Un Libro Una Hora: 'La insolación', una mágica novela de crecimiento
Cadena SER 3/5/23 - Episode Page - 55m - PDF Transcript
Un Libro Una Hora, dirigido por Antonio Martínez Asensio.
Bienvenidos al podcast de Un Libro Una Hora.
En este episodio os vamos a contar la insolación de Carmen Laforet.
Carmen Laforet nació en Barcelona en 1921 y murió en Majada Onda en 2004.
Obtuvo el Premio Nadal por nada en 1944.
Es autora también de la Isla y los Demonios de 1952 o de la Mujer Nueva de 1955.
La insolación se publicó en 1963.
Es la primera novela de la trilogía Tres Pasos Fuera del Tiempo, Inacabada, y cuyo
segundo volumen al volver la esquina se publicó en 2004.
La insolación es una novela mágica, extraordinaria, tejida con mimo a base de diálogos y escenas
inolvidables.
Es una novela de aprendizaje, de descubrimiento, emocionante, divertida, fresca y profunda.
Una novela maravillosa.
Vamos allá.
Era como viajar hacia el centro mismo del sol, pasaban pitas, chumberas, pueblos como muertos.
A veces naranjeros, huertos grises, filas de palmeras quemadas.
Todo el color lo comía la luz.
A veces se detenían en un poblado para repostar agua, y entonces acudían chiquillos medio
desnuzos, porenos, desgreñados.
Protaban de pronto entre una calle vacía, moscas.
Infinitas moscas se saltaban el vehículo, aparecían guardias civiles.
En otros sitios, falangistas, soldados también, saludaban al padre de Martín, luego la carretera.
El padre de Martín, Eugenio Soto, va adelante junto al chofer con su cuerpo poderoso dentro
del uniforme militar.
Junto a Martín y separada de él por dos bolsas de lona va Adela, la mujer del padre, embarazada.
En el suelo está la maleta de Martín, preparada presuradamente por la abuela María.
Todo ha sucedido muy deprisa, sin tiempo de pensarlo siquiera.
La mañana anterior Martín era un chico aburrido del mundo cuando llegó su padre a buscarle.
Hacía tres meses que Martín no sabía nada de él.
Decidieron que Martín fuera a pasar el verano con su padre a Beniteca y en septiembre regresara
para el curso escolar.
Eugenio le dice a Martín que tenía que estudiar para entrar en la academia y ser un gran artillero,
pero la abuela dijo que Martín era un artista y que su deseo era ser un gran pintor.
Eugenio contestó que eso no era cosa de hombres.
Y Martín aborrecía a la abuela, toda su alma al descubierto allí, en aquella mesa, todos
sus sueños.
En aquel momento no quería ser pintor además, en aquel momento quería aparecerse a su padre,
sólo a su padre.
A la caída de la tarde atraviesan Beniteca, un pueblo grande, blanco.
La carretera sigue junto al mar y los pinos de la finca del inglés están cerca de la
batería.
Martín ve una calleja, a un lado el muro blanco de aquella finca con las copas de los pinos,
al otro dos casuchas iluminadas, un solar, otra casa en ruinas.
Tapando aquella calle un chalecito, una casa de un piso con una torrecilla sobre la azotea
plana y en la torrecilla una ventana.
Eugenio lleva a Martín a conocer el cuartel esa mañana y le enseña los cañones.
Martín no sabe que será la última vez que vaya.
Por la noche, al irse a la cama, Martín intenta dar un beso a su padre pero Eugenio le detiene
y le dice que no es una niña para ver suqueos.
Por la verja trasera de la casa se va directamente a las dunas, a la playa solitaria.
Allí en Beniteca no hay otra cosa que hacer más que vagar por las dunas o subir a la
azotea a dibujar.
En diez días Martín llena casi todo un álbum con sus dibujos, sobre todo de Adela, con
un vientre enorme que aún no tiene.
Que aparecen pistolas y banderas y niños falangistas desfilando, curas y guardias civiles.
En aquellos diez días ocurrieron muchas cosas que no registró para nada el lápiz de Martín,
por ejemplo aquella sensación que él llamaba el acecho, una sensación de ser observado
seguido incluso que le distrajo de sus penas.
Quizá fue lo único que logró distraerle del pensamiento de la batería que era como
mundo perdido para siempre, desde la prohibición de su padre de que pusiese los pies en él.
Precisamente estaba pensando en estas cosas la primera vez que halló el silbido misterioso.
Martín se incorpora con los oídos en tensión, parece escuchar pasos muy cerca, sale a la
azotea y se inclina hacia el jardín, en aquel momento el perro empieza a ladrar corriendo
hacia la parte trasera de la casa, otros ladridos lejanos le contestan, un silencio
y otra vez aquel silbido, la segunda vez es en la playa, parece venir de las dunas.
Deugenio aquel día quiere preparar una merienda para sus compañeros y esa tarde dejan solo
a Martín en casa, en la cocina están las fuentes de empanadillas y croquetas, pescado
frito y huevos rellenos, tapado todo con paños blancos.
A media tarde Martín se acerca al pozo y cuando alanza el cubo siente el acecho, ningún
silbido pero sí el acecho, alguien vivo mirando, saca agua y llena la regadera, cuando empieza
a cargar oye las risas, suenan casi encima de su cabeza, Martín pone tal expresión
de asombro que a los otros les hace reír aún más.
Estaban orgajadas sobre el muro, un chico y una chica, uno delante de la otra, erguidos
como si fuese en a caballo, el chico llevaba pantalones de pescados remangados hasta un
poco más abajo de la rodilla, una blusa blanca con las mangas cortadas y abiertas sobre el
pecho, la chica llevaba un trajecillo estampado como de tela de cortinas y mangas, la falda
se le subía descuidadamente hasta medio muslo y aunque los brazos eran flacos, muy
tostados por el sol, la pierna que veía Martín era una pierna suave y fuerte de mujer, a
los dos les llameaba el pelo con el sol y los dos calzaban al pargatas.
Martín sabe enseguida que son hermanos, ella habla con la boca llena de risa y el ceño
fruncido y le pregunta a Martín si es el hijo del capitán, tiene un acento muy especial,
dio andaluz medio extranjero, Martín no dice nada, los hermanos se descuelgan al jardín,
la chica dice que son Carlos y Anita Corsi, Martín sonrie con una amplia sonrisa que
le ilumina la cara, a él enseguida le empiezan a llamar Martín Pescador, Ana y Carlos viven
en la finca del inglés, Anita tiene una figura como de bailarina, una cintura muy estrecha,
no es ninguna niña pero no se puede decir que sea una mujer, se ponen los tres a sacudir
la tela metálica del gallinero ríendose hasta que Anita dice que son un par de críos y
se sientan los escalones del porche, se da aire con el borde de su falda, mira a los
chicos con el ceño ligeramente fruncido y una sonrisa especial en la boca apretada
y mala que tiene.
Martín no pensaba nada, se limitaba mirar a la muchacha sin juzgarla, le hubiera parecido
feucha con su cara redonda, a no ser por los ojos magnéticos que tenía debajo de unas
cejas severas, estos ojos hacían que Anita no se pareciese a nadie en el mundo, Martín
no tenía elementos de comparación para juzgar su belleza o su fealdad, Carlos en cambio era
guapo, saltaba la vista aquella perfección de los huesos, las facciones, el color dorado
de la piel y del cabello.
Anita dice que ese Martín Pescador le parece poco serio para ellos, demasiado pequeño,
Martín dice que va a cumplir 15 años y Carlos no le cree, pero Anita entonces le interrumpe
y le dice que sí, que Martín le gusta y que le toma por esclavo, Carlos le dice a Martín
que quieren ver su casa, que son espías alemanes y cuando Martín les pide que hablen alemán
empiezan a decir frases en un perfecto francés, los tres se ríen, Anita se pone en pie de
un salto, es tan alta como Martín, Carlos y Martín la siguen al interior de la vivienda,
Martín nota entonces una sombra de su antigua vergüenza y timidez.
Anita dijo extraordinario y Carlos repetió extraordinario, Martín estuvo a punto de
lanzar la misma exclamación, en realidad ninguna de aquellas cosas conocidas resultaban
las mismas cosas de todos los días y la vergüenza desapareció, se hundió en algún
lugar del espíritu de Martín y no volvió a salir.
Anita da otro grito en la cocina cuando descubre la merienda y se precipita a las croquetas,
todos se meten la boca en dos mordiscos un huevo relleno, cada uno de ellos lleva una
empanadilla en la mano cuando suben la escalera de cemento camino de la azotea.
Anita suspira y dice que la torre del inglés en cambio está cerrada, se tumba un momento
sobre la cama de Martín, Carlos se sube en los baules, saca una armónica del bolsillo
y trata de encontrar una melodía, Anita se pone de pie sobre la almohada de Martín
que tienen las manos su álbum de dibujos, no sabe qué hacer con él, está deseando
que ellos se fijen y acaba tirándolo sobre la cama y subiéndose a lo alto de los baules
con Carlos, pero entonces Carlos se precipita sobre la cama y los dos hermanos cogen el álbum
y pasan las hojas y luego lo dejan sin dar la importancia para correr a la azotea.
Carlos lanzó una especie de grito guerrero cuando bajaba las escaleras, Martín grito
también, Anita hizo bocina con las manos, ¡locoos! y su grito resonó más que el de
ellos, ya nos razonaban, ahora no hacía más que correr alrededor de la mesa del comedor
y luego atravesaron el recibidor tropezando con los muebles, en el lavabo Carlos cogió
la brocha de afeitar de Eugenio Soto, la mojó en agua y la embadurnó de jabón, después
persiguió con aquella brocha Martín y a su hermana.
Martín conecta la luz de la alcoba de su padre, todo reluce, la cama, el armario, Carlos
jadea un poco, la camisa suelta, abierta del todo ahora sobre el torso joven y tostado
por el sol, sonríe, empieza a saltar sobre la cama, Anita en cambio parece otra, femenina
y desconocida, toma la gran borla de los polvos de Adela y empieza a empolvarse la nariz
hasta dejarla completamente blanco, coge el perfumador y empieza a apretar la pera de
goma perfumándose el pelo y el escote mientras el aire se llena con aquel olor a violetas
sintéticas, fuerte y pegajoso. Tan extraído está Martín que no oye los pasos de Adela
hasta que la tienen encima, hasta que entra en el recibidor hablando con sus amigas, la
oyen todos a la vez, Carlos salta hacia la ventana pero se detiene para esperar a Anita,
Anita lanza una exclamación de pánico al cárcel el perfumador al suelo.
Martín tuvo una rápida visión de su espanto que resultaba cómica en aquella cara de payaso
llena de polvos, pero saltó rápidamente por la ventana y desapareció, Carlos estaba
saltando aún cuando entró Adela, de esta manera tan sencilla los colsi descolgándose
por el muro, se metieron en la vida de Martín y Martín recibía unos cuantos coscorones
y una bofetada por culpa de ellos y se quedó sin cenar la noche de los invitados.
A la mañana siguiente Martín sigue el sendero entre las dunas y el muro de la finca del
inglés hasta llegar al portillo de la finca que está abierto. Al fin hace todo lo contrario
de lo que desea, echa andar playa adelante y recorre los kilómetros que le separan de
Beniteca alejándose cada vez más de la finca del inglés. Vuelve a casa a la hora de comer,
su padre le dice que como los vuelvo a meter allí, le desloma y Adela le dice que nunca
cumple sus amenazas.
Martín es un hombre, no es como si fuera una chica que entonces, pobre del, si saliera
a la puerta de la calle sin permiso. Entonces tú mandarías Adela y yo a callar, pero
un hombre es cosa distinta. A mí, si anda con esos diablos por ahí, con tal de que
no nos den quejas, no me importa. Eso sí, la casa es sagrada, Martín. Aquí no ponen
los pies esos gitanos, ¿entendido?
Después de comer, Martín sube echarse la siesta y, tendido en su cama, vuelve a escuchar
un largo y claro silbido, una pausa y otro silbido más. Carlos y Anita están abajo,
en un claro entre los árboles de la finca del inglés y le hacen señas con los brazos.
Martín les hace señas también, se viste a toda velocidad y se desliza por el palo
de la luz hasta el jardín junto a la cocina. De un salto, alcanza con las manos el borde
del muro y sujetándose como puede con el vientre con las sandalias, logra trepar. Salta
a la otra finca un minuto más tarde. Carlos y Anita le miran con curiosidad y luego Anita
le lleva a un lugar del muro lleno de huecos como escalerillas cavadas por donde se puede
subir perfectamente. Carlos le dice que han pensado llevarle con ellos aquella tarde a
pescar lagartos en el pedregal.
El sábado fue uno de aquellos días perfectos para Martín que caracterizaron hasta borrar
con su fuerza todo lo demás su primer verano en Benítica. Fue un día que ya en su comienzo
tuvo una alegría impaciente dentro de él y una cita junto al portillo de la playa.
Pasó la mañana bañándose con Carlos y con Anita bajo las rocas del promontorio del
faro. Era el único lugar de la playa que encerraba algo de peligro con peñas, corrientes, rumor
de olas, charcos coloreados por el reflejo de los riscos y hasta una pequeña playa
particular con una cueva al fondo que sólo tenía acceso rodeando anado una barrera de
rocas.
Primero juegan a luchar Carlos y Martín y después se tumban los tres sobre la arena
boca abajo hombro con hombro. Martín solo con volverse un poco puede ver el perfil de
Anita graciosamente irregular y al otro lado está el brazo de Carlos su dureza y su calor.
En frente el mar pues Anita no le gusta tumbarse de espaldas al mar. Cuando Martín escucha
el toque de la batería llamando a la comida dice que se tiene que marchar. Les cuenta
que Adela no es su madre y que él vive con sus abuelos. Cuenta muchas más cosas de las
que había pensado contar nunca. Anita dice que ellos también se tienen que ir que si
no Fru Fru se come su postre. Martín pregunta si Fru Fru es un perro y los dos hermanos
echan a reír. 10 minutos después de la comida ya están silbando los corsi que no duermen
si están. Van al pueblo los tres. Hacen una larga excursión hacia la parte de los huertos
saltando tapias y robando fruta y a la tardecer los dos hermanos recitan poesía francesa.
El domingo por la mañana Martín tiene que ir a mí. Por la tarde conoció a Fru Fru.
Fru Fru dormitaba con la cabeza apoyada en el respaldo de un banco balancín colocado
junto a la explanada que se abría frente a la casa de los corsi. Todos se podía esperar
de los corsi. Hasta una mamá así. Martín nunca había visto una señora parecida. Era
pequeñita y con la piel reseca y arrugada. El pelo teñido de rubio a Zafran sobre una
carita de mono retocada con varias capas de pintura. La blusa de un amarillo brillante
era sin mangas y con gran escote y en el escote collares de colorines y junto a las muñecas
al final de los bracitos resecos pulseras balatas de colorines también. Llevaba falda
campanada con lunares negros sobre fondo rosa, piernas sin medias y pies calzados con zapatos
azules de tacon alto. Fru Fru no es la madre de los corsi. Les llama
demonios. Carlos se la come a besos y se deja besar por ella. Martín piensa lo que hubiera
dicho Eugenio si llega a ver a un hombre como Carlos en aquella actitud infantil y sin la
más mínima vergüenza al recibir los arrumacos de Fru Fru. Luego suben a la habitación de
Carlos y cogen las sábanas para hacer una representación de verenice de Ghasín. La
representación y conversación intelectual suele acabar con todos revueltos en una lucha campal
que termina en un cuerpo a cuerpo de Martín Conanita. La chica es una contrincante más peligrosa
que Carlos. Aquel primer día están luchando Martín y Anita mientras Carlos pone un disco
en la gramola cuando Fru Fru abre la puerta. Los contendientes se quedan quietos pero Fru Fru
ni se inmuta. Sólo les llama merendar. En general lo que hacían los tres era vivir juntos los días
de sol todos los días como un largo día con las interrupciones de la noche de las horas de las
comidas y de los domingos por la mañana y la felicidad de estar juntos los tres era algo
casi tangible a pesar de las pequeñas y grandes amarguras de Martín. Alguna vez Martín ha intentado
explicarles que para él la pintura es tanto como para Anita la profesión de actriz pero nunca le
hacen caso. Pero todo queda a un lado y casi no hay tiempo más que para disfrutar del baño de
la mañana del incendio blanco del mediodía de las correrías de la tarde hasta que las primeras
estrellas y el toque de retreta en la batería anuncian a Martín que tiene que volver a casa.
Casi no hay tiempo de hablar ni de preguntarse cosas unos a otros. A veces Eugenio y Adela le
preguntan a Martín sobre los Corsi pero Martín no sabe nada. Permanece en su casa el tiempo justo
de las comidas. Sólo quiere salir corriendo y reunirse con los Corsi. Hasta que una noche Eugenio le
da la noticia de que le quedan dos días de vacaciones. Sus amigos no le dan importancia y Martín el
último día se queda en casa. Martín estuvo un rato en su cuarto durante la siesta diciéndose que
estaba alto de aquellos necios de los Corsi y que se alegraba de perderlos de vista de una vez para
siempre. Al mismo tiempo estaba tenso esperando oír la llamada de ellos. La llamada no llegó y al
fin Martín tuvo que clavdicar y se fue a buscarlos a la finca. Están ensayando en la leonera de
Carlos. Martín sabe que para los Corsi lo importante son ellos mismos, su propio deseo de las cosas.
Martín solo cuenta cuando es él la diversión, el aplauso que necesitan. Martín sabe todo eso
aquella tarde y sin embargo la tarde se le va de prisa, corta, se le escapa de entre los dedos.
Al mañana siguiente se escapa también como agua que fluye. Por la tarde vuelven a la finca,
sus amigos no comentan nada de su partida. Hay una tensión entre ellos como una débil corriente
eléctrica que convierte las palabras absurdas sobre cualquier cosa en misteriosas palabras creadas
solo para los tres. Todos oyen el toque de retreta a lo lejos, se quedan un instante en silencio.
Cuando Martín se pone en pie, Carlos le coge de la mano y le dice que tiene que despedirse de
frufru, atraviesan el pinar. Martín solo va atento al crujir de la pinocha bajo sus sandalias,
les da la mano al llegar junto al muro y luego no se decide moverse.
Anita se acercó, cogió delicadamente la cara de Martín entre sus manos y le di un ligero beso
en los labios. Nunca se había besado. Luego Anita se apartó y se acercó Carlos y le cogió por
los hombros con una ligera presión amistosa. Besale Carlos, ordenó Anita. Carlos inclinó y
le besó duramente en la boca. Después Martín no supo nada, no supo cómo había escalado el muro
ni dónde estaba cuando al final yo grito de su padre llamándole. El padre de Martín manda un poco
de dinero a primero de cada mes. Martín va al instituto, se está olvidando ya de cómo son
las caras de Anita y de Carlos Corsi. Comer y comer, ese parece ser el objetivo principal de la vida.
A la abuela, el rápido estirón de Martín le da miedo. Martín siente crecer una gran maldad
dentro de su alma. Siempre tiene que contestar mal a la abuela. Siempre. La abuela prepara sus
primeros pantalones largos arreglándolos de unos antiguos de la abuela. Ese año no le gustan
nada estudiar, solo dibuja y dibuja y le enseñó a Don Narciso sus dibujos. Eugenio Soto manda un
pollo por navidades de beniteca y también escribe unas líneas para decir que Adela está bien y
él también y que la madre de Adela pase una temporada en beniteca y que como los gastos eran
muchos, al venir el hijo nuevo, durante algún tiempo no mandará dinero para Martín. En febrero
llega carta de Eugenio desde beniteca anunciando que Martín tiene una hermanita y que Adela está
bien. Se dice que España va a entrar en guerra a favor del eje y luego se dice que no va a entrar
en guerra, pero se empieza a hablar de que va a formarse la división azul de voluntarios.
Cuando terminan las clases en el instituto, Martín espera que el cartero llegue con una
carta de beniteca. La carta llega al fin. Eugenio ordena en ella a Martín lo que tiene que hacer para
ir a beniteca en la camioneta de Juan, el recadero. En aquellos días Martín dormía mucho y se levantaba
con el sol de alto, sudando entre las soleadas de calor que llegaban hasta su cama desde la
sotea, entre el mundo de colores de su cuarto. Enseguida bajaba la playa solitaria y magnífica.
A pesar de su deslumplamiento, vio enseguida aquel día el sombrajo de hojas de palma,
semejante a los que allá, frente a las casas de beniteca y junto a las barcas de los pescadores,
servían de refugio a los bañistas del pueblo. Nunca había visto un sombrajo de hojas de palma en
aquella parte de la playa. Precisamente lo habían levantado frente al portillo trasero de la finca
del inglés. Quería decir esto que los corse habían llegado. Martín tiene una molesta conciencia de
su propio cuerpo desgalichado. Adela se empeña ese año en que el olor de Martín le da náuseas,
eugenio, le explica Martín que Adela está embarazada de nuevo y que ese año el embarazo le ha dado
por los olores. Se tumba el sol boca abajo de espaldas al mar y de cara a las dunas acechando
el camino que los corsi deberían recorrer para llegar al sombrajo. Cuando llevoces y risas,
se incorpora de un salto conteniendo el extraño deseo de echar a correr. Retrocede unos pasos
cuando les vea aparecer entre las dunas, pero se queda quieto al fin, arrodillándose en la arena,
como si quisiera disminuir de estatura y desaparecer disuelto en la luz.
Eran tres los que venían. Anita y Carlos desde luego, pero entre ellos algo muy extraño. Un hombre,
parecía un hombre, envuelto en un enorme toallón a rayas de colores y con la cabeza cubierta por
un sombrero de paja. Anita y Carlos iban en bañador y sostenían al bulto de la toalla por el lugar donde
debía de tener los brazos, ayudándole a caminar entre las dunas. Cuando llegaron al sombrajo,
el hombre se desprendió de la ayuda que le prestaban Carlos y Anita y de la toalla enorme.
Martín pudo ver a un señor muy moreno, con el torso y las piernas desnudos y metido en unos
pantaloncitos azules, llevaba los pies calzados con magníficas andalias. Anita y Carlos corren
hacia Martín al grito de Martín, pescador, Martín, pescador. Le cogen de la mano y le llevan
delante del señor Corsi. Carlos ha crecido, pero no se le nota porque no ha perdido la armonía de
su figura, no es un espantapájaros como Martín. Anita parece más mujer, quizá por el pelo largo
recogido sobre la cabeza con peinecillos. Sigue teniendo el cuerpo muy parecido al año anterior,
sus senos apenas abultan bajo el bañador, aunque sus piernas y sus caderas son de mujer. Corsi se
dirige a Martín con términos italianos como pescatore. Hablan de tierra de fuego donde nació
Anita. Martín escucha metido de lleno en aquel círculo de familia. Anita a un lado, Carlos a otro
y él en medio. Los tres, arrodillados y sentados sobre sus talones como adorando al señor Corsi,
que invita a comer a Martín. Martín valbuce una disculpa hablando confusamente de su padre
y de su madrastra para ocultar un placer que le azoraba. ¿No nos tiene simpatía en casa de
Martín, papá? No es extraño, no es extraño eso. Bien, trataré de convencer al señor pescatore,
papá. Cuando Martín entra en su casa por la puerta trasera, ve que Adela está en el pasillo
mirando por el ojo de la cerradura hacia el comedor. El señor Corsi está instalado junto
a la mesa del comedor y saborea un vasito de vino servido por Eugenio. Tras una breve conversación
y después de que Corsi se dé cuenta de que se ha sentado sobre un pañal sucio que milagrosamente,
no le ha manchado, vuelven en taxi a la finca del inglés. Después de la cena, Corsi dice que Martín
le gusta mucho que encaja mejor en esa familia que en la suya propia y Martín se siente orgulloso,
feliz tan solo de estar con todos ellos. Según Pepa Montero, Carmen Laforet fue y es un enigma,
ya que vivió y trabajó al margen de los círculos literarios y sociales. En el año 2003, su hija,
Cristina Cerezales, publicó el libro Puedo Contar Contigo, donde reunía las 76 cartas que
intercambiaron su madre y Ramón J. Sender. En ellas, la propia Laforet cuenta el porqué de su
silencio literario, su enfermiza inseguridad y su huida de todo contacto social, que la alejó
de la vida pública mucho antes de que el Alzheimer la dejara sin memoria. Una tarde, Carlos y Martín
encontraron a Anita junto al portón principal de la finca, hablando con tres soldados. La
chica se escapaba siempre que podía de la compañía de su hermano y de Martín, pero en aquel momento
apenas les miro. Sólo les dijo, con una voz fría, muy de teatro, que se fueran a jugar y que la
dejaran a ella con sus amigos. Carlos empeñó sombramente en acecharla y enseguirla cuando
vieron que se iba con los soldados camino del pueblo. Anita entra en la primera tabernilla del
pueblo rodeada de su escolta. Carlos y Martín cruzan la carretera y entran también en la taberna.
Anita está junto al mostrador con todos los artilleros que se quitan la palabra de la boca
para preguntarle cosas. Carlos y Martín se abren paso a codazos y como uno de los artilleros
reconoce a Martín como al hijo del teniente soto, les dejan acercarse a la chica. A Martín,
aquella persecución le hubiera aburrido si no fuera porque siempre encuentra un encanto especial en
marchar junto a Carlos y observar sus reacciones y ser confidente de los agravios que Carlos tiene
contra su hermana. Martín sabe que aquella amistad necesita consolidarse. No pregunta nada. Se limita
a ir junto a Carlos hablando de temas que le interesan como la pintura. A los ocho días de la
llegada de los Corsi, Martín solo piensa en el momento en que Carlos se desengarfie de Anita al fin.
Anita por la mañana en la playa, con el cabello recogido en lo alto de la cabeza sujeto por peinesillos
que a cada momento se le caían, se parecía mucho a la criatura del verano anterior. A Martín le
dijo una de aquellas mañanas, he conocido un amigo tuyo muy interesante, es un chico completamente
intelectual, a quien no le gusta el deporte y dice que desprecian las mujeres, solo le gusta leer
tomos así de gordos de filosofía. Se refiere a Pepe, el hijo de Don Clemente, el médico, que
dispone para él solo de una habitación en la planta baja de la casa donde le han instalado una mesa
de estudiante y una biblioteca. Pepe ha ido un par de veces a buscar a Martín y en uno de esos días
fue cuando debió conocer a Anita. Se lo dijo Adela una noche en la que se enfadó diciendo a Eugenio
que Martín no hacía más que comer y dormir llenando la casa de peste, que no se ocupaba de las
niñas ni hacía nada, pero es que Eugenio no quiere que su hijo haga de niñera. Adela dice que
lo único que hace Martín es estar todo el día con esos sinvergüenzas, con la niña esa que es una
puta, una puta con todas sus letras, dice y si no que se lo pregunten a los artilleros.
¿Por qué Martín estaba callado sin salir en defensa de Anita? Cuando decía de las aquellas
cosas Martín callaba siempre. Ahora se dio cuenta de que era inútil tratar de que su familia viese
a los Corsi como él los veía. Era tan inútil que el señor Corsi había fingido otra personalidad
delante de Eugenio para hacerse entender y él, Martín, siempre callaba y no intentaba explicar
nada. Por otra parte resultaba curioso, los Corsi tampoco creían que Eugenio y Adela eran personas
corrientes como una gran mayoría de las personas que componen el mundo conocido. A los Corsi
Eugenio y Adela les parecían rarísimos. También delante de los Corsi, Martín callaba ciertas
cosas que comprendía en su familia. Al día siguiente de su conversación con Adela, Anita le
da la sorpresa a Martín de aparecer muy temprano en las dunas junto a Carlos llamándole. Parece la
Anita de otros tiempos inventando conversaciones locas y corriendo por la playa. Incluso antes de
meterse en el mar, Anita dice que quiere luchar con Martín. Martín tiene verdaderos deseos de vencer
a Anita en la lucha. La ataca con más fuerza aún de lo que hacía con Carlos, pero Anita es desleal
luchando, clava las uñas y da golpes bajos. Anita vence, queda jadeante un momento y luego se tira en
la arena. Martín mira que el cuerpo fuerte y nervioso en parte, delicado y desagradable en parte
también para su gusto. Y a su lado el hermano, un efevo rubio como lo llama su padre, un adán
inocente y desamparado. Martín delante de ellos es un larguerucho desgalichado y sin gracia. Luego
Ana se va y Carlos y Martín se quedan solos. Es una mañana magnífica para Martín. Comen juntos
y en la siesta echan de menos Anita. La buscan por todos los lados y no están ninguno. Carlos piensa
que se ha escondido en la habitación de la torre. Van a pedirle las llaves a Fru Fru que les dice que
los guardas se han quedado con esa llave y que de ninguna manera se la van a dar. Creo que no es la
primera vez que sube a Anita la torre. La otra noche me pareció ir sus pasos en la escalera. Yo estaba
medio despierto, medio dormido. Era muy tarde, casi no me fijé en que oía pasos. ¿Comprendes?
Es que mi cuarto estaba bajo la habitación de la torre. Hasta me pareció ir como que corría
muebles arriba. Nadie se atrevería a subir a medianoche a esa habitación a no ser Anita. La
conozco, la conozco muy bien. Suben las escaleras y empiezan a aporrear la puerta. Nadie contesta.
De pronto ven que la guardesa está abajo de las escaleras casi llorando y les pide que no suban
nunca más allá arriba que Mr. Pine, el dueño de la finca, les echará si ellos entran en la torre.
La actitud de Carmen es exagerada. A Martín le extraña mucho. Desde el jardín Carlos ve que la
rama de un pino cae sobre el tejado. Piensa trepar hasta allí y a través de un canalón montarse en
uno de los tejados y tratar de alcanzar las rejas de la ventana. Los dos amigos suben y Carlos llega
efectivamente hasta la ventana. Todo pasó muy deprisa. Martín no tuvo tiempo de gritar que
la reja cedía. La reja cedió con un crujido y Carlos con aquel trozo de hierro en la mano
resbaló con una rapidez famosa. Desapareció tejado abajo con un largo grito que Martín no supo
de qué garganta había brotado si de la de Carlos o de la suya. Y efectivamente Anita ha ido a ver a
Pepe, seducida por su inteligencia con ganas de ver todos sus libros y de que le hablen latín. Todos en
el pueblo la ven caminar al sol hacia allá. Le dice a Pepe que le dé clases de filosofía. A Pepe
le asombra que una mujer le interese en los libros. Entra en la habitación curiosiándolo todo. Pepe
enseguida le pide un beso y ella le empuja. Anita le habla de su interés por el latín, de sus aventuras
en el liceo, de que les han echado. Y luego le pide que le explique por qué es tan interesante
santo Tomás en filosofía. Martín no supo nunca como había retrocedido por el tejado,
como alcanzó de nuevo la rama del pino grande y llegó al tronco del árbol. Se deslizó por aquel
tronco hasta tierra y corrió hacia el lugar donde Carlos había caído. Carlos estaba allá en pie
entre Frufru y Carmen. El viejo guarda llegaba en aquel momento corriendo desde su casa. Carlos se
encuentra mal. Le duele mucho el brazo, pero no quiere que Frufru se entere, así que deciden
ir andando al pueblo a que le vea el doctor Clemente. La carretera parece mucho más larga que otras
veces y ellos andan penosamente. El sol y el polvo los envuelven. Cuando llegan a la puerta de la
casa de don Clemente, Carlos está mal. Pero en vez de decir que se encuentra mal, Carlos pregunta
por su hermana. Martín pide que avisen al doctor porque su amigo se ha caído del tejado. Pero Carlos
empieza a llamar a gritos a su hermana. Después sucede algo espantoso a los ojos de Martín. Las
rodillas de Carlos se van doblando hasta que el chico queda rodillado en el suelo junto a la verja,
quimeando y como inconsciente. Se oye el ruido de una ventana del corredor que se abre y Anita
aparece en el fondo del patio. Tienden a Carlos en un diván forrado de hule del despacho de don Clemente.
Entonces aparece doña María, la mujer del doctor, a ver qué pasa y mira a Pepe que está allí en un
rincón medio escondido y mira hacia Anita que acarice a su hermano. Doña María se dirigió a Anita
con los dientes apretados y con una voz que salía cortante entre aquellos dientes. Le dijo,
vayase usted de aquí zorra. Pepe fue el que salió de la habitación de prisa con la cabeza gacha
escondiéndose detrás de las criadas. Anita en cambio levantó sus ojos brillantes y sus
severas cejas fruncidas hacia doña María. Anita dice que se irá cuando lo diga el médico y
doña María le contesta que no se crea que va a atrapar a su hijo. Crispa la cara con rabia y le da
una tremenda bofetada a Anita y luego grita en un ataque de histerismo que echen aquella mala mujer
de allí. Todas las criadas empujan a Anita que se deja llevar y sacar fuera de la puerta de la
consulta. El que pone paz es el doctor sacando a su mujer de la consulta suavemente. Carlos se ha
roto el brazo. El verano se había centrado ahora alrededor de Carlos. Eugenio Soto se presentó en
la finca del inglés al día siguiente de la caída del muchacho y para Martín fue un motivo
de orgullo. Esta gentileza de su padre y la seguridad que dio a Fru Fru de que don Clemente era un
médico notable y que podía enfiarse en todo de su opinión sobre lo que había que hacer a Carlos.
También se ofreció a llamar por teléfono a don Clemente desde la batería siempre que ellos
quisieran. Eso sí, Eugenio no volvió a visitar a Carlos nunca más y Martín sospecha que Adela
fue quien se lo prohibió. Don Clemente sigue acude a menudo a ver a Carlos y Martín nota que casi
no puede apartar los ojos de Anita que termina acompañando a don Clemente hasta el portón
perdiéndose junto a él entre los pinos. Martín y Anita se bañan juntos por las mañanas pero sin
alejarse de la finca del inglés para estar más cerca de Carlos que se niega a bajar a la playa
al no poder meterse en el mar. Por las tardes pasean a veces los tres amigos juntos a veces se quedan
en el pinar de la finca y siempre a la caída de la tarde se reúnen a charlar alrededor de frufru.
Aquella reunión es tomaron un interés enorme cuando a Eugenio Soto les regalaron un cachorro
de perro lobo y Martín lo llevó cada tarde a casa de sus amigos. Cuando lobo estaba con ellos,
los tres chicos se sentían casi también tan descuidados y tan alegres como el verano anterior.
Lobo, según decía Martín, tenía algo especial, una vitalidad que le hacía parecer de la familia
Corsi. Una tarde lobo sube las escaleras que llevan al cuarto de la torre y empieza a olisquear,
arañar y ladrar junto a la puerta de aquella habitación. Carmen, la guardesa, grita al
pie de la escalera realmente enfadada mandándoles que bajen de allí. Carlos les cuenta que ha vuelto
a escuchar pasos y ruidos de muebles arriba. Poco después lobo aparece muerto. Alguien le ha echado
carne con cristales molidos dentro igual que al perro de caza de Corsi el primer verano. Anita se
lo toma a la tremenda. El día que Cirilo, el asistente de Eugenio, va a enterrar al perro,
le acompañan los tres amigos. Anita lleva un velo negro que ha cogido de su casa. Cirilo se ríe de ella.
¿Usted sería capaz de rezar una oración por el perro, eh, señorita? Caramba, muchos cristianos
no tienen una muerte tan sentida. Usted no ha visto lo que son muertes, señorita. Usted no ha pasado
la guerra aquí. Un perro no nos impresiona, señorita, los de esta tierra. Y no es que a mí y los
animales no me gusten, pero esto que ustedes hacen parece como una burla. Cuando tanta gente se muere
de hambre parece un tungueo sentir a un perro. Si usted hubiera visto a mi hermanillo al que las
ratas se lo comieron las orejas, no sé qué hubiera hecho. Aquel verano termina con dos cosas que
Martin jamás olvidará. Por un lado, Anita quiere hacer pagar a Don Clemente lo que pasó en su casa
y ha estado jugando a seducirle y él ha picado. Una noche propone a sus amigos que le den una paliza
entre los tres y Martin y Carlos acceden y se proponen hacerlo una noche de luna llena.
Esa escena la contempla un hombre que está encaramado en lo alto de un pino con una navaja.
Ve cómo Anita recibe a Don Clemente y cómo aparecen los dos amigos y la emprenden a golpes con él.
Martin, en la refriega, recibe un puñetazo del médico. Cuando esa noche llega a su cuarto,
Martin siente una mezcla de orgullo y de amargura. El doctor nunca dice nada de los golpes que ha
recibido ni de lo que ha pasado. Y el hombre que mira desde lo alto del pino resulta ser el marido
de Carmen, la guardesa, que se esconde en el cuarto de la torre desde la guerra porque teme que le maten
en el pueblo al ser rojo. Un hombre pequeño con cejas espesas y expresión de estupidez y de
desconfianza. Carmen llora cuando al fin abre en la puerta. Es Damian. Lo único que hace es tallar
barcos con maderitas para entretenerse en el encierro. Fur Fur se aterroriza de aquella presencia y
escribe a Corsi para que les vaya a buscar. Y una tarde en que volvían de una visita a las
gentes del faro se acabó el verano de pronto. Se acabó el verano aunque la tarde era cálida y
roja en el crepúsculo, aunque el hadminolía con su olor destío. En la explanada, junto a la fuente
seca de la casa del inglés, encontraron el taxi que el señor Corsi alquilaba en Murcia para toda
su familia. Un coche enorme y polvoriento. Anita y Carlos se precipitaron al interior de la casa
llamando a su padre a gritos y Martín quedó solo en la explanada y vio cómo cambiaban los colores
del crepúsculo. Espera que le llamen, pero nadie lo hace. Se siente terriblemente solo. Oye las
voces del señor Corsi y de sus amigos. Sabe que va a hablarle en su tono especial dirigiendole
aquellos vocabulos italianos que no suelen emplear con ninguna otra persona. Sabe la frivolidad de lo
que va a decirle el señor Corsi y le hace daño al compararla con la amargura que siente. Cuando ve
la sombra de alguien que va a salir de la casa emprende una retirada velocísima corriendo pinos
arriba con desesperación, vas a llegar al muro de su casa. Aquella noche casi no puede dormir.
Espera mucho tiempo en la azotea una llamada, un aviso que no llega. Dormió a ratos. Algunas
veces escuchó al llanto de su hermana en el piso de abajo. Se despertó con un sobresalto cuando
apenas amanecía. Había oído en sueños el ruido de un motor de automóvil. Se puso en pie y salió
a la azotea en calzoncillos, estemecido por el fresco mañanero. No había nadie. Ningún vehículo
turbaba la paz de aquella hora y sin embargo Martín supo que sus amigos se habían marchado ya. Se
habían ido sin que él pudiese ver siquiera el automóvil que los llevaba. Según Mark P. del
Mastro, en la insolación el tema psicológico se presenta por medio del desarrollo de la identidad
adolescente de Martín, el protagonista de 14 años que intenta descubrirse a sí mismo por medio de
sus relaciones con Anita y Carlos Corsi, dos jóvenes liberales que también buscan sus identidades en
un ambiente repleto de restricciones impuestas por el código social y conservador de la dictadura.
Y a pesar de estas fuertes barreras y la opinión opresiva de los demás, Martín, una especie de
alter ego de la misma autora, quien por medio de sus obras exploraba su propia identidad como
mujer, madre, esposa y escritora, nunca abandona su deseo de hacerse artista, lo cual representa un
tipo de triunfo personal en medio de la sociedad franquista. Las cosas mejoran un poco en casa de
los abuelos porque han vendido un solar que era para Martín. Algunos compañeros explican a Martín
un placer que a él le da vertio, placer secreto que saca ojeras en la cara. Hay chicos que mienten
sobre lo que hacen con sus novias en los portales oscuros. Martín se está robusteciendo un poco,
sigue teniendo a pesar de todos los esfuerzos cierto parecido a los espantapájaros y crece. La
abuela hace reformar sus pantalones y sus chaquetas. Hay guerra en el mundo, millones de seres pasan
hambre, los judíos son perseguidos, Anita y Carlos Corsi viven ahora en Madrid en una calle que se
llama del Cisne. Martín empieza a pintar al óleo bajo la dirección de su maestro, se habla de arte
abstracto en la escuela y el maestro se enfada. El abuelo se encorba cada día y la abuela se asusta
de que salga solo. En mayo llegan noticias de Beniteca. Adela tuvo otra anilla en el mes de
febrero. Cuando llega la época de los exámenes, Martín aprueba todo. Martín siente que no puede
ser malo con la abuela. No le inspira ahora rebeldía alguna. A primeros de junio, Martín
envía un telegrama a Beniteca diciendo que ha obtenido sobresaliente en este curso.
Enfrentaron Beniteca en una revuelta de la carretera. Apareció toda blanca,
envuelta en el calor de las cinco de la tarde. Martín iba sentado junto al chófer de la camioneta,
que era el mismo Juan el Recadero. Sin esperarlo, sin creerlo casi, apenas pone los pies en el
suelo se encuentra con Carlos. Carlos le pone una mano en el hombro apartándolo un poco para
mirarle mejor. Martín tiene barba. Carlos sigue siendo más alto que él, se ha convertido en un
joven elegante, lleva el cabello largo. Le cuenta que Anita no ha ido, que se ha ido a hacer un
viaje con su padre y con un amigo de su padre. Carlos tiene una moto, grande, poderosa. Emprenden
la marcha con un ruido enorme carretera adelante. ¿Sabes, Martín, pescador granuja? dijo Carlos
después de quitarse las gafas. Cuando conseguí que mi padre me comprará este cacharro, tuve enseguida
ganas de enseñártelo. No lo creerás, pero es así. Por eso, cuando me dejaron tirado como una
colilla, mi padre Janita me di tanta prisa venir a Beniteca. Carlos le cuenta a Martín las novedades.
Damian está en la cárcel y Carmen se ha ido para estar cerca de él. Le ha sustituido una chica muy
joven y con mucho pecho. Juntos van a casa de Martín. Eugenio está más grueso que el año
anterior, lleva una camisa desabrochada y sus pantalones viejos de estar en casa. Adela se asoma
enseguida a la puerta. Lo primero que haces decirle a Martín que está muy sucio. Luego van a la
finca. Frufru no ha cambiado nada. Carlos y Martín se van a bañar al mar. El día de San Juan,
Martín va a misa con su padre y Adela. Al salir de misa, Carlos está esperándole frente a la
iglesia, apoyado en su moto. Dan la vuelta por la plaza montados en la moto. Don Clemente les ve y le
dice a Eugenio que haría bien envigilar la amistad de su hijo con esa gente, porque no le parece
sana. Eugenio se asombra y pregunta por qué. Usted es un hombre tan sano, tan normal, amigos otro,
que creo que no me entiende siquiera. Escúcheme sin enfadarse, yo no le estoy diciendo a usted que
su hijo no sea sano y normal como usted. Le estoy advirtiendo como amigo suyo y como médico que es
amistad de su hijo con el Carlos Corsi, no es conveniente. Anucha les vieron por aquí,
por entre los barracones de Verbena, cogidos de la mano. Eugenio da un puñetazo en la mesa del café
y algunos amigos le calman. Fuera de sí dice que le perdonaría cualquier cosa a su hijo menos eso.
Por la noche le pregunta a Martín y su hijo no le da ninguna importancia, de hecho dice que no sabe
ni siquiera se iban de la mano. Eugenio le dice que esa noche no sale. Martín va a avisar a Carlos
para decírselo pero Carlos le propone que se escape. Martín, cuando todos se han dormido,
baja por el palo de la luz y se va a la Verbena con Carlos y con Frou Frou. Pasa casi toda la noche
fuera y cuando vuelve trepa al muro y se deja caer lo más silenciosamente posible al otro lado.
La sombra de Eugenio se levanta entonces de la mecedora de Adela. Parece la sombra de un gigante,
lleva en la mano una correa de cinturón. Con esa correa cruza las espaldas de su hijo pegando
fuerte. Le dice que como vuelve a escaparse le pone en la camioneta de Juan y le manda a pasar
las vacaciones con los abuelos y luego le obliga a subir por donde se ha escapado, por el palo de la
luz. Tres semanas pasaron como un día. Una tarde de julio después de Merendar estaban sentados en
el Balancín de Frou Frou, Martín y Carlos cuando oyeron rodar un coche por la avenida. Después
de hacer sonar el Klaxon apareció un automóvil grande color crema y quedó aparcado junto a la
fuente seca de la explanada. Martín sintió un sobresalto terrible. Tres semanas habían pasado
como un día. Tres semanas llenas de aventuras para los dos muchachos que eran aventuras imposibles
de concebir en compañía de Anita y la llegada de aquel coche anunciaba la presencia de Anita.
Martín encuentra Anita tan cambiada en el primer momento que tiene ganas de abrir la boca de asombro.
Un rato más tarde se da cuenta de que las facciones de Anita no han cambiado lo más mínimo,
ni tampoco su cuerpo, ni su vitalidad, pero es distinta. Del automóvil baja Corsi y casi
el mismo tiempo un caballero rechoncho y moreno, muy elegante, y luego un perrito pekinés. Oswaldo
es un poeta enamorado de Anita, amigo de Corsi. Enseguida se sientan y empiezan a contar su viaje.
En un momento, Anita, Carlos y Martín se van hacia el mar para bañarse. Oswaldo queda abandonado en
el Balancín. Se reían los tres alegremente mientras iba nocheciendo al subir a la casa. La
alegría de Martín, sin embargo, su misma risa que no podía contener tenía una nota falsa, vacilante
aquella tarde. Carlos cogía la mano de Anita y empezó a correr hacia la casa de la finca bajo
las primeras estrellas que empezaban a temblar en la última luz del día. Martín, retrasado,
le siguió como siempre. Dos días después, Martín intenta mantener una conversación con Carlos,
que para él es importante. Vuelve a hablarle de pintura. Le cuenta que no hace nada durante los
veranos, que no puede ser. Le dice a Carlos que ellos dos no han hablado nunca en serio,
que hasta ahora su único coincidente ha sido un amigo de su abuelo y que se ha dado cuenta de
cuál es su verdadero destino en la vida, de la fuerza que puede tener un hombre para crear y
que dentro de sí siente el universo entero. Carlos le mira extrañado y le pregunta que si se ha
vuelto loco. Y le dice que por qué ha elegido ese momento para hablarle en serio. Martín le dice que
lo necesita, que se ha dado cuenta de lo que es una vocación de artista y que se sintió liberado
como si hubiera roto unas ataduras. Le pide a Carlos que le escuche por una vez.
Hemos sido grandes amigos y sin embargo tú no has visto ni un cuadro ni un dibujo mío.
Te sorprenderás de lo que puedo llegar a hacer. Hay dentro de mí una fuerza, te lo juro. Algo
que ni tu hermana ni tú sospecháis. Ayer supe que nada podrá detener esta fuerza cuando yo la
ponga en marcha y no me podrá atar nada. Necesito una libertad absoluta, ningún lazo familiar.
Oyes bien ninguno, ni ataduras ni patria tampoco. Carlos le dice que habla como un cura y empieza
a hablar de frufru. Luego le dice que está muy pesado, pero Martín le dice que espere que tiene
que hablarle aunque se lo tome a broma. Carlos le dice que está bien, pero que poco a poco,
que le cuente un poquito cada día y no todo de golpe. Se levanta y empieza a silbar para llamar
a Anitta que está sentada con Oswaldo. Carlos no quiere dejar en paz a su hermana. Anitta le ha
empezado a amenazar, de hecho, con no quedarse en benitecas y la molesta mucho. Martín tiene la
impresión de que si no habla ahora no lo hará nunca. Una de las cosas que quiere darle a entender
es su convicción de que tanto Carlos como Anitta, a pesar de su hechizo, son enormemente inferiores
a él en inteligencia, que ha llegado a ver la amistad de los Corsi como algo sin importancia al
compararla con toda aquella vida que ha estallado como una ola dentro de su pecho. Carlos le pone
la mano en la cabeza y le dice que ha cogido una insolación. Vuelve a silbar. Anitta va corriendo
hacia ellos. Entre los dos hermanos arrastran a Martín al mar. Ahora sabía que nunca podría
continuar su conversación con Carlos. Era otro tipo de hombre, Carlos. Resultaba bastante curioso
observar la incapacidad y admiración que tenía fuera de su propia familia. Has cogido una insolación,
eso le había dicho. En verdad le pareció a Martín que el verano entero de Beniteca,
los tres veranos unidos en un largo y llameante verano, constituía una enorme insolación.
Pero no en el sentido en que había hablado Carlos, sino al contrario. No porque a Martín se le
excitase la imaginación hablando de su arte, sino porque lo olvidaba. Olvidaba todo en Beniteca.
Martín, a pesar de eso, recupera la alegría con sus amigos. Piensa que la felicidad es el
resultado de una serie de concesiones entre los que se quieren, pero sabe que algo ha cambiado
definitivamente. Y más cuando su padre le dice que ha pedido el traslado, así que probablemente
será el último verano en Beniteca. Lo que no cambia es la obsesión de Carlos por su hermana,
a la que persigue mientras ella planea casarse con Oswaldo. Una noche Carlos le plantea a Martín
que se vayan a una casa de citas que hay en el pueblo, sólo para darle celos a Anitta,
pero Martín no quiere. Esa noche se va a dormir pronto mientras Carlos se va al pueblo. Por la
noche, Adela no puede dormir. Se levanta acalorada. De repente, o ya no, se asoma la ventana y ve a
Carlos. Está punto de gritar, pero una especie de instinto la contiene. Ve como Carlos se agarra
al palo de la luz y empieza a trepar camino de la azotea. Martín, largo y estrecho, dormía boca
abajo en su cama sin más ropas que sus calzoncillos. Carlos bostezó ruidosamente, pero Martín no despertó.
Se desvistió quedando desnudo por completo. Colocó las ropas al alcance de su mano sobre uno de
los baules y se tendió junto al cuerpo de su amigo. Un segundo después, deliberadamente,
le empujó a un lado y Martín abrió los ojos con tanto asombro que le puso la mano en la boca para
que no gritase. Martín ve la sonrisa de su amigo. Carlos le dice que le llame por la mañana,
le empuja un poco más hacia el borde de la cama, cierra los ojos respirando profundamente,
como quitándose todo cansancio y toda preocupación de encima, y mientras Martín se espabila por
los nervios, él se duerme. Martín se desliza fuera de la cama y cubre a su amigo con la sábana
hasta la cintura. Luego, poco a poco, se duerme junto a su amigo. Despierta con la sombra de Eugenio
encima de su cama. Carlos despertó también, más rápido de reflejos que su amigo dio un salto
instantáneamente y agarró al pasar sus ropas. Cuando Adela y Ramón achillaron, ya había pasado
Carlos entre ellas, desnudo como Adán y con las ropas en la mano corriendo hacia el palo de la
luz en su vida. Martín no pudo verlo. Sólo tuvo conciencia durante un segundo de su despertar.
Ni siquiera notó el dolor del primer puñetazo que Eugenio descargó en su cabeza. Sólo un
coljido, como si le partieran dentro del cráneo miles de bombillas iluminadas y luego una oscuridad
total. Es Adela, la que convence a Martín para que se escape diciéndole que su padre le quiere meter
en un correccional. Y Martín, con la cara llena de esparadrapos y los ojos hundidos por la hinchazón,
huye. Encerrado con llave por Eugenio en el cuarto de la azotea, había golpeado la puerta,
había dado patadas hasta rendirse de debilidad y cansancio, llamando enrronquecido a su padre,
cuando al fin pudo comprender qué motivo vergonzoso había llegado a creer Eugenio,
para castigarle así sin dejarle hablar ni explicarse. Al atardecer, dando otras pies,
llamó al portillo trasero de la casa del inglés. Los Corsi le dijeron habían salido de excursión
desde por la mañana. Le dijeron que querían verle cuando regresasen. Los Corsi no habían aparecido
al volver de su excursión. La idea de que no volvería a verlos jamás le vino a Martín sin dolor
alguno. Su sensibilidad estaba embotada. Metió las manos en sus bolsillos y encontró dinero allí.
Adela había sido generosa por una vez. Tenía dinero y salvo conducto para el viaje. Martín podía
escapar. Se encuentra en Alicante una tarde calurosa. Cerca de casa de sus abuelos se detiene en la
cera. Aún puede dar media vuelta y huir hacia otro lugar. No sabe de fe dónde. Está solo y el mundo
en masa es enemigo suyo, un mundo que no entiende el deslumbramiento del verano ni de la amistad.
Ni siquiera los Corsi entienden la amistad. Nadie. En el piso de los abuelos cuelgan las persianas
verdes sobre el balcón del despacho. Muchas veces lo ha esperado su abuela detrás de aquella persiana.
Arrastrando su maleta llega hasta el portal. Empieza a subir escalón a escalón, arrastrando la
maleta hasta la mitad de la escalera. Y allí se detiene. Sabe que no ha hecho nada, que no tiene
por qué oír, pero está temblando. Se abre la puerta del piso y Martín queda quieto, paralizado. La
abuela apareció en el rellano de arriba. Y a Martín vista desde abajo, le pareció muy alta y muy
delgada. Vestía de negro y tenía el cabello risoso, casi blanco. En su gran confusión, a Martín le
pareció que ella sonría, pero no estaba seguro. Sólo estaba seguro de que si la abuela gritaba
echaría a correr, la abuela no le dijo nada. Tendió las manos hacia Martín simplemente,
llamándole con aquel gesto sencillo, aquel gesto que Martín conocía también,
el gesto con que le había recibido siempre, año tras año, cuando él volvía del colegio,
de la escuela de arte o del instituto. Y así les hemos contado la insolación de Carmen Laforet.
Hemos seguido la edición de la editorial austral. Gracias por estar ahí y gracias por leer. Un libro,
una hora, en la cadena SER. Un programa escrito y dirigido por Antonio Martínez Asensio,
con la voz de Eugenio Barona y la participación de Olga Hernán Gómez. Ambientación musical de
Mariano Revilla, edición y montaje de sonido de Pablo Arevalo y en las redes Virginia Díaz Pacheco.
Suscríbete a un libro, una hora. Todos los episodios y contenidos adicionales en la
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Carmen Laforet (Barcelona, 1921- Majadahonda, 2004) obtuvo el Premio Nadal por 'Nada' en 1944. Es autora también de 'La isla y los demonios' (1952) o 'La mujer nueva' (1955). 'La insolación' se publicó en 1963, es la primera novela de la trilogía 'Tres pasos fuera del tiempo', inacabada, y cuyo segundo volumen, 'Al volver la esquina' se publicó en 2004.