Un Libro Una Hora: 'El vizconde demediado', una fábula sobre el hombre alienado
Cadena SER 4/16/23 - Episode Page - 55m - PDF Transcript
Un libro una hora, dirigido por Antonio Martínez Asensio.
Bienvenidos al podcast de Un Libro Una Hora.
En este episodio os vamos a contar el bizconde de mediado de Italo Calvino.
Italo Calvino nació en Cuba en 1923 y murió en Siena en 1985.
Era un autor genial, comprometido, imaginativo, dueño de una voz personal y de un imaginario
donde todos nos podemos reflejar.
En el momento de su muerte era el escritor italiano más traducido.
Entre sus obras está la maravillosa, las ciudades invisibles, si una noche de invierno
un viajero, palomar o los amores difíciles.
El bizconde de mediado se publicó en 1952 y fue la primera de una trilogía compuesta
por el caballero inexistente y el varón rampante, que ya les hemos contado en un libro
una hora.
Es una historia maravillosamente escrita, inteligente, divertidísima.
Nos habla de lo que somos, de la identidad y de nuestras carencias.
Vamos allá.
Había una guerra contra los turcos, el bizconde medardo de Terralba, mi tío, cabelgaba por
la llanura de Bohemia hacia el campamento de los cristianos.
Le seguía un escudero de nombre curcio.
Las tigueñas vuelan bajo, en blancas bandadas, atravesando el aire opaco e inmóvil.
El bizconde medardo de Terralba pregunta por qué tantas tigueñas.
Su escudero le contesta, lúgubre, que vuelan a los campos de batalla y que les acompañarán
durante todo el camino, que también ellas comen carne humana, desde que la carestía
ha marchitado los campos y la sequía ha resecado los ríos.
Mi tío era un novato, al haberse alistado hacía muy poco por complacer a ciertos duques
vecinos nuestros comprometidos en aquella guerra.
Se había provisto de un caballo y un escudero en el último castillo en manos cristianas
e iba a presentarse al cuartel imprial.
El bizconde está en su primera juventud, la edad en que los sentimientos todavía no
están separados en mal y en bien, la edad en que cada nueva experiencia es ardiente
de amor por la vida.
El escudero en cambio es un soldado uranio, bigotudo, que no levanta nunca la mirada.
Esparcidos por la llanura se ven montones de despojos de hombres y mujeres, desnudos,
desfigurados por los bubones y mezclados con carroña de buitre.
También aparecen en el suelo señales de batallas pasadas, restos de caballos y luego
de hombres.
Ya que llegan al campamento, a la entrada, bajo una hilera de baldaquines mujeres gruesas
con tirabuzones y los senos desnudos, los acojen con gritos y resotadas, son los pabellones
de las cortesanas, pasan luego ante las baterías de campaña, después vienen las cuadras de
la caballería y al fin el campamento de infantería.
El bizconde de Terralba es conducido enseguida ante el emperador que le nombra teniente.
Aquella noche, aunque cansado, me dardo tardo en dormirse.
Su corazón no sentía nostalgia, ni dudas, ni aprensión.
El mundo para me dardo era todavía algo entero e indiscutible como su propia persona.
Si hubiera podido prever la terrible suerte que le esperaba, Kifale habría parecido justa
y natural con todo su dolor.
Tendía la mirada al límite del horizonte nocturno, en donde sabía que se encontraba
el campamento de los enemigos y con los brazos cruzados se apretaba con las manos los hombros,
contento de poder apreciar a la vez la certeza de realidades lejanas y distintas y de su
propia presencia entre ellas.
Sentía que la sangre de aquella guerra cruel, derramada en mil reros sobre la tierra, llegaba
hasta él y se dejaba la merpor ella sin experimentar ira ni piedad.
La batalla comienza puntualmente a las 10 de la mañana.
De lo alto de su silla, el lugar teniente me dardo contempla la amplitud de la formación
cristiana preparada para el ataque.
En realidad, el ejército cristiano consiste casi únicamente en una hilera y las tropas
de refuerzo son apenas algunos escuadrones de infantes debiluchos, pero me dardo se
encuentra con la espada desenvainada galopando por la llanura los ojos en el estandarte
imperial que desaparece y vuelve a aparecer entre el humo mientras los cañonazos amigos
vuelan por encima de su cabeza y los enemigos ya abren brechas en el frente cristiano.
Nada gusta tanto a los hombres como tener enemigos y ver luego si son como se los imaginaba.
Vio a los turcos, precisamente llegaban allí dos de ellos, con los caballos protegidos
con bardas, el pequeño escudo redondo de cuero, vestidos a rayas negras y azafrán
y el turbante, la cara de coloro crey los bigotes como uno que en Terralba llamaban
Miquel Turco, uno de los dos turcos murió y el otro mato a otro, pero estaban llegando
quién sabe cuántos y el combate era de alma blanca, vistos dos turcos era como haberlos
visto a todos, me dardo lo que era verlos ya los había visto podía regresar a casa
a Terralba a tiempo para el paso de las codornices en cambio se había listado para la guerra.
Me dardo corre esquivando los golpes de las cimitarras hasta que encuentra un turco bajo
a pie y lo mata, luego se va por uno a caballo pero un turco abierto en canal a su caballo
que muere, así el bizconde debe seguir a pie.
Se lanza el combate, la suerte de la batalla es incierta, en aquella confusión parece que
vencen los cristianos, me dardo con otros valientes avanza hasta situarse debajo de
las baterías enemigas mientras los turcos las desplazan para tener a los cristianos
bajo su fuego.
El bizconde entusiasta e inexperto no sabe que a los cañones solo hay que aproximarse
de lado o por detrás y se avalanza frente a la boca de fuego con la espada desenvainada,
le disparan dándole el pecho, me dardo de Terralba salta por los aires, por la noche
durante la tregua dos carros van recogiendo los cuerpos de los cristianos por el campo
de batalla, uno es para los heridos y el otro para los muertos, los restos de me dardo son
colocados en el carro de los heridos.
Al levantar la sábana, el cuerpo del bizconde apareció horriblemente mutilado, le faltaba
un brazo y una pierna y no solo eso, sino que todo lo que era tórax y abdomen entre
el brazo y la pierna había desaparecido pulverizado por aquel cañonazo recibido de lleno, de
la cabeza quedaba un ojo, una oreja, una mejilla, media nariz, media boca, media barbilla y media
frente, la otra mitad de la cabeza era pura papilla.
En pocas palabras, se ha salvado solo la mitad, la derecha, pero perfectamente conservada
sin ningún rasguño, exceptuando aquel enorme desgarrón que lo ha separado de la parte
izquierda saltada en pedazos.
Al día siguiente, el bizconde me dardo de Terralba abre el único ojo, la media boca dilata
la nariz y respira, está vivo y partido por la mitad.
Cuando mi tío regresó a Terralba, yo tenía siete u ocho años, fue por la tarde ya oscuras,
era octubre, el cielo estaba cubierto, vimos encenderse en el fondo del valle una hilera
de antorchas por el camino y luego, cuando pasó por el puente, distinguimos una litera
transportada a hombros, no había duda, era el bizconde que volvía de la guerra.
La noticia se difunde por los valles, en el patio del castillo se reúne mucha gente,
padres, criados, vendimiadores, pastores, gente de armas, todos, esperando, se preguntan
cómo estará el bizconde me dardo.
Hace tiempo que ha llegado la noticia de sus graves heridas, pero nadie sabe todavía
exactamente si está mutilado, tuyido, lisiado o solo deformado por las cicatrices.
Solo falta el padre de me dardo, el viejo bizconde ayulfo que desde hace tiempo ya no baja
ni al patio.
Cansado de los asuntos del mundo, su pasión por los pájaros que cría dentro del castillo
en una gran jaula se ha ido haciendo más exclusiva, se ha llevado la cama a aquella
pajarera, allí se encierra y no sale ni de día ni de noche, comparte todas las cosas
con aquellas criaturas.
Y he aquí que pusieron la litera en el suelo y en medio de la sombra negra se vio el brillo
de una pupila, la grande y vieja nodriza sebastiana hizo demande aproximarse, pero de aquella sombra
se alzó una mano con un áspero gesto de negación, después se vio al cuerpo de la litera agitarse
con un esfuerzo anguloso y convulso y ante nuestros ojos me dardo de terra alba saltó
de pie sujetándose a una muleta.
Una capa negra con capucha le llega hasta el suelo, por la parte derecha está echado
hacia atrás descubriendo solo la mitad del rostro y del cuerpo, agarrado a la muleta,
el lado izquierdo parece que está escondido envuelto entre los repliegues de la capa.
Se quedó mirándonos a los que le rodeábamos sin que nadie dejese una palabra, pero quizá
con aquel ojo fijo no nos miraba en absoluto, solo quería dejarnos de él.
Una ráfaga de viento hace que la capa del bizconde ondé y se podría decir que ese cuerpo
parece no existir, la capa está vacía como la di un fantasma, nadie puede disimular su
favor, la nodriza sebastiana grita hijo mío, pobrecillo y levanta los brazos. El bizconde,
contrariado por haber sustitado en ellos tal impresión, avanza la punta de la muleta
por el suelo y con un movimiento de compás se da impulso en dirección a la entrada del
castillo. Los portadores de la literar, unos tipejos medio desnudos con pendientes de
oro y el cráneo rasurado en el que crecen crestas o colas de caballo, se dirigen a él
pidiéndole su retribución. ¿Cuánto? preguntó Medardo y se hubiera dicho que se reía.
El hombre de la trenza dijo, no sabéis cuál es el precio por el transporte de un hombre
literar. Mi tío sacó una bolsa de la cintura y la echó tintineante a los pies del portador,
este apenas la sopesó y esclamó, pero esto es mucho menos de la suma pactada, señor.
Medardo, mientras el viento le levantaba los vuelos de la capa, dijo, la mitad.
Inmóvil, tras el enrejado de la pajarera, le espera a su padre. Medardo ni siquiera
le saluda y se encierra en sus habitaciones. Tampoco responde a la anodoriza Sebastiana,
que permanece mucho tiempo llamando a su puerta y compadeciéndole. La vieja Sebastiana ha
amamantado a todos los jóvenes de la familia Terralba, se ido a la cama con los más viejos
y ha cerrado los ojos a todos los muertos. Al día siguiente, Medardo continúa sin dar
señales de vida. El viejo ayulfo, adivinando a que su hijo volvería tan triste y arisco,
hace tiempo que ha amastrado a uno de sus animales más estimados, un alcaudón, para
que huele hasta el ala del castillo donde están los aposentos de Medardo y entre por
la ventana de su habitación. Aquella mañana, el viejo abre la portezuela al alcaudón y
sigue su vuelo hasta la ventana de su hijo.
Al poco rato, yo al golpe de un objeto arrojado contra los vidrios. Se asomó y en la cornisa
estaba su alcaudón rígido. El viejo lo recogió en el hueco de las manos y vio que
una ala estaba rota como si hubieran tratado de arrancársela. Una patita estaba partida
como apretada por dos dedos y tenía un ojo arrancado. El viejo estrechó el alcaudón
contra el pecho y se echó a llorar. Ese mismo día se mete en la cama. Nadie puede
ir a asistirlo porque ha cerrado por dentro. En torno a su cama vuelan los pájaros que
no quieren posarse ni cesan debatir las alas. A la mañana siguiente, la nodriza se asoma
a la pajarera y ve que el bizcón de ayulfo está muerto. Los pájaros se han posado
al fin, todos en su cama, como sobre un tronco que flotará en medio del mar.
El desquiciamiento de la razón que presentan las tres novelas de nuestros antepasados.
El bizcón de demediado, el varón rampante y el caballero inexistente. Su aire descabellado
e irreal vienen siempre ilvanados por una lógica implacable. En ese mundo aparentemente
imaginativo, subyace de la mano del humor una realidad que nos presenta hechos y situaciones
muy reales, muy de hoy, cosiendo de continuo el símbolo con el hilo de la realidad.
El resultado final puede parecer un tapiz fantástico, con afiligranados arabescos, una brillante
explosión colorista. Pero lo que Calvino nos cuenta es siempre algo esencial en la
vida humana. La soledad, el miedo, la lucha, la liberación.
Con las fábulas va ligada constantemente una intención moral, afirmada sin la menor
reticencia por nuestro autor, cuando dice creer en una literatura que sea presencia activa
en la historia, en una literatura como educación.
Tras la muerte de su padre, Medardo empezó a salir del castillo. Fue también la nodrisa
Sebastiana, la primera en darse cuenta una mañana, al encontrar las puertas abiertas
de Palempar y las estancias desiertas. Se envió una cuadrilla de siervos por el campo
a seguir el rastro del bizcón de. Los siervos corrían y pasaron bajo un peral que habían
visto por la noche, cargado de frutos tardíos a un verde.
-"Mira ahí arriba", dijo uno de los siervos. Vieron las peras que colgaban contra el cielo
del alba y al verlas les asaltó el terror, porque no estaban enteras. Eran muchas mitades
de peras cortadas a lo largo y colgadas aún cada una de su tallo.
Caminando, los criados encuentran sobre una piedra media rana que salta por la virtud
de las ranas aún viva. Se extravían porque no ven medio melón entre las hojas. De los
campos pasan al bosque y ven una seta cortada por la mitad, un boleto luego otro, un boleto
rojo y venenoso. Hay casi tantas venenosas como comestibles. Parecen divididas con un
corteneto y de la otra mitad no se ven ni siquiera una espora. Siguiendo este rastro
los criados llegan al prado llamado de las monjas, donde hay un estanque entre la hierba.
En el borde del estanque está Medardo, envuelto en la capa negra. Se refleja en el agua donde
flotan las mitades de las setas que se ha llevado. Pero solo están las setas buenas
para comer. ¿Y las venenosas? Los criados se alejan corriendo por el bosque. Se encuentran
a un niño que lleva un cesto con todas las medias setas venenosas.
La nodriza sebastiana cuando le contaron la historia dijo, ha regresado la mitad mala
de Medardo. Aquel día se celebra un juicio contra unos
bandoleros que son gente del territorio del Bisconde, así que es el quien debe juzgarlos.
Los bandoleros dicen que los asaltados eran cazadores furtivos. Medardo condena a los
bandoleros a morir a horkados, pero también condena a los asaltados por cazadores furtivos.
Total, 20 personas. Ama ese, Pietro Chiodo, al bardero y carpintero se le encarga construir
la orca. La construye ramificada como un árbol, una máquina tan grande e ingeniosa
que se puede ahorcar con ella de una sola vez, incluso a más gente de la condenada,
de modo que el Bisconde aprovecha para colgar diez gatos, alternados cada dos reos.
Aquellos eran para mí tiempos felices, siempre por los bosques con el Dr. Trellani buscando
conchas de animales marinos convertidos en piedras. El Dr. Trellani era inglés. Había
llegado en estas costas después de un naufragio, orcajadas de un tonel de burdeos. Había sido
médico de barcos durante toda su vida y había realizado viajes largos y peligrosos, entre
ellos con el famoso Captain Cook, pero nunca había visto nada del mundo, porque se quedaba
siempre bajo cubierta, jugando a la brisca. Se quedó enterralba como médico, pero no
se preocupaba de los enfermos, sino de sus descubrimientos científicos que le hacían
dar vueltas por campos y bosques día y noche. Tiene pasión por los fuegos fatuos, quiere
encontrar la manera de cogerlos y conservarlos. El Dr. Trellani ha montado su habitáculo
en una casucha cercana al cementerio, y allí el doctor ha instalado su laboratorio, pero
no es hombre de quedarse mucho tiempo absorto en sus estudios.
Yo era libre como el aire porque no tenía padres y no pertenecía a la categoría de
los siervos ni a la de los amos. Formaba parte de la familia de los terralbas solo por tardíos
de reconocimiento, pero no llevaba su nombre y nadie se cuidaba de educarme. Mi pobre madre
era hija del bizcón de Ayulfo y hermana mayor de Medardo, pero había manchado el honor
de la familia, huyendo con un cazador furtivo que fue más tarde mi padre.
En aquel tiempo el bizcón de pasea siempre a caballo. Se ha hecho construir por el albardero
Pietro Chiodo una silla especial a uno de cuyos estribos puede asegurarse con correas
mientras al otro se le ata un contrapeso. Al lado de la silla ha sujetado una espada
y una muleta, y así el bizcón de cabalga con un sombrero a la cabeza de alas anchas
y con plumas cuya mitad desaparece bajo la capa agitada por el viento. Donde se oye el
ruido de cascos de su caballo todos escapan porque la maldad del bizcón de no perdona
a nadie y puede desatarse de un momento a otro en las acciones más imprevisibles e incomprensibles.
Una noche, Medardo de Terralba, que llevaba a pastar a su caballo entre las tumbas, se
acerca al doctor Trellani para preguntarle qué está haciendo. El doctor confuso y aterrorizado
le contesta que intenta coger fuegos fatuos. El bizcón de entonces promete ayudarle.
El día siguiente era el establecido para la administración de la justicia, y el bizcón
de condenó a muerte a una decena de campesinos porque según sus cálculos no habían entregado
toda la parte de cosecha que debían al castillo. Los muertos fueron sepultados en la tierra
de la fosa común y el cementerio hizo salir cada noche fuegos en abundancia. El doctor
Trellani estaba muy asustado por esta ayuda, si bien la encontraba muy útil para sus estudios.
Por los senderos, se oye el sonido del cuerno del leproso. El leproso pasa cada mañana a
hacer la colecta para sus compañeros de desventura. Se llama galateo y lleva colgado
del cuello un cuerno de caza, cuyo sonido advierte desde lejos su presencia. Las mujeres,
cuando oyen el cuerno, ponen sobre el canto de la tapia, huevos o calabacines o tomates
y a veces un conejo pequeño despellejado, y luego escapan a esconderse llevándose a
los niños porque nadie debe quedarse en las calles cuando pasa el leproso.
En aquella época nuestra, en las comarcas próximas al mar, la lepra era una enfermedad
muy difundida y cerca de nosotros había una aldea, Pratofungo, habitada solo por leprosos
a los que nos sentíamos obligados a entregar donativos que recogía galateo. Cuando alguien
de la costa o del campo era atacado por la lepra, dejaba a parientes y amigos y se iba
a Pratofungo a pasar el resto de su vida esperando que el mal lo devorase. Se hablaba de grandes
fiestas para recibir a cada recién llegado. Desde lejos se oían hasta la noche subir
sonidos y cánticos de las casas de los leprosos.
El bizconde tiene de pronto la idea de los incendios. Por la noche de repente un enil
de campesinos miserables arde o un árbol o todo un bosque. Las víctimas son siempre
infelices que se las han tenido con el bizconde por alguna de sus ordenanzas cada vez más
severas e injustas o por los tributos que ha doblado. Pero no contento con incendiar
los bienes, me dardo la emprende también con los poblados. Lanza y escas encendidas
sobre los techos y luego escapa a caballo. En los campesinos el odio contra él crece.
Sus enemigos más obstinados son las familias de religión ugonota que habitan los caseríos
de Colgervido. Allí los hombres montan guardia turnándose durante la noche para prevenir
incendios. Sin ninguna razón, una noche se acerca hasta las casas de Pratofungo y lanza
contra ellos Brea y Fuego. Pero la maldad de Medardo se dirige también contra su propio
castillo.
El fuego se alzó en el ala donde vivían los siervos y estalló entre alaridos agudísimos
de los que habían quedado atrapados mientras se vía el bizconde cabalgar a lo lejos por
el campo. Era un atentado que había perpetrado contra la vida de su nodriza y vice madre
Sebastiana. Con la obstinación autoritaria que las mujeres pretenden mantener sobre a
quienes han conocido de niños, Sebastiana no dejaba nunca de reprocharle al bizconde
cada nueva fechoría, aún cuando todos se habían convencido ya de que su naturaleza
estaba bocada a una irreparable insana cruelta.
Sacan a Sebastiana maltrecha de los muros carbonizados y tiene que guardar cama muchos
días para curarse de las quemaduras. Una noche, Medardo va a verla y le pregunta qué
son esas manchas en su cara señalando las quemaduras. Al día siguiente, Medardo manda
llamar al doctor Trellani y le dice que teme que Sebastiana tenga lepra. Trellani da media
vuelta, sale huyendo y desaparece en los bosques con un barrilete de vino. No se le ve durante
una semana. Cuando regresa, la nodriza Sebastiana ha sido enviada al pueblo de los leprosos.
El bizconde de mediado es la primera incursión de Italo Calvino en lo fabuloso y lo fantástico.
Esta magnífica fábula plantea la búsqueda del ser humano en su totalidad, quien suele
estar hecho de algo más que de la suma de sus mitades. Partiendo de la imagen de un
hombre cortado en dos por una bala de cañón, Calvino desarrolla esta parábola del bizcón
de Medardo, que simboliza a la perfección el hombre contemporáneo, incompleto, demediado,
no reconciliado consigo mismo. Calvino ha acertado a construir una fábula en la que
campea por encima de todo la sátira, el humor, como si el autor se burlase en cierta medida
de lo que está escribiendo y que, bajo los ropajes de la imaginación liberrima, configura
una de las tragedias fundamentales del hombre de nuestros días. La mutilación, la extisión
de la personalidad, en suma, la alienación. Una noche, el bizconde va a ver a los ugonotes
y les pide hospitalidad porque está diluviendo. Cerca de la puerta hay un montón de sábanas
de las que se extienden bajo los árboles para recoger las aceitunas. Medardo se obtiende
en ellas y se duerme. Los ugonotes odian al bizconde pero su sentido de la hospitalidad
no les permite hacer nada. De hecho Ezequiel, el líder, se queda a su lado vigilando con
la escopeta al hombro. Cuando Medardo abre el ojo, pregunta qué hace ahí y Ezequiel
se lo dice. El bizconde le cuenta que no duerme en el castillo porque teme que los criados
le maten y le dice que quiere convertirse a su religión. El viejo Ezequiel no contesta
nada. «Estoy rodeado, gente infiel. Continuo, Medardo. Quisiera deshacerme de todos ellos
y llamar a los ugonotes al castillo. Vos, Ezequiel, seréis mi ministro. Declararé
terralba territorio ugonote e iniciaré la guerra contra los príncipes católicos. Vos
y vuestros familiares seréis los jefes. ¿Estáis de acuerdo, Ezequiel? ¿Podéis convertirme?»
Pero el viejo, rígido e inmóvil, le contesta que los ugonotes se quedarán en sus tierras
y el bizconde en las suyas. El bizconde le dice entonces que si sabe que todavía no
ha dado cuenta la inquisición de la presencia de rejes en su territorio y que las cabezas
de los ugonotes enviadas como regalo al obispo le devolverían enseguida el favor de la curia.
Y luego dice que se marcha a dormir debajo del roble mejor que en casa de sus enemigos
y sale bajo la lluvia. Poco después un rayo rasga el cielo y el trueno hace temblar las
tejas y las piedras de las paredes. El rayo ha caído sobre el roble. La mitad del árbol
está carbonizada, de la cima a las raíces y la otra mitad está intacta. Lejos, bajo
la lluvia, oyen el trote de un caballo y con un relámpago ven la figura embozada del
flaco caballero. Si pudieran partirse todas las cosas enteras. Si cada uno pudiera salir
de su abdusa ignorante integridad, estaba entero y todas las cosas eran para mí naturales
y confusas, estúpidas, como el aire. Creía que lo veía todo y no era más que la corteza.
Si alguna vez te conviertes en la mitad de ti mismo y te lo deseo, chico, comprenderás
cosas más allá de la común inteligencia de los cerebros enteros. Habrás perdido la
mitad de ti y del mundo, pero la mitad que quede será mil veces más profunda y preciosa.
Y también tú querrás que todo sea demediado y desgarrado a tu imagen, porque belleza y
sabiduría y justicia existen solo en todo lo que está hecho a pedazos.
Sujetado a la silla de su caballo saltador, medardo de terralba sube y baja por los riscos
por las mañanas y se asoma hacia abajo, escrutando o con ojo de rapaz. Así ve, un día, a la
pastorcilla Pamela en medio de un prado junto a sus cabras, gordita y descalza, con un simple
vestidillo rosa encima, boca abajo sobre la hierba dormitando, hablando con las cabras
y oliendo las flores. Y decide enamorarse. Medardo ha sentido una confusa conmoción
en la sangre, algo que no notaba desde hace tiempo. Durante el camino de regreso a mediodía,
Pamela ve que todas las margaritas de los prados tienen solo la mitad de los pétalos
y que la otra mitad ha sido desojada. Se lamenta de que de todas las chicas del valle
le haya tenido que suceder a ella. Nada más llegar a su humildísima casa se lo cuenta
a sus padres. Al día siguiente, cuando llegó a la piedra
donde solía sentarse mientras apacentaba las cabras, Pamela lanzó un grito. Horrendos
restos ensuciaban la piedra, la mitad rimulcielao y la mitad de una medusa, una goteando negra
sangre y otra materia viscosa. Una conela la desplegada y la otra con los blandos flecos
gelatinosos. La pastosilla comprendió que era un mensaje. Quería decir, cita esta noche
a la orilla del mar. Pamela se armó de valor y fue.
Lo primero que el bizconde le dice es que ha decidido estar enamorado de ella. Y cuando
ella le pregunta por qué despedaza todas las criaturas de la naturaleza, Medardo le explica
que cada encuentro de dos seres en el mundo es un despedazarse. Ella le pregunta si también
a ella la cortará por la mitad. No sé lo que haré contigo. Sin duda,
que el tenerte me hará posibles cosas que ni siquiera imagino. Te llevaré al castillo
y te tendré allí nadie más de verá y dispondremos de días y meses para comprender lo que debemos
hacer e inventar modos siempre nuevos de estar juntos.
Ella está atendida sobre la arena y Medardo se ha rodillado a su lado sin tocarla. Pamela
le dice que antes debes saber qué la va a hacer, así que le pide ahora una prueba y
entonces podrá decidir si ir o no al castillo. El bizconde lentamente acerca a su mano sutil
y retorcida a la mejilla de Pamela. La mano tiembla. Aún no ha llegado a tocarla cuando
retira la mano de repente y se levanta. Le dice que es en el castillo donde la quiere
y que va a preparar la torre en la que vivirá. Le deja un día más para pensarlo. Espolea
su caballo y se aleja por aquellas playas.
Al día siguiente Pamela subió como de costumbre a la morera para coger moras. Yo yo gemir
y aletear entre las frondas. Por poco se cae el susto. En una rama alta había un gallo
atado por las alas y gruesas orugas, azules y peludas lo estaban devorando. Era sin duda
otro de los horribles mensajes del bizconde y Pamela lo interpretó. Mañana a la alba
nos veremos en el bosque.
Pamela le dice que ha decidido no ir al castillo. Medardo le dice que la torre donde vivirá
ya está preparada. Pamela le contesta que será suya pero no encerrada en una torre
sino allí, sobre las agujas de pino. El bizconde se ha puesto en cuclillas junto a la cabeza
de ella. Tiene una aguja de pino en la mano. La acerca al cabello de Pamela y se la pasa
en torno. Pamela siente que se le pone la carne de gallina pero se queda quieta. Ve el
rostro del bizconde inclinado sobre ella, aquel perfil que es perfil incluso visto de
frente. El bizconde se pone en pie y le dice que quiere tenerla encerrada en el castillo
y que ya sabrá él cómo llevarla allí.
Ella noche Pamela durmió en su amaca colgada entre el olivo y la higuera y por la mañana
horror se encontró un pequeño cadáver sanguino lento en el regazo. Era una media ardilla
cortada como siempre a lo largo pero con la leonada cola intacta.
El padre de Pamela dice que quizás esa cola intacta sea una buena señal que tal vez se
está volviendo bueno. La madre dice que lo que la ardilla tiene más hermoso la cola
lo respeta y que tal vez eso quiere decir que respetará lo más hermoso que tiene su
hija. Pamela les dice que no hablen con el bizconde y que si viene a hablar con ellos
que le echen encima las colmenas y le aten sobre el hormiguero. Aquella noche el pajar
donde duerme la madre arde y la barrica donde duerme el padre se deshace. Por la mañana
los dos viejecitos contemplan los restos del desastre cuando aparece el bizconde. Aquel
día cuando Pamela vuelve a casa encuentra su padre y a su madre atados y amordazados
uno sobre la colmena la otra encima del hormiguero. Pero los dos viejecitos traman algo porque
al día siguiente Atana Pamela la encierran en casa con las bestias y van al castillo
a decirle al bizconde que están dispuestos a entregarle a su vieja.
Pero Pamela sabía hablar a sus animales. A picotazos los vatos la libraron de las ataduras
y a cabezazos las cabras derribaron la puesta. Pamela escapó, cogió su cabra y su pato
preferidos y se fue a vivir al bosque. Estaba en una gruta que solo conocían a ella y un
niño que le llevaba alimentos y noticias a que el niño era yo. Con Pamela en el bosque
la vida era estupenda, le llevaba fruta, queso y peces fritos y ella a cambio me daba alguna
taza de leche de la cabra y algún huevo de pato. Cuando ella se bañaba en las charcas
y los arroyos, yo montaba la guardia para que nadie la viese.
El sobrino del bizconde decide ir a ver a la nodriza Sebastiana a la que echa de menos.
A Pratofungo, la aldea de los leprosos. Sebastiana le recibe con alegría. Como sabe mucho de
plantas y remedios naturales ha conseguido no contagiarse. Vive en una cabañita un poco
apartada, muy limpia. Al día siguiente, muy contento por la visita a la nodriza, va a
pescar anguilas, lanza el sedal en un laguito del torrente y se duerme. Un ruido le despierta.
Abre los ojos y ve una mano alzada sobre su cabeza y en esa mano una peluda araña
roja es su tío con su capa negra. El chico da un salto lleno de espanto, pero en ese
momento la araña muerde la mano de su tío y desaparece rápidamente. Su tío se lleva
la mano a los labios y chupa ligeramente la herida. Le dice que le ha picado una araña
venenosa que corría velozmente hacia su cuello, que ha puesto la mano delante y la araña
le ha picado a él. No creí ni una palabra. Por lo menos ya había tentado contra mi vida
otras tres veces con sistemas parecidos, pero no había duda de que ahora esa araña le
había mordido la mano y la mano se le hinchaba.
«¿Tú eres mi sobrino?» dijo Merardo. «Sí, respondí un poco sorprendido porque
era la primera vez que demostraba reconocerme. «Te he reconocido enseguida», dijo y
añadió. «Ah, araña, solo tengo una mano y tú quieres envenenármela. Pero claro,
es mejor que le haya tocado a mi mano que no al cuello de este chico».
El chico se queda muy sorprendido. Su tío nunca ha hablado así. Parece muy cambiado,
con una expresión ya no tensa y cruel, sino lánguida y afligida, quizá por el miedo
y el dolor de la picadura. La vestimenta polvorienta y dechura también es un poco distinta de la
habitual y la pierna ya no va enfundada en una alta bota de cuero, sino en una media
delana a rayas azules y blancas. El chico va a mirar si por casualidad ha picado alguna
anguila en su sedal. Anguilas no, pero en el anzuelo brilla un anillo de oro con diamantes.
El chico lo saca y ve que tiene las armas de los Terralba.
«Oh, te sorprendas. Al pasar por aquí he visto una anguila que se agitaba cogida
al anzuelo y me ha dado tanta lástima que la he liberado. Luego, pensando en el daño
que con mi gesto había ocasionado al pescador, he querido recompensarle con mi anillo último
objeto de valor que me queda. Aún no sabía que el pescador era tú. Después te he encontrado
dormido en la hierba y el gusto por verte se ha convertido enseguida en apresión por
aquella araña que te cae encima. El resto ya lo sabes».
El chico piensa que todo puede ser una sarta de crueles engaños, pero sería hermoso que
hubiera habido un imprevisto cambio en los sentimientos de su tío. ¿Cuánta alegría
daría a Sebastiana, a Pamela y a todos los que sufren por su cruelda? Decide ir corriendo
a ver si Sebastiana conoce una planta que cure la picadura de la araña y de paso preguntarle
qué piensa de esos extraños fenómenos. Le hace un relato un poco confuso a Sebastiana,
pero la vieja se interesa más por la mordedura que por las buenas acciones de Medardo. Cuando
Sebastiana le pregunta si es profunda la mordedura, el chico contesta que tiene la mano izquierda
entera hinchada. La nodriza se ríe y le dice que el biconde no tiene mano izquierda y le
da una planta. Pero cuando el chico llega de nuevo al río, su tío ya no está.
Callé a la noche y yo vagaba entre los olivos y de repente lo veo envuelto en su capa negra
de pie en la brilla apoyado en un tronco. Me daba la espalda y miraba hacia el mar. Yo
sentí que el miedo volvía a saltarme y con trabajo y con un hilo de voz conseguí decir
tío, aquí está la hierba para la picadura. La media cara se volvió enseguida contrahecha
en una mueca feroz. ¿Qué hierba? ¿Qué picadura? Crito.
Cuando el chico le dice que es la hierba para curar, su tío le contesta con una media sonrisa
que la metan en el agujero de un tronco cercano. El chico obedece y cuando mete la mano se
da cuenta de que es un nido de avispas. Se le echan todas encima, el chico echa a correr
perseguido por el enjambre y se tira al río. Mientras, oye la oscura carcajada del bizconde.
Astiado de mí mismo y de todo me puse a escribir como pasatiempo privado el bizconde de mediado
en 1951. No tenía el menor propósito de defender una poética en lugar de otra, ni la menor
intención de alegoría moralista ni mucho menos política en sentido estricto. Reflejaba,
así, aunque sin darme mucha cuenta, la atmósfera de aquellos años. Estábamos en el corazón
de la Guerra Fría. En el aire había una tensión, un desgarramiento sordo, que no se manifestaban
en imágenes visibles, pero dominaban nuestros ánimos. Y he aquí, que al escribir una historia
completamente fantástica, me encontraba expresando, sin advertirlo, no solo el sufrimiento de
ese momento particular, sino el impulso a salir de él. Esto es, no aceptaba pasivamente
la realidad negativa, sino que conseguía sumergirme de nuevo en el movimiento, la fanfarronería,
la economía de estilo y el despiadado optimismo que habían sido los de la literatura de la
resistencia. Italo Calvino.
Cuando el chico se encuentra al doctor Trellani y le cuenta lo que ha pasado, el doctor le
dice que acaba de curar a su tío de la picadura y el chico le pregunta si le ha notado cambiado
y entonces el doctor le cuenta que le ayudó a salir del agua cuando se cayó del miedo
de verle y que encima le dejó luego su capa para que no se resfriara.
Desde todas partes empezaban a llegar noticias de una doble naturaleza de Medardo, niños
extraviados en el bosque y encontrados, con gran miedo suyo, por el medio hombre de la
muleta que los devolvía sus casas de la mano y les regalaba brevas y buñuelos. Pobres
viudas, ayudadas por él a transportar ases de leña, perros mordidos por una víbora
y curados por él, regalos misteriosos hallados por los pobres en los alfeifares y los umbrales,
árboles frutales arrancados por el viento, enderzados y afianzados en sus hoyos, antes
de que los propietarios se hubiesen asomado a la puerta.
Pero al mismo tiempo las apariciones del bizcón de medio envuelto en la capa negra indican
sombríos acontecimientos, niños raptados son después encontrados prisioneros en cuevas
tapadas con piedras, derrumbes de troncos y rocas caen sobre las viejecitas, calabazas
aún sin madurar son hechas pedazos únicamente por un espíritu malvado.
La ballesta del bizcón de yere y mutila golondrinas, pero ahora empiezan a verse en el cielo
golondrinas con las patitas vendadas y atadas con palitos o con las alas encoladas y emplastadas.
Una vez un temporal cogió a Pamela muy lejos y ella buscó una cueva, dentro estaba acurrucado
el medio cuerpo envuelto en la capa negra, Pamela hizo a demandio ir pero el bizcón
de él cedió su sitio.
Pamela, que había oído hablar de los extraños accesos de bondad del bizcón de, se dijo
veamos y se acurrucó en la gruta apretándose contra los dos animales.
El bizcón de de pie delante sostenía la capa como una cortina para que no se mojase
en tampoco el pato y la cabra.
Pamela miró la mano que sostenía la capa, quedó un momento pensativa, se puso a mirar
sus propias manos, las comparó una con otra y después se estalló en una gran carcajada.
Pamela acaba de entender lo que pasa, el bizcón de que vive en el castillo, el malvado es
una mitad y el que está con ella es la otra que se creía desaparecida en la guerra y ahora
en cambio ha regresado, y es una mitad buena.
El bizcón de fue partido en dos mitades, una fue encontrada por los que recogían a los
heridos del ejército, la otra permaneció sepultada bajo una montaña de restos cristianos
y turcos, hasta que dos eremitas lo encontraron y se lo llevaron a su cobacha y allí con
bálsamos y ungüentos preparados por ellos le curaron y le salvaron.
Apenas restablecidas las fuerzas, el herido, reenqueando con su muleta, recorrió durante
años las naciones cristianas para volver a su castillo, maravillando a todos a lo largo
del camino con sus actos de bondad.
Pamela, eso es lo bueno de estar partido por la mitad, el comprender de cada persona y
cosa del mundo, la pena que cada uno y cada una siente por estar incompleto.
Yo estaba entero y no entendía y me movía sordo e incomunicable entre los dolores y
las heridas embados por todas partes, allí donde, estando entero, uno menos se atreve
a creer.
No solo yo, Pamela, soy un ser partido por la mitad y separado, también lo eres tú
y todos, ahora tengo una fraternidad que antes entero no conocía con todas las mutilaciones
y carencias del mundo.
E inmediatamente le propone que vayan juntos a hacer el bien y Pamela contesta que no es
un buen momento porque se encuentra en un gran apuro con el otro bizconde que se ha
enamorado de ella y él le contesta que él también está enamorado de ella, pero que
la única forma de amarse es hacer buenas acciones juntas.
Pamela le contesta que es una lástima que ella se creía que había otras maneras de
amarse y cuando se despiden Pamela se pregunta por qué siempre tiene que toparse con tipos
así.
Desde que todos supieron que había regresado la otra mitad del bizconde tan buena como
mala era la primera, la vida enterralba fue muy distinta, nuestras vidas transcurrían
entre calidad y terror, al bueno, como llamaban a la mitad izquierda de mi tío, en contraposición
al malvado que era la otra, ya todos lo tenían por santo.
Todos los que están apenados acuden a él, que continúa como un vagabundo haciendo el
bien tanto a quien se lo pide como a quien lo trata mal.
Pamela está siempre en el bosque, ha instalado un columpio entre dos pinos y pasa las horas
columpiándose con sus animales.
A cierta hora llega el bueno, con ropa para lavar y remendar que recoge de los necesitados
y se la hace la vara Pamela para que haga el bien, y mientras le lee Jerusalén Liberada.
A Pamela la lectura no le importa y se tumba sobre la hierba despiojarse.
Para divertirse incita a la cabra y al pato para que molesten al bueno mientras lee.
El bueno dio un salto hacia atrás y alzó el libro que se cerró, y justo en ese momento,
el malvado asomó entre los árboles al galope, blandiendo una gran os contra el bueno.
La hoja de la os golpeó el libro y lo cortó en seco en dos mitades longitudinalmente.
El malvado desapareció galopando, había tratado de cegar desde luego la media cabeza
del bueno, pero los dos animales habían aparecido en el momento justo.
La fama del bueno ha llegado también a los sugonotes, pero no les logra convencer para
que vendan sus productos más baratos, aunque argumenta que los pobres de Terralba se mueren
de hambre.
Ezequiel le dice que hacer caridad no significa perder en los precios.
El bueno también visita el taller de Pietro Chiodo para ver las máquinas que el ingenioso
maestro está construyendo.
El bueno le reprocha el triste fin de sus inventos y le pregunta por qué no construye mecanismos
puestos en marcha por la bondad y no por la sed de crueldades.
Y más cuando ve que el último encargo del malvado es una orca para poder ahorcar de
perfil.
Y es que el malvado, sintiendo crecer la popularidad del bueno, ha determinado suprimirla lo antes
posible y ha ordenado a sus esbarros capturarle y matarle.
Pero los esbarros tienen otros planes porque han urdido una revuelta contra el malvado
y entregar el castillo y el título a la otra mitad.
Pero el bueno no sabe nada de eso y cuando se lo cuentan el bueno les dice que no se
puede derramar más sangre y les da para el bizconde una ampolla que contiene el ungüento
con el que los enemitas le curaron y que él utiliza cuando cambia el tiempo y le duele
la enorme cicatriz.
Llevádselo al bizconde y decidle solo, es el regalo de alguien que sabe que significa
tener las venas que acaban en un tapón.
Los esbirros fueron al bizconde con la ampolla y el bizconde los condenó al patíbulo.
Para salvar los esbirros, los otros conjurados decidieron levantarse, torpes, descubrieron
la trama de la revuelta, que fue ahogada en sangre.
El bueno llevó flores a sus tumbas y consoló a viudas y huérfanos.
Quien nunca se deja conmover por la bondad del bueno es la vieja Sebastiana, como si
no hiciera mucho caso a la separación de Medardo en dos mitades, regaña una por las
fechorías de la otra y da consejos a una que solo puede seguir la otra.
Las frecuentes visitas del bueno a Pratofungo se deben, aparte de a su apego filial por la
nodriza, al hecho de que en esa época se dedica a socorrer a los pobres leprosos.
Inmunizado al contagio, al parecer por las curaciones misteriosas de los hermitas, va
por el pueblecito informándose minuciosamente de las necesidades de cada uno y sin darles
trego hasta que no se ha prodigado en ellos de todas las maneras.
Pero no solo quiere curar sus cuerpos, sino sus almas, así que está siempre amonestándoles,
metiendo las narices en sus asuntos, escandalizándose y echándoles sermones.
Los leprosos no le pueden aguantar, pero no solo entre los leprosos va venguando la admiración
por el bueno, los ugonotes empiezan a hacer los turnos de guardia para protegerse también
de él.
No hay noche de luna en que los ánimos malvados, las ideas perversas, nos enreden como serpientes
en su nido y en la que en los ánimos benéficos no broten lírios de renuncia y entrega.
Así, entre los precipicios de Terralba, las dos mitades de Medardo vagaban atormentadas
por ansias opuestas.
Hay una identificación de Calvino con Picasso, que se puso de manifiesto en 1952, cuando
eligió uno de sus dibujos para la portada de El Bisconde de Mediado.
El pintor malagueño se configura como referente y paradigma de su escritura a lo largo de
la década de los 50, el momento que quiere reflejar el espeso muro que impedía verlas
contradicciones de una sociedad que había llegado al bienestar deseado en la posguerra
y que se resignaba ante modelos de vida que se estaban separando paulatinamente de los
ideales que habían inspirado a su generación.
Salvar los momentos de esperanza, contar con la energía de la exploración, de la búsqueda
de lenguajes siempre cambiantes, siempre rompedores.
Ese es el modelo que Calvino encuentra en Picasso y que querrá seguir desde entonces.
Hasta que ambas mitades toman a la vez una misma decisión.
La madre de Pamela se precipita por un escotillón cayendo al pozo.
El malvado desde arriba le pide que obligue al vagabundo de Mediado a que se case con
Pamela.
Pero lo mismo hace el bueno con el padre de Pamela, le dice que Pamela y El Bisconde
deben casarse y que él se marchará de Torralba.
Pamela está maestrando una ardilla cuando se encuentra su madre que le dice que ha llegado
la hora de que ese vagabundo llamado el bueno se case con ella y le confiesa que el malvado
en persona se lo ha pedido.
Pamela piensa que entonces era una trampa, pero al rato se encuentra con su padre que
le pide que le dé el sí al Bisconde Malvado y también le confiesa que se lo ha pedido
el bueno.
Andando con su enjuto caballo entre la maleza, el malvado reflexionaba sobre su estrata gemma.
Si Pamela se casaba con el bueno, no ante la ley era la esposa de Medardo de Torralba,
o sea que era su mujer.
Con este, el malvado podría quitarse la fácilmente a su rival, tan sumiso y poco combativo.
Pero se encuentra con Pamela que le dice que ha decidido casarse con él, que irá al
castillo y será la Biscondesa.
El malvado no se lo espera, pero acepta.
Pamela le pide que se ponga de acuerdo con su padre.
Al poco rato Pamela se encuentra con el bueno y le dice que está enamorada de él y que
quiere que pida su mano.
El bueno se queda con la boca abierta, pero también acepta.
Pamela le dice que se ponga de acuerdo con su madre.
Toda Terralba se revolucionó cuando se supo que Pamela se casaba.
Los decían que se casaba con uno, otros que con otro.
Los padres de ella parecían hacerlo a posta para embrollar las ideas.
Por supuesto que en el castillo lo estaban lustrando y adornando todo como para una gran fiesta.
Y el Bisconde se había mandado a hacer un traje de terciopelo negro con un gran bullón
en la manga y otro en el calzón.
Pero también el vagabundo había mandado al Moazzara su pobre mulo y se había hecho
revendar el codo y la rodilla.
Por si acaso, en la iglesia sacaron brillo a todos los candelabros.
Pamela dice que no piensa dejar el bosque hasta el momento del cortejo nupcial.
Se cosi un vestido blanco con velo y una cola larguísima y se hace una corona y un cinto
con espigas de espliego.
Pero la noche antes del casamiento está pensativa y un poco asustada.
Sentada en lo alto de una colina sin árboles, con la cola enrollada en torno a los pies,
la coronita de espliego torcida, apoya la barbilla en una mano y mira los bosques de
alrededor suspirando.
De los bosques se alzaba ahora una especie de grito gutural, hora un suspiro.
Eran los dos pretendientes de mediados que, presa de la excitación de la víspera, vagaban
por quebradas y precipicios del bosque envueltos en sus capas negras, el uno en su caballón
juto, el otro en su mulo pelado, y bramaban y suspiraban asaltados por sus ansiosas fantasías.
Y el caballo saltaba por rellarosísimas, el mulo trepaba por cuestas y laderas sin que
nunca los dos ginetes encontraran.
Hasta que al alba, el caballo galopando se cae por un barranco y el malvado no puede
llegar a tiempo a la boda.
El mulo en cambio va poco a poco y el bueno llega a punto a la iglesia justo en el momento
en que lo hace la novia.
Al ver llegar como novio solo al bueno, apoyado en su muleta a la muchedumbre, queda un poco
desilusionada.
Pero el matrimonio se celebra regularmente, los novios dan el sí y se cambian la alianza.
El cura dice, me dardo de terralba y Pamela marcolfi, yo sueno en matrimonio.
Pero en ese momento entra en la iglesia el bizconde, el malvado sosteniéndose en la
muleta con el traje nuevo de terciopelo con aguecados empapado y desgarrado, diciendo
que él es me dardo de terralba y que por lo tanto Pamela es su mujer.
El bueno renquea hasta él y lo niega, el malvado tira la muleta y echa mano la espada.
El bueno no le queda más remedio que hacer otro tanto, ambos ruedan por el suelo, es
imposible batirse manteniendo el equilibrio con una sola pierna, así que aplazan el
duelo para poderlo preparar mejor.
Pamela dice que ya se vuelve al bosque.
El duelo fue fijado para la madrugada del día siguiente en el prado de las monjas.
El maestro Pietro Chiodo inventó una especie de pata de compás que fijada la cintura
de los demediados les permitía mantener serguidos y desplazarse incluso, inclinar
la figura hacia adelante y hacia atrás, teniendo clavada la punta en el terreno para
estar firmes.
El doctor Trelani se encargó de la asistencia médica y acudió con un fardo de vendas y
una garrafa de bálsamo como si tuviera que curar a toda una batalla.
Así el hombre se lanza contra sí mismo, con ambas manos armadas con una espada.
Pero en cada cometida la punta de la espada parece dirigirse segura hacia la capa flotante
del adversario, cada uno se obstina en tocar la parte en la que no hay nada.
El malvado se bate con ferocidad pero no consigue herir a su enemigo.
El bueno tiene la maestría de los zurdos pero no hace más que agujerear la capa del
bizconde.
En un momento el malvado de repente se suelta y cuando está a punto de rodar por el suelo
consigue encajar un terrible sablazo, no justamente sobre el adversario, pero casi.
Un sablazo paralelo a la línea que interrumpe el cuerpo del bueno, que se desploma, pero
cayendo en un último vehimiento amplio y casi piadoso, abate la espada también muy cerca
del rival de la cabeza al abdomen entre el punto en el que el cuerpo del malvado no
existe y el punto en el que empieza a existir.
El cuerpo del malvado arroja también sangre por la enorme y antigua hendidura.
Los sablazos de uno y otro habían roto de nuevo todas las venas y abierto la herida
que los había separado por sus dos caras.
Ahora ya hacían de espaldas y las sangre que antaño habían sido una volvían a mezclarse
por el prado.
El doctor Trellani brinca de alegría gritando que le dejen a él, media hora más tarde
llevan en camilla al castillo un único herido.
El malvado y el bueno están vendados estrechamente.
El doctor se ha afanado en unir todas las vísceras y las arterias de una y otra parte
y luego, con un kilómetro de vendas, los ha atado tan juntos que parece, más que un
herido, un antiguo muerto embalsamado.
Medardo esvelado día y noche entre la muerte y la vida.
Una mañana, mirando aquel rostro que una línea roja atraviesa desde la frente a la
barbilla, continuando también por el cuello, la nodriza sebastiana dice que se ha movido.
Un destello de expresividad está recorriendo a la cara de Medardo.
El doctor llora de alegría al ver que se transmite de una mejilla a la otra.
Al final, Medardo despega los ojos y los labios.
Al principio su gesto tiene un ojo fruncido y el otro suplicante.
La frente ceñuda y serena, la boca sonría en un ángulo y en el otro rechinan los dientes.
Luego poco a poco se vuelve simétrico.
Pamela dice que al fin tendrá un marido con todos los atributos.
Así mi tío Medardo volvía a ser un hombre entero.
Ni bueno ni malo.
Una mezcla de maldad y bondad, es decir, no diferente en apariencia a lo que era antes
de que lo partiese en dos.
Pero tenía la experiencia de una y otra mitad hundidas y por tanto debía de ser muy sabio.
Tuvo una vida feliz, muchos hijos y un justo gobierno.
La vida de todos mejora aunque no basta un bizconde completo para que se vuelva completo
todo el mundo.
Pietro Chiodo no construye más orcas, sino molinos.
El sobrino del bizconde, en medio de tanto fervor de entereza, se siente en cambio cada
vez más triste e imperfecto.
A veces uno se cree incompleto y es solamente joven.
Trela Ni termina marchándose.
Una mañana entra una flota de naves con bandera inglesa y se coloca en la rada.
El goterralba va a verla a la orilla, en la toldilla en medio de los oficiales Contricorny
y Peluca.
El capitán Cook mira con el anteojo a la orilla y cuando divisa el doctor Trela Ni manda
que le transmitan con las banderas el mensaje, venga a bordo enseguida doctor, tenemos que
continuar aquella partida.
El doctor se despidió de todos en terralba y nos dejó.
Los marineros entonaron un himno, o Australia, y el doctor fue izado a bordo a orcajadas
de un tonel de vino cancarone.
Después los barcos le varon anclas, yo no había visto nada, estaba escondido en el
bosque contándome historias, lo supe demasiado tarde y eché a correr hacia la playa gritando
doctor doctor Trela Ni, lléveme con usted, no puede dejarme aquí doctor.
Pero ya los barcos estaban desapareciendo en el horizonte y yo me quedé aquí en este
mundo nuestro, lleno de responsabilidades y de fuegos fatos.
Y así les hemos contado el bizconde de mediado de Italo Calvino.
Hemos seguido la edición de Siruela que recoge en un volumen titulado Nuestros Antepasados,
el bizconde de mediado, el varón rampante y el caballero inexistente, con traducción
de Esther Benítez y edición de María J. Calvomontoro, incluye también la nota 1960
de Italo Calvino.
Hemos citado también fragmentos del prólogo de Esther Benítez a la edición de Bruguera.
Gracias por estar ahí y gracias por leer, un libro una hora en la cadena ser.
Un programa escrito y dirigido por Antonio Martínez Asensio, con la voz de Eugenio Barona
y la participación de Olga Hernán Gómez, ambientación musical de Mariano Revilla,
edición y montaje de sonido de Pablo Arevalo y en las redes Virgínia Díaz Pacheco.
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Escúchanos en directo en las ser los domingos a las cinco de la mañana.
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Italo Calvino (Cuba, 1923-Siena, 1985) es un escritor italiano autor de 'Las ciudades invisibles', 'Si una noche de invierno un viajero', 'Palomar' o 'Los amores difíciles'. 'El vizconde demediado', publicada en 1952, forma parte de la trilogía 'Nuestros antepasados' junto con 'El caballero inexistente' y 'El barón rampante'.