graves carencias económicas.

En 1889 viajó a París en donde trabajó para el editorial Gagnier, tradujo a los hermanos

con Coug y se empapó de aquello que amaba por encima de todo, el arte y la belleza del

mundo.

En París trabó a amistad con Verlène, cuya poesía recitaba de memoria en las tertulias.

A su vuelta a Madrid trabajó para importantes periódicos, tales como el heraldo de Madrid,

el imparcial y ABC.

Es el autor de la mujer de todo el mundo, crimen legal, declaración de un vencido, criadero

de curas, la cima de Iguzquiza, historia de una reina y su obra póstuma, editada gracias

a la ayuda de Rubén Darío que la prologó Iluminaciones en la Sombra.

Su muerte prematura fue lamentada por los escritores de la posterior generación del

98, especialmente por Ballinclan, quien se inspiró en Saba, para crear su inmortal

protagonista de luces de Bohemia, Max Estrella.

Escribió Noche en 1888.

Es una novela oscura pero escrita de una forma brillante, llena de personajes extraños

entre los cuales, sin embargo, nos reconocemos, dolorosa, brutal, desengañada, que se le

es indescanso y de la que es imposible salir sin daño.

Vamos allá.

Se casaron por ley de la costumbre, algo influido también por la afición que mutuamente se

inspiraban.

Ella Dolores, ólola como más familiarmente la llamaba su marido, tenía 28 años y él

Paco, para su mujer, don Francisco, para el resto de la humanidad, 36.

Dolores y don Francisco son naturales de ávila, llegan al matrimonio a pequeñas jornadas,

andando a pasos menuditos y parándose a cada instante como para considerar el camino recorrido,

tan de a poco que tardan 10 años en casarse.

Bien es verdad que la familia de los novios considera que el matrimonio es cosa demasiado

seria para aceptar improvisaciones en esa composición.

Se conocían, pues, y bien a fondo, cuando se enlazaron sus cuerpos sobre el mismo talamo.

No fue el entregarse brutal de la virgen al desconocido que la requiebra de amores y le

propone el vínculo, fue la meditada y fría conjugación de dos destinos que, sin arribatos

de entusiasmo, ni fiebres de pasión, reposadamente, han consertado fundirse en uno solo para toda

la vida.

Al tender sus cuerpos sobre el mismo lecho han solemnizado con el soberano festival que

los sexos organizan cuando se aunan para ello, la celebración del pacto, del vínculo

del matrimonio.

Don Francisco piensa que el matrimonio preserva de los peligros de la mansebía pública y

del bregar insufrible con las patronas de huéspedes, pero es que, además, el martirio

de su complexión física lo obliga al comercio frecuente con la hembra.

Tenía el cuello poderoso, la cabeza pequeña, con tendencias a la figura cónica, los ojos

grandes y saltones, muy expresivos de la brutalidad y la glotonería, la boca fina y maliciosa,

la nariz gorda y la frente estrecha.

A más de esto era grande y fuerte, con algo de toro en su conjunto, si hemos de creer

a los que buscan y hayan semejanzas entre la bestia y el hombre, un toro tan capaz del

trabajo como de la furia, dotado de una gran fuerza en la textud, pero de ningún dinamismo

en el cerebro.

El padre de Don Francisco había sido un hombrecillo flacucho y pálido cuya vida se había

arrogado sobre los bancos de las a Cristías y las antesalas de los juzgados. Era ayudante

de curial, un empleado subalterno de los tribunales de justicia, desde las 9 de la mañana hasta

las 3 de la tarde y de voto ardiente de todos los santos del calendario el resto del día

y de la noche.

Educó a su prole en el respeto más estricto a la moral cristiana y en el odio más implacable

a estos tiempos de relativa cultura en que vivimos.

Tuvo ocho hijos y Francisco fue el primogénito.

La madre de Francisco era también como el padre, insignificante y pequeña, pero de aquellas

dos debilidades surgió un varón sano y robusto, el Don Francisco de nuestra historia. Todos

los demás hijos fueron sucumbiendo unos detrás de otros. El constante entrar y salir de la

muerte en aquella casa concluyó por determinar que se la tratara sin cumplidos.

No heredó Paco de sus padres, lo externo, pero sí lo interno, el aparato moral, hipocresía,

egoísmo, cerrazón de horizontes intelectuales, divorcio inconsciente con la naturaleza física

y fanatismos de devoción por los poderosos y los santos.

El padre de Don Francisco tenía además horror a la cultura, a la que echaba la culpa de

todas las fatalidades de la vida y se obstinó en no darle ningún género de educación intelectual

a su hijo. Así que Francisco aprendió a leer, escribir y las cuatro reglas. No había cumplido

aún los 16 años cuando ya acompañaba a su padre como un mocito a los sudgados y se

hizo como su padre ayudante de curial desde las 9 de la mañana hasta las 3 de la tarde

y devoto ardiente de todas las celebridades del Santoral Cristiano del resto del tiempo.

Con 36 años de edad se fijó en una vecina suya, Dolores, Tampadhuata, que sólo salía

los domingos a la iglesia. Tenía 28 años, era flacucha, rubiaca con los ojos de mirada

blanda, mirando siempre hacia el suelo, con pungidos de beatitud y con todas las apariencias

de carecer de sangre en las venas. Eso sí, testaruda, fanática y asustadiza.

Fue es un obvia 10 años, su esposa después y su esclava siempre, abrazada de admiración

por aquella animalidad tan poderosa y tan mansa. Con el matrimonio se operó una nueva

transformación en doña Dolores. Ella, que antes de casarse apenas y estaba dotada de

personalidad, hizo dimisión de la poca que tenía la tarde misma en que al salir de la

iglesia tomó posesión de su nueva casa. Se redujo a vivir con lo más indispensable

de los llamados dones racionales para tener el derecho de no andar a cuatro patas y conservar

la apariencia humana. Al llegar al quinto hijo, se paran. No vuelve

a parir doña Dolores en toda su vida. No vuelve a gozar tampoco de los rudimentarios

placeres con yuales. La primera es una mujer, Lola, y la segunda también, Francisca. El

tercero es un varón Paco, y los siguientes son varones también Nazario y Evaristo.

La llegada de los cinco chiquillos no altera en nada las costumbres mecánicas de don Francisco,

oficina por la mañana y Santurreo por la tarde. Decide que ninguno de sus cinco hijos

salga a la calle, para nada. A los niños se les prohíbe la animación, la risa, el juguete,

el andar a saltos, se les prohíbe la infancia. Todos están habitualmente tristes, son niños

graves, se miran unos a otros con desconcienza, son hipócritas perezosos y glotones. Sin

embargo, excepción hecha de Paco, el mayor de los varones, todos se conservan robustos

y sanos, con tendencias todos ellos, a criar panza.

Noche es obra de uno de los autores más representativos de la bohemia de finales del 19 en España,

un proletariado artístico de combatientes de la sociedad burguesa, marginados por voluntad

propia, libres, anárquicos y conscientes. Alejandro Saba vivió el cambio de siglo en

toda su plenitud, empapándose de las corrientes artísticas que imperaban entonces en París

y conociendo algunas figuras capitales del simbolismo y el parnasianismo franceses. Murió

finalmente demasiado joven, ciego, enfermo y arruinado. La literatura de Saba está

abscrita a la corriente naturalista que surgió como reacción al movimiento romántico anterior

y que trajo consigo páginas cuya narración y descripción de personajes no deja espacio

a la idealización. Lola, la hija mayor, prometía desde muy

chiquita llegar a ser con el tiempo lo que se llamaba una mujer hermosa. Era grande como

su padre y estaba además dotada de un temperamento predominantemente sanguíneo. A los 10 años

ya se le señalaba tímidamente bajo el cuerpecillo del vestido la ligera ondulación de los senos

y el arranque precoz de las caderas. Le daba vergüenza salir a la calle porque los hombres

le miraban con voracidad de las pantorrillas con la misma expresión en la mirada que

se quisieran morderlas. Esa belleza de Lola agrada a la madre pero disgusta sobremanera

al padre para quien la belleza en la mujer es cosa que trastiende a prostitución a dos

kilómetros de distancia. Llega a tomarle manía y algunas noches se acuesta deseando

a su hija Lola una enfermedad facial que le destruya la hermosura. Paca, la segunda

es también robusta pero de color quebrado y sin la amplitud del pecho y de las caderas

que tiene Lola. Paca estimida y parece tener aún menos desarrollo intelectual que Lola.

Entonces don Francisco deseando alargar un tanto los horizontes limitadores de su existencia

que comienza a hacerse difícil por la poquedad de sus medios de vida y el aumento considerable

de su familia acepta un puesto de 10.000 reales que le ofrecen en la dirección de los ferrocarriles

del norte y se traslada con todos los suyos a Madrid. Le pide a un cura amigo suyo que

le busque una casa próxima a la oficina. Y el bueno del cura se la había encontrado

tan barata y tan en buenas condiciones que ni a pedir de boca a dos pasos del paseo de

San Vicente en la calle de Moya un bonito piso tercero con dos balcones a la calle y

agua en el patio cedido en arrendamiento por la bicoca de siete duros mensuales. No le

pareció a don Francisco mucho después de lo que le habían exagerado el precio de las

viviendas en Madrid. Don Francisco tiene ya 57 años y siente que está mayor pero al pensar

en sus tres hijos barones sonríe satisfecho y tranquilo no lo abandonarán devolverán

con creces al pobre padre de las innumerables Mercedes que de él han recibido incluso la

de no dejarlos salir a la calle para nada. Tienen 16, 14 y 12 años de edad respectivamente

Paco Nazario y Evaristo. Paco es el favorito de la madre. Don Gregorio el presbítero amigo

de don Francisco le ofrece costearle la educación eclesiástica a Paquito y se lo lleva al seminario

de Alcalá, interno. Nazario en cambio apenas a Belheri está lleno de horror hacia la letra

escrita. Se ama asimismo con preferencia a todo el género humano y muestra desde muy

pequeño su naturaleza de explotador. Evaristo es muy malo y se pasa el día castigado.

Don Francisco iba puntualmente a la oficina y a su iglesia todos los días sin exceptuar otro

que el de la festividad religiosa de su santo y el de su mujer. Por las noches a un cafetucho de

las inmediaciones donde jugaba el dominó con tres compañeros de negociados siempre los mismos,

el café de los cuatro. Generalmente no era sino el de los tres porque don Francisco no se determinaba

pedir el suyo al camarero hasta convencerse prácticamente de que lo había ganado. Jamás a

los placeres ni al teatro. Doña Dolores a misa por las mañanas y a oraciones por la tarde,

regresando invariablemente ya anochecido en compañía de su esposo. Lola, la hija mayor,

se prepara para confesarse al día siguiente. Hace examen de conciencia pero no encuentra

ningún pecado del que confesarse. Un gato blanco de angora sentado sobre la cama mira fijamente

a Lola como extrañado de no verla ya durmiendo. Todas las vísperas de confesión son un tormento

para aquella pobre niña. Le inspira miedo don Gregorio porque siempre se resiste a creer que

ella sea tan pura. En ocasiones le hace preguntas que le hacen ponerse encarnada hasta la raíz de

los pelos. Cuando le pregunta si no siente las tentaciones de la carne, Lola rompe a llorar,

avergonzada de su ignorancia y don Gregorio cree comprender. El confesionario de don Gregorio se

convierte así en una verdadera catedra de libertinaje. La lujuria de don Gregorio es mansa,

capaz de contenerse. Posee el arte de las medias palabras, pero Lola enferma a todas luces, va

perdiendo los hermosos colores de la cara, le asaltan manías, caprichos, extravagantes. El cura

contempla su labor de estragó y sonríe satisfecho. Esa labor era su arte. La tallaba y la pulía

con el mismo mimo que un escultor su estatua. Solo que tallaba con sieno en vez de con mármol porque

era el fien o su primera materia. Hacía obra de impudor y de desvergüenza. Preparaba y más que

eso, construía artificialmente el momento en que Lola fuera la presa infame de su lujuria de cura.

Eso, la gran vergüenza, una barragana. Cuando Paquito se marcha al seminario Lola y Paca pasan

a tener habitaciones separadas y Nazario y Evaristo duermen en el mismo cuarto. Las dos hermanas confiesan

en la misma iglesia todos los domingos, invariablemente, pero usan confesores distintos. Cuando Paquito

tiene 18 años, aún ignora el placer de los sentidos mientras que Lola, que tiene 20, conoce

su existencia y su localización, precisan el cuerpo de la mujer y en el del hombre, noticia formal,

la aumentada cada siete días, dominicalmente con nuevos datos de Don Gregorio. Ambas le piden

siempre a su padre que las lleve a la tertulia en casa del jefe de su negociado. Y al fin,

después de negarse muchas semanas, un día Don Francisco termina cediendo contra su deseo de

que sus hijas no salgan nunca de casa. Y un sábado, después de la cena, avisa a sus hijas de que al

día siguiente las llevará a la tertulia de los señores de Gutiérrez, que viven cerca del mercado

de los mostenses. La esposa del jefe de negociado tiene, eso sí, la manía de concertar enlaces

y noviazgos, defundir uniones entre los concurrentes a su casa los domingos. Es como un vicio de casa

mentiría que en muchas ocasiones llega a ser una verdadera locura. Cuando llegó Don Francisco con

sus dos hijas eran ya más de las nueve y media de la noche. La reunión estaba en todo su auge.

Semejantes por el instinto a todas las demás mujeres, un tanto confusas y sin darse cuenta de

lo que hacían, recompusieron sus tocados con ambas manos durante el trayecto de la escalera. Luego,

al tocar Don Francisco la camparella de la puerta, hubo dentro del pecho de las niñas la angustia

dolorosa de animales tímidos que se ven forzados a darle cara a un peligro y hasta abatirse con

él si llega el caso. Hacen su entrada en el salón y hombres y mujeres se ponen de pie para

recibirlos. La señora de la casa, cogiéndose como una reina loca del brazo de sus dos nuevas

amigas, las conduce a un viejo sofá y les pregunta si tienen novio. Y cuando ambas dicen que no,

ella contesta que eso corre de su cuenta y luego se va dejando las plantadas en medio del salón.

Vino en su ayuda un joven, un mozo bien garrido, grande, con largas patillas a la inglesa y que

vedos con montura de oro sobre la nariz, bien trazado, más cerca de los 40 que de los 30 años,

pero con las apariencias bien cuidadas de un hombre que tiene la decisión de ser completamente joven

hasta los 60 años. Le pide a Lola bailar un balz con él, pero ella dice que no sabe bailar,

así que ambos se quedan sentados mientras bailan los demás. Don Francisco está en la

habitación contigo, ahuando a las cartas con el jefe de negociado. El señor de las patillas,

llamado Miguel Galán Soltero e inmensamente rico, según la mujer del jefe de negociado,

empieza a formularle a la joven una declaración amorosa. Él preferiría estar al lado de Lola a

todos los placeres de la tierra, le dice que nunca ha amado a nadie. Yo he soñado siempre y oígame

bien que digo siempre con una mujer tan exactamente parecida a usted misma, que hace creer en

brujerías y en asuntos de amor y de mujeres estoy siempre dispuesto a creer en todo. Estoy

por afirmar que era usted misma y eso que no me olvido al explicarme de este modo de que

usted es por su edad una niña y nada más que eso, mientras que yo soy un hombre completamente

hecho y que felices podríamos ser por toda la vida si usted me prometiera esta noche, creen

mi un poquito nada más, tanto así solamente. Y Lola le responde que sí, que sí con el concurso

con mirado de toda su naturaleza, sangre ardiente, nervios, bien templados, entrañas, femeninas,

voluminosas, conformadas para el amor, le dice que sí con toda la boca y tiene la voluntad de que

aquel sí dure toda la vida. A poco más de las 12 queda disuelta la tertulia y pocos días después

don Francisco y doña Dolores reciben una carta que es como si entrar a una bomba por la ventana

y reventar allí con toda la familia reunida. Lola les dice en la carta que se ha escapado y que aunque

ella misma cree que está loca, que esto es cosa de Satanás, la semana que viene se va a casar y

será entonces cuando les vaya a ver para pedirles perdón. Caide rodillas doña Dolores sobre el

pavimento de la sala, don Francisco por el contrario que da batido con el abatimiento pesado del

huey herido por la maza del carnicero. Paquita y sus hermanos sin color en las mejillas y más que

eso lívidos con la libidez de un espanto completamente animal. Sin la protección divina de la

santa virgen y del glorioso patriarca, yo no hubiera podido resistir a esto. La pelotada de mierda

con quesa cochina de tu hija trata de ensuciar mis ganas y perderse ella también condenada por

siempre jamás amén a los horrores de los profundos infiernos. Pero es atunente, pero es

grandísima vuelca, muy santa, sí, pero mientras no se le ofrece ocasión de pecar. Hipócrita,

hipócritona, como todos mis hijos. Menos ese santo de Paquito que rezapur todos nosotros desde el

seminario del Cala. Grandísima hereje, haciéndose de cuerpo en todos mis consejos y tirándolos

al excusado después. Sí, te maldigo una vez y cien veces, te maldigo y lo bien con todas mis fuerzas.

Y luego manda a llamar a don Gregorio y ordena que sus hijos no pisen el empedrado de la calle

para nada. Cuando don Gregorio lee la carta se derrumba sobre una silla. Le brota sudor de la

frente y egoísmo del pecho. Él, que reservaba a Lola para convertirla en barragana de su lujuria.

Fuera de sí propone buscarla. Lo primero que se fija es que el Matasellos es de Toledo. Don Francisco

dice que para él está muerta. Don Gregorio contesta que las soluciones meterla en un convento.

A las ocho de la mañana del día siguiente sale Don Gregorio para Toledo, pero la pareja no se ha

movido de Madrid para nada. Galán ha enviado a un amigo suyo de Toledo la carta que le ha

escrito Lola a sus padres. Están al fondo del barrio de Chammerí en una casita de un solo

piso sin más inquilino que la mujer ya entra de años que es su locataria y el perro que hace

con ella oficios de camarada. Había llegado Lola hasta allí por engaño. Había escrito la carta

que le dictara a Galán por fascinación, por hipnotismo, sin darse cuenta real de lo que

hacía, que aquella carta era la reproducción del hecho heroico de Cortés quemando las naves.

Dios mío, ella no podía evitarlo. Se acordaba de su pobre madre y de Paquita,

a la que tan mal ejemplo había ofrecido y de sus demás hermanos a los que quizá no volvería

a ver nunca en la vida. Galán le dice que ella es su vida y que no quiere separarse de ella

porque se moriría. Y a ella esas palabras le suenan como un himno. Pero tiene miedo. Miguel

trata de consolarla y le quita importancia a lo que han hecho justificándolo porque se ha hecho

por amor y le tira un beso a distancia para no asustarla. Y ella es tan ansiosa de ser besada

en las dos mejillas y en los ojos y en los labios por el monstruo aquel que la ha perdido. El hombre

continúa su obra de seducción hasta que consigue besarla. Ella le devuelve los besos,

contagiada del celo animal del macho, un centenar de besos en los ojos, en la boca, en las mejillas.

Echa una vacante transformada de doncella pudorosa en obscena vacante por el imperativo

categórico de los sentidos, hasta quedar rendida y sin aliento. Le recuerda que la propuesta fue

el matrimonio, no el concubinato. Bueno, yo ser de tu esposo te lo juro, pero eso no es más que

cuestión de tiempo, de muy poco tiempo. Estamos conformes, pero es preciso aguardar. Quedan

para hacer el matrimonio, pero el amor está completamente hecho. ¿Qué esperas, pues? Era

inevitable, cayó en sus brazos y la boda quedó hecha ante la naturaleza. Don Gregorio busca a Lola

por toledo durante cuatro días. Se vuelve a Madrid desesperado y abatido, cuatro días sin dormir

apenas sin haber conseguido el contacto íntimo de la mujer apetecida. Cuando llega a su casa,

la lascivia le congestiona de ideas malas la cabeza, se compara con San Antonio y poco a poco la

desesperación, como una varía creciente, le va ocupando a alcura todos los espacios de la sensibilidad.

A las 9 de la mañana se va a ver a don Francisco y termina quedándose al morzar. Lola ha muerto

para su padre. La actitud de la madre es pasiva. Todo tiene el aspecto normal de los días ordinarios.

El almuerzo colocado sobre la mesa una hora fija para que el padre vaya a buena hora a la oficina.

Hay una baja. Se estrechan, pues, las filas y a eso queda reducido todo, reducida la catástrofe.

Había vuelto el mal tiempo, los días frigidísimos del mes de diciembre. Se manifestaba el cielo

como una injuria permanente contra la humanidad. Y eso hasta el punto de que solo dejaba de llover

cuando a los lagrimones, como garbanzos con que la lluvia azotaba a la ciudad, sustituía la nieve.

Unos copos de nieve anchos como cuartillas de papel blanco que dejaran caer desde una gran altura.

Cuando Lola se decide a llamar a la casa de don Gregorio, da diente con diente. Lleva las

ropas pegadas al cuerpo de puro mojadas. Lleva cuatro, cinco, seis horas seguidas cerrando por las

calles en plena visión de tinieblas, aguardando que se haga el día por completo para llamar a la

casa de don Gregorio, su único protector posible, y pedirle la misericordia y el refugio de que se

siente necesitada. Quiere morir donde nadie la vea, ni su padre, ni su madre, ni sus hermanos, pero

sobre una cama que no sea de alquiler y entre sábanas que no la hagan pensar en un miserable

que se haya anticipado a morir sobre el mismo lecho.

Quería, sobre todo, abandonada como estaba, ultrajada en su dignidad y en su sexo, herida en

un costado por la puñalada y noble de un canalla, quería solicitarle a la religión bálsamo para la

yaga y perdón para la culpa morir en gracia de Dios, prevenirse contra la probabilidad de que

le impusieran una doble condena la que estaba sufriendo en la tierra y la que le tocaba sufrir

en los infiernos. No es humanamente posible aguantar más tiempo, hundimiento, desplome,

condenación, muerte, tan las ocho en un reloj próximo cuando llama en casa de don Gregorio,

apoya el cuerpo contra el muro y rendida la cabeza sobre el pecho, los brazos caídos en toda su

extensión sobre ambos muslos, aguarda a que le abran. No se da cuenta del tiempo que permanece

aguardando al padre de almas, cuando lo ve con la sotana colocada precipitadamente sobre los

calzoncillos porque no se ha preocupado de ponerse debajo unos pantalones y la tonsura al aire libre

cae a los pies del sacerdote brutalmente como cuerpo muerto hiriéndose las rodillas derribada

al suelo por el desvanecimiento de sus sentidos y por el empujón de la vergüenza. Le pide perdón,

le suplica el perdón con los ojos arrasados de lágrimas, la boca seca mostrando en la comisura

de los labios una cosa muy blanca que parece de espuma retorciéndose con cruel alas manos en una

convulsión angustiosísima de todo el cuerpo muy cerca de la locura o del desmayo. Solo logra pedir

agua, se ahoga, la criada propone avisar a un médico pero don Gregorio no solo se opone sino que

envía a la criada a comprar unas cosas. Quedaron solos, abandonados y solos y fue entonces cuando

estalló el drama. Un drama en despoblado, la cometida de un sátiro a una virgen en el interior

de un bosque. Hubo lucha pero claro es, nada más que la lucha posible, debilitada la joven

horrorizada, deshecha, casi a punto de fenecer sorprendida además, el destino cobar de las

asechanzas que combina los lazos que tiende a sus elegidos. No pudo ofrecer muchas resistencias al

sacrilegio, a la violación, a la cobardía armada o a las tres cosas a la vez de que lacía víctima

el sacerdote y cedió como ced el niño. Lola se queda convertida en masa inerte entre las piernas

del sacerdote, sin voluntad ya y sin encéfalo y sin nervios, es más que una mujer una presa,

un trozo de carne lanzado a la vorafidad de una bestia hambrienta. De un solo salto el chacal,

el sacerdote, aquella llena se apodera de la joven, la rodea la cintura con una de las patas

delanteras, la destroza el cuerpecillo del vestido y la vuelve a derribar al suelo para

consumar la profanación más cómodamente. Realiza la obra todo lo que se propone hasta que se le

agotan por completo las fuerzas para proseguir revolcándose en su ejercicio. Y empapada hasta

la sotana de un sudor frío, sebacio y untoso, más miserables y cabe que su víctima, cae de

espalda sobre uno de los asientos de su casa. Cuando la joven puede darse cuenta de lo que acaba

de pasar, se nota más perdida, más abandonada y perdida que pueda estar la mujer alguna en los

cuatro extremos de la tierra y grita socorro con las últimas energías que le permite su horrible

suerte. Y sigue gritando socorro hasta desvanecer la pesada somnolencia del sacerdote hasta que casi

le revientan las arterias del cuello y se quedan detenidos los transeuntes en medio de la calle,

espantados de aquellos gritos y buscando azorados la catástrofe por todas partes. Don Gregorio le

tapa la boca a la víctima. Tú quieres perderme, quieres arrastrarme condenada al fondo de tu

condenación, pero te equivocas porque mira aquí, aquí mismo soy capaz de matarte, vuelve a gritar si

quieres. Y Lola le dice que no dirá nada, que la deje marchar, le da miedo ese monstruo. Ya en la

calle la catástrofe vuelve a comenzar, camina sin darse cuenta hasta la puerta de la casa de sus

padres, pero vuelve a desandarlo andado, muerta de vergüenza, no quiere vivir, cae desplomada sobre

el suelo. Cuando sale del hospital y se ve en medio del arroyo nota en todas sus entrañas que no hay

ya salvación posible para su alma y para su cuerpo. Se siente mala, nota vagamente que podría llegar a

ser perversa y respondió a la galantería banal con que la rey quebraba un hombre de la calle

cogiéndose de su brazo y convidándolo a la celebración de amores raros y desconocidos. Los

personajes de noche son seres miserables, tacaños en eso del vivir, que llevan una existencia mojigata,

que habitan su poquedad como si el mundo fuera sólo eso, como si sólo esa fuera la única vida

posible. Asistimos así a una educación autoritaria, a un ambiente opresivo, asfixiante y en el que esta

familia se desenvolve como algo natural. La fe obsesiva y enfermiza, la moral decimonónica,

el absurdo existencial. En su intento obstinado por llevar una vida de moral intachable, caen en

un abismo cada vez más hondo y reversible. Asimismo la religión, refugio de pecadores,

acabará mostrando sus más bajos instintos. Frente a ese aislamiento la vida irrumpirá

desconcertando unos seres cuya existencia es aún demasiado frágil como para saber vivirla.

Paquita, la segunda hija de Don Francisco y Doña Dolores, se mata a coser en la máquina para obtener

después de 14 o 16 horas de trabajo un jornal insuficiente, que no basta, ni con mucho, a la

atención de las necesidades de su casa. Nazario se ha empleado como dependiente en

una sastrería de la calle de Toledo. Cesante Don Francisco de su destino en el ferrocarril

del norte desde hace 4 años y con 67 años de vida, enferma Doña Dolores de las vejaciones

sufridas en sus tristes años de matrimonio y del insólito derrumbamiento de su casa,

enferma también paca por más que ella trate de ocultarlo, aquella casa parece como herida

por los inexorables rencores de una divinidad muy fuerte. Y es que no tienen que comer.

Un día y otro y otro. Dios mío, la monotonía de la miseria, y paca muriéndose a pedazos

ante una máquina de coser y cantando mientras que lloraba, arrasados de lágrimas los ojos y

cantando para que sus padres la creyeran completamente viva. Pero llegó un momento en que seguir

cantándole fue imposible. Una tosseca y desgarradora que le ocupaba todas las actividades de los órganos

respiratorios le prohibió la sublime farsa de salud que venía la pobre niña representando,

y entonces quedó reducida tu ser mientras que trabajaba. Hasta que un día se desploma y ya

no le queda más que acostarse para morir. Por primera vez en la vida tiene la muerte un recibimiento

conmovedor francamente sentido en la casa del veato. Sus padres lo único que hacen eso sí es

rezar. Paca siente que ha sido engañada, que vivir no es eso, que ya no ha vivido, que ha sido desde

el instante de su nacimiento prisionera de un egoísmo muy grande. Llama su madre a la cabecera

de la cama y le dice que ellos no han sido buenos padres con Lolita ni con ella. Doña Dolores se

admira de la afirmación, tan extraña y tan severa, pero no puede reponerse de su sorpresa porque

inmediatamente después de la primera afirmación viene otra, de sentido tan extraño como la primera.

Hasta que la madre piensa que su hija se ha vuelto loca y al ver el tono con el que le habla a su

hija le pregunta si ya está buena. Paquita rompe a llorar. Al final, justo al final, tiene que ver

lo todo tan claro. Era nazario de todos sus hermanos el que más pronto había hallado acomodo y

plaza en las francachelas de la existencia y no es que la fortuna se hubiera entrado de rondón

en su cuarto mientras que dormía para lanzarlo a los esplendores de una vida asegurada y tranquila

como él deseaba, sino que la grosería de su temperamento le había proporcionado una más

fácil adaptación en la bataola humana que los otros elementos de su familia o condenados como

Paquita o insurrectos contra la vida como sus padres y el discípulo de Loyola que terminaba sus

estudios en la pensión de Chamberí. Nazario es la bestia humana en toda su desfachatez, carne,

músculos y huesos, materia pensante. Aquel animal tiene ideas religiosas, idea de la familia, idea

de la propiedad, casi concepto del prójimo y conciencia completa del yo. Encaja perfectamente en

la sociedad. Su padre le busca empleo en una asastrería de la calle de Toledo. Nazario brinca

de contento casa, comida y ropa limpia 500 reales todos los años. La convicción de poder comer

cuando se le vengan antojo al estómago, la probabilidad de dormir en una cama con colchones.

De cinco que son, llega a ser el ortera favorito de la modelo tienda, de aquel explotador de paños

y tinieblas. Nazario se da cuenta de que tiene la fortuna muy cerca y la fortuna es la mujer de

la modelo tienda, venancia, una hermosa mujer cuyas carnes se desbordan de abundancia y de

lujuria. Está enamorada de Nazario, se lo come con los ojos, se ha fijado en él desde el primer momento.

Rodando, rodando por una suavísima pendiente llegaron al adulterio, un adulterio sin incidentes,

un adulterio en frío. Era aquello la conjunción de dos lujurias. Apenas se hablaban, se gozaban

hasta hartarse. No hubo entre ellos encuentro fortuito por las alcovas de la dependencia,

por la cocina, hasta por la trastienda, que no tuviera por desenlace inmediato una cúpula.

Es entonces cuando deciden deshacerse del otro, también en frío, el otro es el marido. El domingo

siguiente se ven fuera de la tienda por primera vez y pasean fingiendo ser marido y mujer del

brazo hasta que se sientan a comer en un cafetín. Comen y beben sin medida, pero hasta el mismo Nazario

está desasosegado. En el café ella le plantea el crimen tranquilamente y él se queda horrorizado.

Él le propone que huyan en vez de matarle y ella le dice que eso es una dontería. Como ocurre

siempre, Nazario le da la razón, aunque no se sienta convencido. Quedó resuelto todo el matrimonio

y la muerte. El matrimonio de ellos para de allí a nueve meses y el asesinato del marido para de

allí a quince días. Nazario, orrendido o apercibido completamente de la realidad,

asintió a todos sin discutir. La muerte, bueno, por medio de un tóxico que mate con más celeridad

que una hoja de acero. Bueno, también y la viureza plazo y por plazo fijo. Y seguir con la tienda y

casarse luego. Bueno, siempre y meneo de criminales, enlace de cieras o fatalidad, alma del mundo,

determinismo, ley de la vida. La mujer se encarga de todo. Una empresa funeraria se encarga sin

necesidad del apercibimiento directo de la viuda de que el muerto se ha llevado al hoyo dejando

aparte toda clase de intervención del médico forense en el reconocimiento del cadaver. Se

guarda el luto por no dar que decir una semana seguida. La tienda está cerrada a 24 horas,

nadie sospecha. Doña Venancia está inconsolable y dice a gritos que como es un orberto no hay dos

hombres en el mundo y finge un patatus que es una verdadera maravilla. Nazario está cuatro o cinco

días mojino y nada más. Mojino porque tan soberanamente finge el dolor venancia que llega a

creer en él. Ella duerme de un tirón sus ocho horas de sueño reglamentarias todas las noches

y a él se le ha aumentado el apetito y comienza a redondearse le la panza. Un día deciden

traspasar la tienda pero la oferta que ellos esperan no llega y siguen trabajando. De allí a poco no

pudo seguir ocultando venancia que estaba embalazada. Era el deseo más vehemente de don Norberto tener

un hijo y precisamente había venido a morirse en vísperas de haber visto realizada esa aspiración

suprema de su paternidad sin llegar a conocer al rojo. Venancia no podía ocultar las lágrimas

siempre que acudían esas ideas a sus labios. Cuando nace el niño ya es público que su madre sostiene

relaciones serias, relaciones de matrimonio con Nazario. Nadie protesta o aventura calumnia si

quiera. Es natural que una mujer joven y fuerte no se condene a una viudez perpetua pero en honor

del segundo marido el niño es inscrito con el nombre de Nazario y un mes justo después del

bautizo se celebra el matrimonio en la iglesia de San Isidro. Asisten doña Dolores y don Francisco a la

boda en calidad de padrinos. Hay que ver el gozo de la madre al ver cumplida la aspiración de que

su hijo predilecto sea el que más pronto entre todos haya hecho fortuna. Don Francisco propone que

vivan todos juntos en la misma casa pero Nazario le dice a su padre rotundamente que no. Todo en el

mundo continuaba su marcha ascensional hacia la vida y hacia la muerte sin que nada pudiera

escaparse al exacto cumplimiento de su destino. Nacía un niño robusto casi bello enteramente

viable de los acoplamientos animales de venancia y de nazario y aquella flor de adulterio provocaba

éxtasis en cuanto la miraban de lozana y de pura. Surgía la vida de todos los sitios en que hubiera

organismos hembras hasta de las cloacas hasta de los hospitales y de los presidios y mientras

tanto a los que les había llegado su vez morían. Paquita se moría también ofreciendo el caso

maravilloso de morir sin haber vivido. La cesantía de don Francisco es una catástrofe, un hundimiento

y el baristo se encuentra de pronto en ese mundo de ruinas y sabe aprovecharlo admirablemente. Se echa

a la calle y después de saturarse de Madrid se dedica a la holganza, a la atmósfera densa de los

cafés y a la de las mancebías públicas y tanto se aficiona a vivir en bajo que ya no se haya en

su elemento sino viviendo entre ondonadas y precipicios. Se le ha negado todo la libertad y

hasta el movimiento y hasta la risa y de pronto quiere tenerlo todo de una vez. Llega a no vivir en

su casa sino las horas justas de almorzar, de comer y de acostarse y eso cuando hay algo que

llevarse a la boca. Pasa el día en el entresuelo del café de Lisboa jugando o viendo jugar al punto

y a las siete y media. La noche en un lóbrego chamizo de la calle de las minas, una de cuyas

asiladas se le entrega cuando quiere, por apetito de su juventud y de su carne. Ella se llamaba Julia

por otro nombre la gallega y era por su belleza, por su juventud y por su gracia la pupila predilecta,

la pupila mimada del burdelen que se pudía, una belleza infernal, una belleza del diablo y tan

claramente como la belleza. Se le notaba la perversión, apenas se le echaba la vista encima. Era la

suya, la belleza enloquecedora del crimen y del vicio. Evaristo se convierte en el amante oficial

y reconocido de Julia la gallega. Se enamora de ella perdidamente y aquí enamorarse vale tanto

como degradarse. Así que está perdidamente degradado. Se compra una navaja, se empieza a peinar hacia

adelante como si hiciera oposiciones a una plaza de penado en cualquiera de los establecimientos

penitenciarios de España. Se hace camorrista, maltrata a su querida algunas veces, pero las

noches en que el juego ha sido de adivoso le compra pasteles y aguardiente. Una noche se

presentó Evaristo como siempre a la hora de costumbre. También un saludo de compañerismo

con los otros chulos del chamizo y preguntó por Julia, extrañado de no haberla visto en el

portal, ni verla tampoco ahora en el comedor de la casa. Te respondieron a la vez las tres o cuatro

mujeres que en el comedor estaban atropelladamente, quitándose unas a otras la palabra de la boca.

Está en la prevención de al lado, lo han cogido por salir antes de la hora, no llevaba la cartilla

consigo. Pero cuando Evaristo decidir a buscarla, el ama le dice que la gallega no está en la

prevención, sino que unos chicos amigos se han llevado de huerga al campo por Guadalajara y que

no estará de vuelta hasta que pase en unos días. Evaristo siente que el corazón se le encoge,

que se le nubla la vista, que le faltan las fuerzas para seguir de pie e interpelando. Nota como los

efectos de una puñalada. Mi engañado es la primera vez que me engaña una mujer como esa.

Con esta idea de venganza vive tres o cuatro días sin que le abandone un solo instante,

hasta deja de ir a la calle de las minas. Se le encuentra una noche en la calle de San Bernardo,

en la misma cera donde habló con ella la primera vez. Coge del brazo a Julia y le lleva un café

donde un espantoso mendigo que duerme echado de bruces sobre un velador y dos obreros que

discuten la existencia de Dios son, con el tabernero, los únicos pobladores de la tasca en

aquel momento. Evaristo le pide explicaciones y ella no niega nada. Un resto de su pudor,

de su antigua dignidad, quien sabe también si el recuerdo de su madre le hizo cambiar totalmente

el rumbo de sus antiguas determinaciones, ni golpearla ni matarla. Los dos extremos eran viciosos,

él no era un chulo ni tampoco un asesino. Dejarla en el mismo lodazal donde la había conocido,

allí que acabara de pudrirse, que se pudiera. Volverle en la espalda, olvidarla, dejarla.

Pero al explicarle a Julia todo lo que le ha pasado por la cabeza esos días,

pierde por completo la vergüenza y empieza a llorar. Ella entonces le llama marica y se ríe,

luego se da la vuelta y se va. Aquella noche, por el esfuerzo de la razón más que por el de sus

piernas, vuelve a su casa y se acuesta. Cuando se despierta el día siguiente es ya tarde. Come

con hambre el medio panecillo que le da a su madre, se lanza a la calle sin preocuparse si

quiera de preguntar cómo está su hermana. Va al burdel lúgubre de la calle de las minas,

allí le dicen que la gallega se niega a verlo. Al día siguiente y en los sucesivos se repite

la escena por la mañana y por la noche, hasta que se entera de que se la han llevado al Hospital

San Juan de Dios más muerta que viva. Y a partir de aquel día va diario a preguntar por ella y

sobre todo a preguntar si ella pregunta por él, si alguien le ha dicho que pregunta por ella a

diario y le dicen que no, que se lo han dicho pero que jamás pregunta por él, aunque va

recuperándose. Y al final Evaristo se entera de que Julia tiene un nuevo amante. Evaristo se va

de allí dispuesto a no volver jamás pero por el camino toca la navaja que lleva en el bolsillo.

Y desandando lo andado, volvió hacia la calle de las minas, propuesto por todos los medios a

averiguar el nombre o las señas del nuevo amante de Julia. Aquel ladrón que hacía el daño por

el solo gusto de ser nocivo, de aquel hombre que le había dejado en hueco el pecho, a él un

desconocido arrancándole las entrañas. Dejó de ser manso y tuvo desde aquel instante la

naturaleza un poco trágica del padre y aquel beato a quien le sentaría también el casco y la armadura.

Cuando esa noche Evaristo entra en su casa precipitadamente con una mancha de sangre en uno

de los puños de la camisa, va a ver a su hermana y le cuenta que van a ir a buscarle porque acaba

de matar a un hombre. En aquel momento entra su padre en la habitación seguido de dos guardias que

preguntan por Evaristo Fernández llamándole asesino y el padre con una expresión de gozo satánico en

la mirada y en la palabra les entrega a su hijo. Es mi hijo, pero también reniego de él como renegué

de su hermana. Aquí os lo entrego. No puso ninguna resistencia al joven a ser prendido. Bajó con paso

firme la escalera y ya en la calle se lo trago la sombra hasta ocultarlo por completo. Fue el

hundimiento en la sombra de que hablan los libros de devoción. Al otro lado de la ley escrita está el

infierno. Noche es la historia de la degradación de una familia, la de Don Francisco y Doña Dolores,

pero también es muchas historias a la vez. Sacerdotes, prostitutas, amantes cuya belleza le

hacen a uno perder la razón, maridos engañados, hijos ilegítimos, crímenes pasionales. Todo ello

conforma el universo de esta novela que tiene lugar en la España de misa, mantilla y procesión. La de

los cafés abarrotados de tertulianos hasta altas horas de la madrugada. La de los burdeles de baja

estofa y clientela fiel. Una España hambrienta que vive de las apariencias. Alejandro Sábala escribió

en 1888 siguiendo la corriente naturalista que imperaba entonces. Sus descripciones de los

ambientes más órbidos y de la miseria que habitaba la vida de esos seres son realmente sobrecogedoras.

Mientras tanto Paquita se muere por haber sido buena en pago de heroísmo sobre sus lechos incolchones,

abandonada completamente por la incurable ceguera de aquellos padres rutinarios. Se muere sin haber

conocido el placer ni los placeres ni la vida tan absurdamente como se muere un niño. Lleva seis

meses de enfermedad en la cama, le sobreviene un síncope cuando ve que se llevan a su hermano y

sólo entonces en presencia de la misma muerte el padre se decide a llamar a un médico. El médico

dice que es una tuberculosis pulmorar complicada con hipertrofia del corazón, que no es una

enferma, que es una muerta. Con el único propósito de que no muera ahogada le prescribe unas

inhalaciones de azoe. Son caras. El aparato más las medicinas no cuesta menos de 30 duros.

Levantó Don Francisco la cabeza como animado por una gran determinación repentina. Se dirigió

a su mujer. Tú te encargas de que la portera vaya a encargar su divina majestada, la iglesia de la

encarnación. Yo voy a buscar 30 duros para que mi hija no se ahogue y se lanzó a la calle sin

despedirse de nadie. Don Francisco echa a correr precipitadamente calle arriba con el mismo

atolondramiento vertiginoso de un animal perseguido. Ninguno de sus amigos acudirá en su ayuda.

Piensa entonces en sus hijos, Nazario o Paquito. Lleva en la mano y estruja maquinalmente la receta.

Decide ir primero a ver a Nazario. De pronto piensa que si Paquito se muere no es por falta de medicina,

sino porque el señor lo ha dispuesto así y que era tranquilo después de haber cargado la

responsabilidad de la muerte del ser humano sobre el dios de la misericordia. Tiene entonces

tentaciones de volver atrás y encaminarse a su casa, pero teme la colera de su mujer.

Prefiere la libertad de la calle. Su hogar sonrió el misero. Su hogar estaba maldito de dios y la

gente honrada debía huir de él como de un sitio infestado. Sí, aquella casa, la suya,

estaba maldita de dios. Solo así podían explicarse sus desgracias. El crimen de Lola y el de Baristo.

El egoísmo de Nazario y de Paquito. Todo estaba explicado. Era indudable que una fatalidad

ciega pero inteligente lo perseguía. Ronda como una bestia recelosa por los alrededores de la

casa de Nazario sin atreverse a entrar, pero por fin abre la puerta resueltamente y pregunta por el

amo. Suven a buscarle mientras don Francisco se queda solo en la tienda. Por un momento piensa en

saltar por encima del mostrador abrir el cajón, forzarlo, coger el dinero que haya y huir, huir

precipitadamente como un ladrón. Es el medio mejor, el más cómodo y el más rápido de obtener

dinero. Pero teme las consecuencias del hecho y se siente poco criminal. Siente crujir la escalera

y aparece Nazario. Se saludan los dos friamente con un apretón de manos mirándose a la cara

con fijeza estudiándose. Primero don Francisco le pregunta por el traspaso y Nazario le cuenta

cómo va todo y le dice que está pensando en meterse en otro negocio más lucrativo,

dar dinero, arredito. Y al final le pregunta por Paquito y don Francisco le dice que se está

muriendo. Nazario le escucha impasible. Si la vieras, no es ni sonda de lo que ha sido aquella

mujerona y su madre y yo todos estamos enfermos. ¿Por qué calcula? Porque considera nuestra situación

sin dinero, sin recursos de ninguna especie, sin una plenda que llevar a la casa de préstamos

para atender con su importe a las necesidades de la casa y a las necesidades de la enferma,

tan apremiantes unas y otras. Y dulcificando su voz de viejo marrullero con expresión hipócrita

de mal sedumbre en el rostro. Dios mío, qué serio de mí si no contase con la ayuda de mis hijos.

Entonces le alarga la receta del médico, pero Nazario continúa con las manos metidas

en los bolsillos indiferente a la actitud del padre. Da horror o ir a don Francisco ver con qué

facilidad sale de su boca la queja, con qué facilidad y con qué abundancia. Pero Nazario continúa

impasible en su silla con las piernas extendidas sin conmoverse, sin hablar palabra exactamente

igual que si no hubiese oído la queja de su padre. Entonces don Francisco se levanta de su asiento

y encarándose brutalmente con su hijo agarrándolo por los brazos y preguntándole si no piensa contestarle.

No he oído todo, pero es que yo no tengo el deber de atender a las necesidades de mi

hermana mientras ésta tenga padre. Es que yo también tengo obligaciones, es que yo también

tengo familia. Soltóle el padre de los brazos y lo empujó brutalmente sin proferir palabra. Luego

dirigióse resultamente a la puerta, esguido, derecho, sublimado y rejuvenecido por la indignación.

¿Es que no ofrezco suficientes garantías para que me hagas un préstamo? Nazario no le contestó,

apretando fuertemente los puños. Entonces don Francisco soltó el picaporte de la puerta

y encarándose nuevamente con su hijo. Usurero. Nazario, muy pálido, le dice a su padre que no

le provoque, pero don Francisco se echa a reír llamándole canalla. En la calle se siente más

sereno, entonces decide ir a ver a Paquito. No puede presentarse en casa sin llevar algún dinero.

Paquito lo atenderá, sí, porque Paquito era el mejor de sus hijos, sin duda alguna. Paquito era

incapaz de proceder de la manera misma que había procedido Nazario. Paquito es un buen hijo.

Es su última esperanza. El misero se anima, creyendo sentir bailar en los bolsillos de su

largo gabán las monedas de su hijo predilecto, aquellas monedas que significan la vida de Paquita.

En la pensión de los jesuitas tiene que esperar en una vasta pieza mueblada con sencillez.

Muy oscura, donde siempre hace frío. Las visitas no pueden durar más de unos minutos por el reglamento

de la casa severo y terminante. Se baja el cuello del gabán y oculta los puños que asoman por las

mangas deshilachados, sucios. Paquito tarda en llegar. Y de pronto apareció en la sala una figura

lúgubre, un jovencito alto, pálido, vestido con una sotana negra que avanzaba hacia don Francisco

gravemente con los ojos bajos en actitud de orar. ¿Eres tu hijo mío? El hombre negro alzó los

ojos y miró a su padre severamente. ¿A qué ha venido usted? Comienza don Francisco su relación,

tartamudeando, pegada la lengua al paladar, helado por la cogida de su hijo. Pronto le interrumpe para

decirle que él no tiene dinero. Trató don Francisco de insistir en su pretensión pero su hijo vuelve

a cortarle y lo hace con acento al tanero acompañando sus palabras de una demanda soberbia

como el que contesta a un mendiego inoportuno. Suena la campana seis veces, entonces la figura

negra se dirige lentamente a la puerta. Y no olvide usted para ahora en adelante que mis estatutos

me prohíben tener familia. Fue su voz una queja. Pero, hijo, el sacerdote se detuvo. Yo no conozco

a ustedes para nada. Don Francisco baja las escaleras, tambaleándose, como un hombre hebrio,

un sollozo desesperado agita su pecho, levanta los puños a lo alto en actitud indefinible de

cólera y abatimiento. Se ha hecho la noche. Es un lugar maldito del cual refieren los campesinos

de los alrededores medrosísimas leyendas. Ha pasado por él, Azrael, el ángel de las venganzas

orientales y lo ha sembrado de calviva para que la vista quede desolada y no fructifique el grano.

Han pasado después numerosos escuadrones de brujas montadas en escobas y han completado la obra

rencorosa del ángel malo, tirando puñados de sal, haciendo imposible la vida en aquel rincón de suelo

durante eternidades de tiempo. No murmuran los arroyos, ni cantan las aves, ni pueden aspirarse

allí los olores de la hierba mojada en ninguna estación del año. Es un lugar de maldición.

Al llegar a sus lindes, los caballos encabritan negándose a marchar al paso. Con la vista,

colocándose en medio del plano visual, podía abarcarse toda la extensión del fúnebre paisaje.

A dos kilómetros de distancia no es más grande que la palma de la mano y resaltan de él como lo

más triste, como lo más directamente condenado por la maldición inmensa, como los exclusivos

iniciados en el secreto de la colosal tragedia. Dos árboles, dos pobres árboles escuetos,

levantando grotescamente sus ramas al cielo en actitud de pedir consuelo, sin verdores,

sin retoños, sin pájaros y sin hojas, con el tronco negro por la vejez y por el rayo.

Es un lugar lleno de melancolía que yo no recuerdo nunca sin experimentar ondísima tristeza.

Y así les hemos contado noche de Alejandro Saba. Hemos seguido la magnífica edición de Amarillo,

editora. Gracias por estar ahí y gracias por leer un libro una hora en la cadena SER.

Un programa escrito y dirigido por Antonio Martínez Asensio, con la voz de Eugenio Barona y la

participación de Olga Hernán Gómez, ambientación musical de Mariano Revilla, edición y montaje de

sonido de Pablo Arevalo y en las redes Virginia Díaz Pacheco.

La radio.

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Alejandro Sawa (Sevilla, 1862- Madrid, 1909) fue un escritor y periodista que formó parte de la bohemia de final del siglo XIX. Autor de 'La mujer de todo el mundo', 'Crimen legal', 'Declaración de un vencido', 'Criadero de curas', 'La sima de Igúzquiza', 'Historia de una reina' y su obra póstuma, 'Iluminaciones en la sombra', editada gracias a la ayuda de Rubén Darío, que la prologó. Publicó 'Noche' en 1888, una novela oscura, escrita de una forma brillante, que se lee sin descanso y de la que es imposible salir sin daño.