Un Libro Una Hora: 'Corazón tan blanco', una novela sobre los secretos

Cadena SER Cadena SER 9/17/23 - Episode Page - 56m - PDF Transcript

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Ser podcast.

Un libro una hora, dirigido por Antonio Martínez Asensio.

Bienvenidos al podcast de Un Libro Una Hora.

En este episodio os vamos a contar corazón tan blanco de Javier Marías.

Javier Marías nació en Madrid en 1951 y murió el 11 de septiembre de 2022.

Es el autor de 16 novelas, entre las que están negar la espalda del tiempo, la trilogía

Tu Rostro Mañana, Los Enamoramientos, Así Empieza Lo Malo, Bertha Isla y Tomás Nevenson,

escribió además semblanzas, relatos, artículos y ensayos, entre sus traducciones, destaca

la de Tristan Sandi, que fue premio nacional de traducción en 1979.

Fue profesor de la Universidad de Oxford y de la Complutense de Madrid.

Sus obras se han publicado en 46 lenguas y en 59 países.

Corazón tan blanco se publicó en 1992, es la novela más leída y traducida de Javier

Marías y la que le supuso una fama internacional de proporciones inimaginables.

Trata del matrimonio y el secreto de la persuasión y de la sospecha.

Pero también de las consecuencias trágicas del amor y de sus riesgos.

Es una auténtica maravilla.

Vamos allá.

No he querido saber, pero he sabido que una de las niñas, cuando ya no era niña y no

hacía mucho que había regresado de su viaje de bodas, entró en el cuarto de baño, se

puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el corazón

con la punta de la pistola de su propio padre, que estaba en el comedor con parte de la familia

y tres invitados.

Con esta maravillosa frase comienza Corazón tan blanco, con Juan, el narrador contando

el suicidio de Teresa Aguilera, que sucedió hace mucho.

Cuenta que cuando se oyó la detonación, el padre se quedó a algunos segundos paralizado

con la boca llena y cuando corrió hacia el cuarto de baño, mientras descubría el cuerpo

ensangrentado de su hija, iba pasando el bocado de carne de un lado a otro de la boca.

Tapó con la servilleta que llevaba en la mano el sostén tirado sobre el bidet y cerró

el grifo del lavabo.

El pecho que no había sufrido el impacto resultaba bien visible, maternal y blanco y a un firme,

y fue hacia él, hacia donde se dirigieron instintivamente las primeras miradas, más

que nada para evitar dirigirse al otro, que ya no existía o era solo sangre.

Hacía muchos años que el padre no había visto ese pecho, dejó de verlo cuando se

transformó o empezó a ser maternal y por eso no solo se sintió espantado, sino también

turbado.

La hermana fue la primera en tocarla y con una toalla se puso a secar las lágrimas del

rostro y la sangre, como si eso pudiera curarla mientras repetía el nombre de su hermana.

Uno de los invitados, que era médico, no pudo evitar mirarse en el espejo y atusarse

el pelo un segundo en el umbral, igual que los otros dos invitados.

El padre empezó a vomitar.

De pronto se oyó Silbar, era el chico de la tienda.

Dejó de Silbar en cuanto vio unos zapatos de tacón medio descalzados, no podía preguntar

ni pasar, nadie le hacía caso.

La doncella había llevado al comedor el postre antes de retirar los platos.

No se atrevió a unirse al murmullo del grupo agrupado a la puerta del cuarto de baño.

De pronto, sonó el timbre de la puerta de entrada y la doncella fue a abrir.

Al abrir se encontró con risas que terminaban y con un fuerte olor a Colonia, el descansillo

a oscuras, procedente del hijo mayor de la familia o del reciente cuñado que había

regresado de su viaje de bodas, mafía mucho, pues llegaban los dos a la vez, posiblemente

porque habían coincidido en la calle o en el portal.

Sin duda venían a tomar café, pero nadie había hecho aún el café.

El marido corrió detrás del hermano mayor, muy pálido.

El chico permaneció un buen rato en el comedor y luego se fue sin decir adiós ni llevarse

los cascos de botellas vacías.

Cuando horas después la tarta derretida fue por fin retirada y arrojada a la basura envuelta

en papel, le faltaba una considerable porción que ninguno de los comensales se había comido.

Todo el mundo dijo que Rans, el marido, el padre de Juan, había tenido muy mala suerte,

ya que enviudaba por segunda vez.

Rans se casó con la hermana de Teresa Aguilera.

Juan ha querido saber o ha sabido lo que sucedió a causa de su propio matrimonio.

Desde que lo contrajo, Juan empezó a tener toda suerte de presentimientos de desastre.

Ese matrimonio cambió su apreciación del mundo, quizá porque fue un matrimonio algo

tardío ya que Juan tenía 34 años.

Durante el mismo viaje de bodas, a Miami, Nueva Orleans, México y La Habana, no dejaba

de preguntarse ¿y ahora qué?

Como si no hubiera futuro abstracto y los dos contrayentes se exigieran una mutua abolición

de aquel que cada uno era.

Pero el segundo malestar apareció con fuerza hacia el final del viaje, esto es, solo en

La Habana, de donde yo procedo en cierto sentido o más precisamente en una cuarta parte, pues

allí nació y de allí vino a Madrid mi abuela materna cuando era niña, la madre de Teresa

y Juana Aguilera.

Fue en el hotel una tarde en la que Luisa, su mujer, se sintió mal y volvieron a la habitación

para que ya se echara, tenía escalofríos y un poco de náuseas.

No podía mantenerse en pie, literalmente.

Se metió en la cama y Juan dejó que se durmiera mientras él se asomaba al balcón para mirar

pasar a la gente habanera, observar sus andares y sus vestidos y escuchar sus voces a distancia,

un murmullo.

Al cabo de unos minutos, individualizó a una persona que había permanecido quieta en

el mismo lugar, una mujer de unos 30 años con una blusa amarilla de escote redondeado

y una falda blanca y zapatos de tacón, también blancos, con un gran bolso negro colgado del

brazo.

Se estaba esperando a alguien, impaciente, sin moverse más allá de tres pasos medidos

que la devolvían siempre al mismo sitio.

La noche cayó casi sin aviso cómo ocurren los trópicos.

De pronto, la mujer alzó los ojos hacia el tercer piso y se fijó en Juan, levantó

un brazo y gritó algo al tiempo que echó a andar para aproximarse.

Mi habitación estaba oscura, nadie había encendido la luz al caer la noche, Luisa dormía

indispuesta, yo no me había movido de aquel balcón, miraba los sabaneros y luego aquella

mujer que seguía acercándose con paso tras tabillado y seguía gritándome lo que ahora

ya oía.

¡Eh!

¿Pero qué tú haces ahí?

No me viste que te estaba esperando desde hace una hora, ¿por qué no me dijiste que

ya tú había subido?

Juan empezó a temer que los gritos de aquella mulata despertaran a Luisa, se siguió aproximando

la mujer cada vez más indignada, repitiendo el mismo gesto del brazo.

En ese momento se despertó Luisa, preguntando qué pasaba y Juan le contestó que no pasaba

nada mientras la mujer de la calle le insultaba y juraba que le iba a matar.

Luego miró a la izquierda de Juan, volvió a mirar a Juan y se quedó con la boca abierta

sin decir nada.

Se llevó la mano a la mejilla, una mano que se fue desglizando decepcionada y avergonzada

hacia abajo y empezó a pedir perdón a Juan.

Lo había confundido.

Juan le dijo, descuide, y Luisa volvió a preguntar con quién hablaba.

Pero aún no le contesté, ni me llegué hasta la cama para apaciguarla y ponerle en orden

las hábanas, porque en ese momento se abrieron con ruido las puertas del balcón de mi izquierda

y vi asomar dos brazos de hombre que se apoyaron en la barandilla de hierro o la asieron como

si fuera una barra móvil y luego llamaron, ¡me iría!

En el dedo anular de su mano derecha el hombre llevaba una alianza.

La reacción de Miriam no tuvo nada que ver con la que había dedicado a Juan.

Al ver a su hombre no hizo ningún gesto ni grito nada, solo tuvo una expresión de alivio

y se metió en el hotel.

Entonces Juan encendió la lampara de la mesilla de noche y se acercó a ver a Luisa.

Le secó el sudor, le desabrochó el sujetador y Luisa se despejó un poco.

Volvió a preguntar a Juan con quién hablaba y Juan le contó la historia y señaló a

la pared que les separaba de Miriam y el hombre con la alianza.

Se escuchó el ruido de los tacones hasta la puerta del lado que se abrió sin que llamaran.

Luego solo se escuchó un murmullo indistinguible.

Juan se ocupaba de Luisa con prisa mojando la toalla en el cuarto de baño y estirando

las sábanas.

Y la prisa venía porque tenía conciencia de que lo que no era ahora ya no iba a oír,

no iba a haber repetición como cuando uno oye una cinta o ve un vídeo y puede retroceder,

sino que cada susurro no aprendido ni comprendido se perdería para siempre jamás.

Es lo malo que tiene cuánto nos sucede y no es registrado o aún peor.

Ni siquiera sabido, ni visto, ni oído, porque luego no hay forma de recuperarlo.

Juan habla y entiende y lee cuatro lenguas, extraductor e intérprete en congresos, reuniones

y encuentro sobre todo de políticos y a veces del nivel más alto, como Luisa que también

lo es.

Por eso tienen la tendencia a querer comprenderlo todo, cuánto se dice y llega a sus oídos

tanto en el trabajo como fuera de él.

Pero lo primero que Juan oyó nítidamente fue en un tono de exasperación.

La voz del hombre no gritaba, sino que susurraba, dijo que su mujer se estaba muriendo.

Miriam respondió, pero no se muere, se está muriendo, pero no se muere desde hace un

año, mata la tu de una vez, tienes que sacarme de aquí.

Hubo un silencio.

¿Qué quieres?

Que la ojo que con una almohada, yo no puedo hacer más de lo que estoy haciendo, ya es

bastante.

Le estoy dejando morir, no estoy afriendo nada por ayudarla, la estoy empujando, no

le doy algunas de las medicinas que le manda el médico, no le hago caso, la trato sin

el menor afecto, le doy disgustos y motivos de sospecha, le quito las pocas ganas de vivir

que le queden, no te parece suficiente.

La mujer tenía acento caribe, pero el hombre tenía acento castellano de España o más

bien de Madrid.

Miriam le contestó que cómo sabía a ella que no era toda una mentira, que las fotos

eran falsas.

El hombre preguntó si no quería que la llamara cuando volviera y luego le dijo que él era

su única esperanza.

La mujer le llamó por su nombre Guillermo y le dijo que era un hijo de puta.

Luego silencio.

Juan miró al espejo que tenía enfrente y se dio cuenta de que Luisa cerraba los ojos

como si no quisiera que Juan supiera que ella también estaba escuchando.

Miriam empezó a canturrear una canción y luego le dijo a Guillermo que tenía que

matarla.

Si no la matas, me mato yo.

¿Tendrás una muerta?

¿O ella?

¿O yo?

Guillermo no contestó esta vez, pero mi sobresalto y mi escalofrío eran previos a las frases

de Miriam y se debían a la canción que yo conocía de mucho antes, porque esa canción

me la cantaba mi abuela cuando era niño, o mejor dicho, no me la cantaba, pues no era

precisamente una canción para niños y en realidad formaba parte de una historia o

cuento que aunque tampoco era para niños, sí me contaba para meterme miedo, un miedo

irresponsable y risueño.

Corazón tan blanco es una novela que pone en crisis valores sólidamente adquiridos

por la cultura occidental.

El conflicto estalla en el ámbito del matrimonio, la institución que tiene la difícil tarea

de reglamentar la relación amorosa, en teoría la que se elige con mayor libertad.

El ley motiz que irá envenenando, capítulo tras capítulo, las relaciones entre los

varios personajes, es asumir la idea de que todo el mundo obliga a todo el mundo, lo

que significa dejar de creer en la libertad como posibilidad de elección, aún dentro

de los límites que imponen las circunstancias exteriores y las pulsiones individuales.

Este determinismo encubierto recorre toda la novela, una historia que, como ha declarado

Javier Marías, trata del matrimonio y el secreto de la persuasión y de la sospecha.

Luisa y Juan se habían conocido casi un año antes, de una manera un poco bufa y también

un poco solemne, trabajando ambos de traductores.

Luisa fue elegida como intérprete de guardia, cuya función es ratificar o desautorizar al

traductor principal que era Juan.

Juan se había fijado mucho en ella cuando se la presentaron antes de tomar asiento, mientras

los fotógrafos hacían sus fotos y los dos altos cargos fingían hablar ya entre sí

ante las cámaras de televisión.

En un momento dado, después de una conversación insustancial entre los dos altos cargos, cuando

uno de ellos le preguntó al otro si quería que le pidiera una taza de ete, Juan puso

en su boca una frase totalmente distinta.

¿A usted la quieren en su país?

El estupor de Luisa y ahí comenzó una conversación muy interesante entre los dos

altos cargos, hasta que Juan volvió a inventarse una pregunta pensando que esta vez Luisa no

iba a pasarlo por alto, pero Luisa ni se movió.

Fue Luisa quien primero me puso la mano en el hombro, pero creo que fui yo quien empezó

a obligarla a obligarla a quererme, aunque esa tarea no es nunca un híboca y es imposible

que sea constante y su eficacia depende en buena medida de que se tome el relevo de la

obligación a ratos por parte del obligado.

Fue Juan quien propuso todo lo que fue aceptado, verse salir a cenar, ir al cine juntos, acompañarla

hasta su portal, besarse, cambiar los turnos para coincidir algunas semanas en el extranjero,

quedarse a dormir alguna noche en su casa, buscar una nueva para los dos más tarde.

Fue Juan quien propuso casarse y Luisa fue aceptando.

Desde que se casaron, eso sí, se ven menos, Luisa se ha prestado cada vez menos a viajar

y Juan ha tenido que seguir haciéndolo mientras ella ha ido organizando la casa y familiarizándose

con la familia de Juan, sobre todo con su padre, Rans.

Cada vez que Juan vuelve de viaje, encuentra nuevos muebles o cortinas o algún nuevo cuadro.

También nota algunos cambios en Luisa que afectan a cosas muy secundarias como la longitud

del pelo o unos guantes, incluso los andares levemente distintos.

Nada muy llamativo, pero perceptible tras ocho semanas de ausencia.

Tampoco me gustó ver que nuestra nueva casa, cuyas posibilidades eran infinitamente variadas,

iba reproduciendo aquí ya ya un gusto que no era el de Luisa ni tampoco el mío, exactamente,

aunque yo estuviera acostumbrado a él y lo hubiera heredado en parte, la nueva casa se

iba apareciendo un poco, iba recordando un poco a la de mi infancia, es decir a la de

Rans, mi padre, como si él hubiera hecho indicaciones durante sus visitas o consumera

presencia hubiera creado necesidades que a falta de la continuidad de las mías y de

un resuelto criterio de Luisa, se hubieran ido cumpliendo sobre la marcha.

Rans se ha tomado la molestia de colocar los libros como él ha tenido siempre los suyos,

divididos por lenguas y no por materias, y dentro de aquellas en orden cronológico de

autores.

Como regalo de boda, dio bastante dinero a la pareja y luego les regaló dos valiosos

cuadros que habían estado siempre en su casa.

Rans, en la boda, ofrecía la imagen de un hombre mayor, presumido y risueño con aspecto

juvenil, burlona y falsamente atolondrado.

Conservaba casi todo su pelo, blanco y compacto y extremadamente bien peinado, sin permitir

que le amarillera, un individuo guapo al que gustaba gustar a las mujeres.

Todo en él ha sido siempre agradable.

En un momento de la celebración, se llevó a Juan a una pequeña habitación, se sentó

en un butacón, encendió un cigarrillo, levantó las cejas enormemente y sonrió divertido.

Bueno, ya te has casado, y ahora qué?

Fue el primero en hacer esa pregunta, mejor dicho, en formular esa pregunta que yo me

venía haciendo desde por la mañana, desde la ceremonia y aún antes, desde la víspera.

Eso digo yo, contesté a mi padre, y ahora qué?

Ranz sonrió y dijo que Luisa le gustaba mucho, más que ninguna de las que había

traído a lo largo de todos estos años de picaflor, dijo que se divertía con ella,

pero le avisó de que el matrimonio lo cambiaba todo, que en los próximos años a lo sumo

quedarán solo viejas bromas gastadas sombras y el afecto profundo.

A Juan le sorprendió el tono de aguaciestas, ambiguo, irónico como de costumbre, pero

menos afable.

Pero Ranz le dijo que estaba contento, que llevaba todo el día celebrando lo desde antes

de la ceremonia incluso.

Entonces Juan le preguntó a su padre qué es lo que le quería decir.

Ranz le contestó que nada de particular, que solo quería quedarse con él un rato a solas

y saber cómo afrontaba a Juan esta situación nueva.

Pero Juan no le contestaba así que Ranz terminó levantándose y saliendo de aquella habitación.

Ranz ha vivido siempre bien y, por tanto, también su hijo Juan, sin grandes excesos

o con solo aquellos que su profesión le ha brindado.

El exceso o fortuna de Ranz consiste sobre todo en cuadros, alguna escultura y numerosos

dibujos.

Ahora está retirado, pero durante muchos años fue uno de los expertos de plantilla del

Museo del Prado.

Examinaba, catalogaba, describía, descatalogaba, investigaba, dictaminaba, inventariaba, telefoneaba,

vendía y compraba.

A veces lo contrataban para emitir opiniones y hacer peritajes.

Otra forma de hacerse rico para un experto es asesorar y guiar a un falsario para que

sus obras sean lo más perfectas posibles.

Uno de los mejores amigos de Ranz fue Custardoy, padre, y ahora lo es Custardoy hijo, ambos

copistas magníficos.

Durante muchos años de niño y también luego de adolescente y muy joven, supe solo que

mi padre había estado casado con la hermana mayor de mi madre antes que con mi madre,

con Teresa Aguilera antes que con su hermana Juana, las dos niñas a las que se refería

a veces mi abuela cuando contaban éctotas del pasado o más bien decía solo las niñas

para diferenciarlas de sus hermanos a los que en cambio llamaba los muchachos.

No es solamente que los hijos tarden mucho en interesarse por quienes fueron sus padres

antes de conocerlos, sino que los padres se acostumbran a no despertar curiosidad alguna

y a callar sobre sí mismos.

Ranz y Juana nunca ocultaron el matrimonio de Ranz con Teresa, la hermana de Juana.

Y durante muchos años Juan no supo el porqué de la temprana muerte de Teresa y cuando por

fin preguntó se le dio una respuesta falsa, que es otra de las cosas, a las que se acostumbran

los padres, a mentir a los niños sobre su juventud olvidada.

Se le habló de la enfermedad y eso fue todo.

Ranz nunca ha contado nada.

Hace algunos años siendo ya adulto, yo intenté preguntarle y me trató como si aún fuera

niño.

¿Qué te importa todo eso?

Me dijo y cambió de tema.

Al insistir yo, estábamos en la dorada, se levantó para ir al lavabo y me dijo Zumbón

con su mejor sonrisa.

Me escucha, no me apetece hablar del pasado remoto, es de más gusto y le hace recordar

a uno los años que tiene.

Si vas a seguir es mejor que para cuando vuelva hayas abandonado la mesa.

Quiero comer tranquilo y en el día de hoy, no en uno de hace 40 años.

Juan no ha sabido hasta hace unos meses que su imposible tía Teresa se mató al poco de

regresar de su viaje de novios con Ranz y es Custardoy el joven quien se lo dice.

Custardoy es tres años mayor que Juan y seguramente porque su padre le fue enseñando

el oficio desde muy temprano de copista y puede que de falsificador de cuadros le remuneraba

algunos trabajos.

Custardoy el joven tenía más dinero que los chicos de su edad, se interesaba por la calle

y no por el colegio, a los 13 años ya iba de putas y Juan siempre le tuvo un poco de

miedo.

Hace años que Ranz se ve mucho con Custardoy el joven y sobre todo desde que Custardoy

y padre murió, se van a cenar juntos y a caso luego a un local anticuado se acompañan

a hacer recados y a visitar a terceros a Juan por ejemplo incluso a Luisa en su ausencia.

Custardoy le contó a Juan la muerte de su tía Teresa una tarde que Juan se lo encontró

en el portal de casa de Ranz y se fueron a tomar algo.

Custardoy le pidió a Juan que le hablara de su mujer que le parecía tan guapa, Custardoy

es vulgar y un poco infantil.

Custardoy hace referencia al fallecimiento de la madre de Juan y termina diciendo que

sobrevivir a tres mujeres es mucho azar, Juan se sorprende ¿Tres mujeres?

Pero Custardoy hace que es un error corrige y dice que son dos y se muere de los labios

en un gesto demasiado expresivo para ser espontáneo.

A continuación llama al camarero agitando dos dedos y aprovecha para mirar con sala

ciudad hacia las mujeres que están sentadas detrás de ellos y que no les prestan ninguna

atención.

Custardoy está tan atento a ellas como a la conversación con Juan.

Tiene hostias que tú no sepas nada, tiene hostias como las familias callan ante los

hijos.

¿Quién sabe lo que sabrás tú de la mía que yo en cambio no tengo ni puta idea?

Me parece que he metido la pata, Ranz se va a cabrear, no sabía que no sabías como

murió la hermana de tu madre.

Custardoy sorbe dos veces por la nariz, durante aquel rato no se ha ido al cuarto de baño

a meterse una raya, pero sorbe como si de allí volviera.

Le pide a Juan que no se le diga a su padre y Juan le pregunta qué sabe.

Que tu tía se pega un tiro al poco de regresar de su viaje de novios con Ranz, eso sí lo

sabías, que se casó con él.

Entro en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quito el

sostenido y se busco el corazón con la punta de la pistola de su propio padre, que estaba

en el comedor con parte de la familia y con invitados.

Eso es lo que recuerdo que me contó mi padre.

Uno no es responsable de lo que hace, sino de lo que escucha.

Los oídos no tienen párpados, dice gráficamente el narrador.

Esta ética subversiva que recorre toda la novela, emerge del breve capítulo dedicado

a Macbeth, en concreto el fragmento tras la escena del asesinato de Duncan.

Después de consolar al marido desencajado que acaba de apuñalar al rey, Lady Macbeth

embadurna con la sangre del muerto las caras de los guardias previamente drogados y abandona

cerca de sus cuerpos las dagas usadas para el delito.

Entonces, justo después de concluir la acción que les garantiza a ambos la impunidad, la

instigadora del asesinato le dice al asesino, mis manos son de tu color, pero me avergüenzo

de llevar un corazón tan blanco.

Esa noche, con Luisa a su lado en la cama, con la televisión delante y en las manos un

libro, Juan le cuenta a Luisa lo que Custardoy le ha contado.

El matrimonio es una institución narrativa.

Le habla de la revelada muerte violenta según Custardoy de su tía Teresa y de la posibilidad

de que su padre haya estado casado otra vez, una tercera vez que habría sido la primera

de todas.

Luisa no comprende que no haya seguido preguntando.

Juan le contesta que no sabe si quiere saber más.

Luisa no lo entiende, dice que ella tiene mucha curiosidad y pregunta a Juan si va a

preguntárselo a su padre.

Juan duda un segundo y luego dice que no, que si él nunca ha querido hablarle de nada

de eso no obligarlo a estas alturas.

Luisa se ríe y dice que se lo preguntará a ella.

Juan le contesta que ni si le ocurra, pero Luisa insiste que a ella se lo contaría y

dice que quién sabe si lleva todos estos años esperando a que aparezca en su vida alguien

que pueda hacerle intermediario con su hijo, porque los padres y los hijos son muy torpes

entre ellos, que quizá nunca le ha contado su historia porque no sabía cómo hacerlo

o Juan no le ha preguntado bien.

Y si se deja pasar la ocasión, entonces es mejor callar para siempre a veces.

Las cosas prescriben y se hacen inoportunas.

Luisa no está de acuerdo.

Juan se vuelve hacia ella y le dice que a veces las personas que guardan secretos durante

mucho tiempo no lo hacen por vergüenza o para protegerse a sí mismas, sino para proteger

a otros o para conservar amistades o amores o matrimonios, para hacer la vida más tolerable

a sus hijos o para restarles un miedo.

No contarlo, es borrarlo un poco, olvidarlo un poco, negarlo, que ni siquiera ellos lo

saben todos sobre sí mismos, a lo que Luisa contesta que ella querría saber si un día

piensa matarla como aquel hombre del hotel de La Habana, aquel Guillermo.

Nunca han hablado de eso.

Juan le pregunta a Luisa si lo yo y ella contesta que sí.

Parece de pronto enfadada.

Juan le pregunta qué le pareció el tal Guillermo, como si ahora pudieran tener la conversación

que en su momento no habían tenido.

Luisa contesta que lo peor es que el tal Guillermo no hará nada y todo seguirá igual, con la

tal mídia me esperando y la mujer agonizando si es que está enferma o existe y que nunca

se traerá esa mujer de La Habana, que uno solo se casa si espera alguna sorpresa o ganancia,

alguna mejora.

Poco después apagan la luz y se dan las buenas noches.

Yo no quiero saberlo si piensas matarme un día.

Le dije a Oscuras a Luisa, quizás o no en serio, porque entonces ella se volvió

y noté de inmediato su roce que había perdido desde hacía rato.

Su pecho conocido contra mi espalda y al instante me sentí respaldado.

Me di la vuelta y entonces noté sus manos sobre mis sienes que me acariciaban o me reñían

y noté sus besos en nariz, ojos y boca, en mentón, frente y mejillas.

Es todo el rostro.

Mi rostro se dejó besar cuanto en el rostro es besable, porque en ese momento, tras aquella

frase, tras darle la cara, ya era yo quien la protegía ella y la respaldaba.

No mucho después, Juan tiene que ausentarse por su trabajo de intérprete en los organismos

internacionales.

Cuando regresa a Madrid sigue teniendo los presentimientos de desastre que le han acompañado

desde la ceremonia de boda, que puede que sean la respuesta a la aterradora pregunta

de ¿y ahora qué?

La única forma de zafarse de esa pregunta no es repetirla, sino que no exista y no

hacersela ni permitir que nadie se le haga uno.

Pero eso es imposible y tal vez por eso, para contestársela, hay que inventarse problemas

y sufrir aprensiones y tener sospechas y pensar en el futuro abstracto, temer a la enfermedad

o a la muerte, al abandono o a la traición y crearse amenazas aunque sea simbólicamente.

Quizás sea esto lo que nos lleva a leer novelas y crónicas y a ver películas.

La búsqueda de la analogía, del símbolo, la búsqueda del reconocimiento, no del conocimiento,

contar de forma, contar los hechos de forma, los hechos y los tergiversa y casi los niega.

Todo lo que se cuenta pasa a ser israel y a progésimativo, aunque sea verídico.

La verdad no depende de que las cosas fueran o sucedieran, sino de que permanezcan ocultas

y se desconozcan y no se cuenten.

Y quizá por eso se cuenta tanto o se cuenta todo, para que nunca haya ocurrido nada una vez que se cuenta.

Juan nunca sabrá lo que ha sucedido en su ausencia, pero una noche de lluvia o una semana después

de volver de Nueva York se levanta de la cama y se va a la nevera.

Se entretene un momento en su habitación de trabajo, está lloviendo, mira hacia afuera

y entonces ve una figura en la esquina que entra enteramente en su campo visual.

La figura se protege con un sombrero, aunque parece un hombre a un joven y alto y erguido.

Tiene la cabeza alzada y mira hacia la ventana del dormitorio de Luisa y Juan.

Desde su posición, lo único que puede ver es si hay luz o no.

Puede estar esperando una señal. Juan lo reconoce enseguida, pero tarda unos segundos en reconocérselo.

Es custardo y el joven mirando hacia la ventana más íntima, esperando, escrutando, igual que un enamorado.

Juan piensa que puede ser una casualidad y que la lluvia lo ha sorprendido

cuando pasaba por su calle y se está resguardando bajo el alero del edificio de enfrente,

que no se atreve a llamar ni a subir porque es tarde, pero no puede ser.

¿Qué mira?

¿Qué busca?

¿Qué quiere?

¿Por qué está mirando?

Sé que ha venido a veces con ranzo durante mi ausencia.

A visitar a Luisa durante mi ausencia lo ha traído mi padre.

Lo que se llama pasar por casa, la visita del suegro y un amigo suyo, y nominalmente mío,

debe de haberse enamorado de Luisa, pero él no se enamora.

No sé si ella estará al tanto de esto.

Claro, en una noche de lluvia, cuando yo ya he vuelto, mojándose en la calle como un perro.

No le dice nada a Luisa, ni se le ocurre salir a la terraza y llamar a custardo hoy por su nombre

y preguntarle sin más, ¿eh? ¿Pero tú qué haces ahí?

La misma pregunta que le había hecho Miriam en La Habana.

Juan se pregunta si habrá estado en su mundo, en su almohada durante su ausencia.

No quiere pensarlo.

El secreto que no se transmite no hace daño a nadie.

Pero es solo cuando suceden las cosas, cuando no se relatan.

Contarlas es espantarlas y ahuyentarlos hechos.

Las parejas se cuentan todo lo de los otros, no lo propio, a menos que crean que les pertenece ambos.

Quizá hay que aceptar el engaño que es parte de la verdad.

Custardo hoy se lleva una mano al sombrero y sujetándose con la otra el levantado cuello de la chaqueta,

abandona el alero y dobla la esquina, mojándose como un enamorado o como un perro.

¿Quién no ha sospechado?

Y con la sospecha se pueden tomar dos medidas, ambas inútiles, preguntar y callar.

Si se pregunta yo obliga, quizá llegue a abrirse.

Yo no he sido.

Y habrá que fijarse en lo que no dice en el tono, en los esquivos ojos.

En la vibración de la voz, en la sorpresa y la indignación quizá fingidas.

Y no podrá volverse a hacer la pregunta si se calla.

Esa pregunta estará siempre virgen y siempre dispuesta, aunque a veces el tiempo las vuelve incongruentes

y casi inefables, literalmente extemporáneas,

como si todo acabara por prescribir y hacer sonreír cuando pertenece al transcurrido tiempo.

El pasado entero parece venial engenuo.

Juan no dice nada, no pregunta.

Pero lo que se silencia se convierte en secreto y a veces llega el día en que acaba contándose.

Custardoy no vuelve a aparecer por allí en las inmediatas noches.

La siguiente vez que Juan lo ve es en su propia casa arriba un momento

cuando Custardoy iba a buscar a Ranz para llevarle a cenar.

Ranz ha llegado poco antes.

Juan no nota nada, una mínima familiaridad reciente entre Custardoy y Luisa.

En cambio, sí que nota mucha más familiaridad entre Ranz y Luisa.

Ellos sí se han visto a solas y con frecuencia.

Ranz la ha acompañado en sus compras para la casa, la ha llevado a comer o a cenar.

Es evidente que se estiman porque se divierten el uno al otro.

Ranz habla de Cuba durante aquella visita.

Fue allí en diciembre del 58 y había adquirido a precio de prisa bastantes joyas

y valiosos cuadros a las familias que se preparaban para la huida.

Desde entonces no ha vuelto.

Pero en aquella ocasión su manera de hablar sí fue extraordinaria y distinta.

Como si la presencia de Luisa hubiera adquirido ya tanto peso

como para que prevalecieran el tono y la complacencia, seguramente empleados con ellas.

Solas sobre el tan antiguo tono más irónico que había usado siempre conmigo,

en la infancia, como en la edad adulta.

Quizá la risa de Luisa es la adecuada, quizá se ríen los momentos justos,

quizá le escucha como es deseable o le hace los incisos y preguntas oportunas

o simplemente ella es alguien a quien él quiere darse a conocer y contárselo todo,

alguien nuevo a quien puede contar su historia sin saltos y en orden.

De hecho, Juan piensa que Luisa podría sacarle lo que quisiera.

Luisa, aquella misma tarde, poco antes de que custardó y llame al timbre,

en medio de las risas y las sonrisas y las anécdotas, le dice a Ranz en tono admirativo,

llamándole de usted, como ha preferido hacer siempre, que no le extraña que se casara tantas veces,

porque es una fuente inagotable de historias poco creíbles y, por tanto, de entretenimiento.

A Ranz no se le congela las risas, sino que la prolonga demasiado artificialmente como para ganar tiempo.

No me han querido tanto.

Dijo, por fin, en un tono muy distinto del habitual suyo, como si aún vacilará.

Y haber estado contestándome a mí, no habría vacilado ni prolongado las risas un segundo.

Ambas cosas eran un signo del respeto, respeto hacia Luisa.

Y cuando lo han hecho, no me lo merecía.

Luisa tiene valor para insistir, perdiendo un poco el respeto.

Y le pregunta por la hermana mayor de su mujer, con la que también estuvo casado,

diciéndole que debe ser fácil que aún no lo quieran dos hermanas.

El tono de Luisa es ligero, zumbón, como se emplea menudo con la gente vieja,

cuando se la quiere alegrar y dar ánimos.

Un tono de guasa amable.

Sin embargo, el de su respuesta no es así durante un instante.

Mirá rápidamente a Juan, con su mirada ardorosa, como para confirmar

que la información recibida por Luisa viene de él.

No creas.

Las hermanas menores suelen encapricharse con lo de las mayores.

No digo que fuera el caso, pero en sí no tiene mérito más bien al contrario.

Entonces, Luisa vuelve a insistir y le pregunta, ¿y antes?

Es obvio que no espera que en aquel momento se le cuente nada,

nada sustancial al menos, porque Ranz está a punto de irse a una cena.

Es más bien como si se preparara el terreno.

Juan está sorprendido.

Ranz mira a su hijo como si dudara de él, como fuente de información.

Luego recupera su tono habitual y contesta con un gesto exagerado de su mano con cigarrillo.

Antes.

Antes es tan antiguo que ya no me acuerdo.

Entonces suena el timbre y mientras Luisa se levanta a parir a abrir a Custardoy,

tiene tiempo o temple para decirle que vaya haciendo memoria

que ya le preguntará y le contará otro día, un día que estén solos.

¿Cuántas cosas se van no diciendo a lo largo de una vida o historia o relato,

a veces sin querer o sin proponérselo?

En el Macbeth de Javier María, sin embargo, el destino de la pareja malvada no se menciona,

porque importa menos el castigo del crimen que la necesidad de contarlo,

la relación entre lo que se hace y lo que se dice.

A diferencia de las palabras, con los hechos no hay vuelta atrás,

acontecen de una vez para siempre.

Sin embargo, los hechos existen solos si alguien lo recuerda y lo refiere.

Esta idea que alimenta gran parte de la narrativa de Javier María

ataña la verdad como práctica discursiva al evento que llegase real solo si es relatado.

En este sentido, corazón tan blanco puede leerse como la fracasada resistencia de una conciencia

que ha perdido la protección que le aseguraban la ignorancia y el olvido.

El siguiente viaje de 8 semanas de Juan es a Ginebra.

A los 20 y a los 35 días de estancia, Luisa va a verla en sendos fines de semana largos.

En una de sus visitas sale nacerar con un amigo de Ranz, más joven que él, el profesor Villalobos,

conocido por sus estudios sobre pintura y arquitectura españolas del siglo XVIII.

Para un círculo menos letrado se trata sí mismo de uno de los mayores intrigantes académicos y políticos.

Villalobos no solo quiere invitarles, sino impresionarles, tal vez más a Luisa o a ella de otro modo.

Está impertinente criticando la profesión de traductor.

Es simpático, displicente, formalmente sabio, coqueto, pedante y a menos.

Gusta de conocer secretos intrasmitibles y de estar al tanto de cuanto haya ocurrido en el mundo.

Luisa le pregunta desde cuando conoce a Ranz y Villalobos, dice que desde antes que es su propio hijo,

incluso dice que conoció a su madre y a su tía Teresa.

¿A qué no sabes de qué murió tu abuelo?

Clínicamente murió de un infarto, pero artísticamente, que es como se muere de veras y lo que importa,

murió de preocupación, de aprensión y de miedo por culpa de tu padre.

Le tenía absoluto pánico desde la muerte de tu tía Teresa al poco de casarse con él.

Le temía como al diablo con su prestición. ¿Sabes lo que pasó, no?

El profesor no hace remilgo, os va al grano. Para él no cabe duda de que todo merece saberse

o de que el conocimiento nunca hace daño.

Quizá llega un momento en que las cosas quieren ser contadas ellas mismas,

quizá para descansar o para hacerse por fin ficticias.

Villalobos cuenta que Teresa se mató de un tiro, que sus padres estaban allí,

que Teresa había estado más o menos normal durante el almuerzo en silencio

y sin comer apenas ni contar nada, como si fuera desgraciada cuando no le tocaba,

que había vuelto de su viaje de bodas una semana antes o así

y que todo el mundo dijo que Ranz había tenido muy mala suerte ya que enviudaba por segunda vez.

Luisa pregunta por qué se mató. Juan, en cambio, pregunta quién era la primera mujer.

Porque se mató no se sabe. Ni tu padre lo supo, según dijo, eso dijo.

Su sorpresa cuando llegó a la casa de su suegro.

Los postres fue tan grandes como la de cualquier otro de los presentes

o de los que llegaron después, su dolor aún mayor.

Dijo que todo iba perfectamente, que nada había pasado entre ellos, eran felices y demás.

En cuanto a la primera mujer, yo no sé mucho de ella excepto que era cubana como tu abuela.

Ranz vivió en La Habana una temporada, como sabréis, un año o dos.

Villalobos cuenta que allí se casó con aquella mujer y allí conoció a Teresa y a Juana

que por entonces pasaron en La Habana unos meses,

acompañando a la abuela de Juan en un viaje que tuvo que hacer por alguna cuestión de herencias

o porque no quería llegar a demasiado vieja sin volver a ver los lugares de su niñez.

El noviazgo con Teresa empezó bastante después, claro está,

cuando Ranz era ya viudo y había regresado a Madrid.

Luisa pregunta de qué murió la primera mujer y Villalobos contesta que no lo sabe muy bien

pero tiene la idea de que fue en un incendio.

Aquella noche se produce el acuerdo.

Luisa le pregunta a Juan si aún no quiere saber, si aún no quiere que le pregunté a su padre.

Hay un silencio. Luisa tiene claro que es ella quien tiene que preguntar a Ranz

en la seguridad de que a Juan no se lo contara.

Dice con ingenuidad y optimismo que todo es contable,

que basta con empezar una palabra tras otra.

Todo es contable, hasta lo que uno no quiere saber y no pregunta

y sin embargo se dice y uno lo escucha.

Dije sin verla.

Sí, acaso es mejor que ya preguntes.

Juan vuelve 24 horas antes de Ginebra, de lo que estaba previsto

pero no le dice nada a Luisa para darle una pequeña sorpresa

o para ver cómo es su casa cuando no se le espera

y disipar la sospecha del todo.

Juan llega a media tarde cansado, no hay nadie en casa,

deshace las maletas y coloca todo en su sitio dirigentemente con urgencia

como si esa operación aún formara parte del viaje

y el viaje debiera ser concluido, mete la ropa sucia en la lavadora,

empieza a caer la tarde, se echa en la cama sin intención de dormir

solo de descansar puesto que no la abre ni se quita los zapatos,

se echa en diagonal y así los mantiene del aire sin peligro de manchar la colcha.

Cuando despierta es de noche, va a mirar el reloj y al encender la lámpara para ello,

oye voces.

Una de las voces era la de Luisa, era ella quien hablaba en aquel momento

pero no era distinguible lo que decía.

El tono era pausado, de confianza, de persuasión incluso.

Había regresado, busqué el mechero en el bolsillo del pantalón

y lo encendí para mirar en mi muñeca la hora, las ocho y veinte.

Habían pasado casi tres desde mi llegada.

Luisa debe de haberme visto dormido y no ha querido despertarme,

pensé, me ha dejado tranquilo hasta que me despierte yo solo.

Pero era también posible que no se hubiera dado cuenta de mi presencia en la casa.

Juan es un espía involuntario de su propia casa.

Suena otra voz, pero habla muy bajo y de esa voz Juan no distingue ni el ánimo

y eso le desazona.

De pronto le entra prisa porque tiene conciencia de que lo que no oiga ahora ya no lo va a oír,

no va a haber repetición. Cada susurro no ha aprendido ni comprendido,

se perderá para siempre.

Abre con cautela la puerta del alcoba sin hacer el menos ruido.

Entra un poco de luz lejana por la rendija, un mínima.

Juan vuelve a echarse en la cama.

Es entonces cuando identifica la voz gracias a esa rendija.

Es la voz de Ranz, la voz de su padre.

Juan piensa que Luisa puede saber que él está allí, pero Ranz seguro que no.

Quizá Luisa había decidido hablar por fin con mi padre

y preguntarle por sus mujeres muertas.

Por barba azul, barba azul.

Y dejar al azar que yo despertara y lo hiera directamente

o que siguiera dormido tras el cansancio del viaje desde Ginebra

y no me enterara más que indirectamente y más tarde,

a través de ella y con otras palabras,

contraducción y censura caso,

o bien no me enterara nunca si así se acordaba.

En aquel instante Juan se da cuenta de que la cama ya no está tan hecha como la encontró.

Alguien levantado, sábana, manta y colcha,

por uno de los lados he intentado arroparle con ellas vueltas chapuceramente.

Juan se pregunta cuánto tiempo llevará Luisa y Ranz en la casa

y cómo habrá conducido ella la conversación

para que las primeras frases que Juan escucha sean estas.

Se mató por algo que yo le conté,

por algo que le había contado en nuestro viaje de bodas.

La voz de Ranz es débil, pero no de viejo.

Es una voz vacilante como si estuviera hablando sin estar convencido de querer hacerlo,

como si se diera cuenta de que las cosas se dicen muy fácilmente.

Una vez oídas, ya no se olvidan, se saben.

Luisa le pregunta si no quiere contárselo a ella.

No es que no quiera a estas alturas si tú quieres saberlo.

Respondió Ranz, aunque la verdad es que nunca se lo he dicho a nadie.

Bien me he guardado de todo eso hace 40 años.

Ya es un poco como si no hubiera ocurrido,

les hubiera ocurrido a otras personas, no a mí,

ni a Teresa, ni a la otra mujer, como tú la has llamado.

Ellas no existen desde hace mucho, lo que les pasó tampoco.

Solo yo lo sé, solo estoy yo para recordarlo.

Y lo que pasó se me aparece como figuras borrosas,

como si la memoria, al igual que los ojos,

se cansara con la edad y ya no tuviera fuerzas para ver claramente.

No hay gafas para la memoria cansada, querida mía.

Juan se incorpora y se sienta a los pies de la cama

desde donde puede abrir más su puerta o cerrarla

con sólo extender la mano.

Luisa le pregunta a Ranz por qué se lo contó entonces

y Ranz contesta que no se imaginó lo que podía pasar.

Tú no sabes cuántas veces a lo largo de tantos años

he pensado en aquellas palabras que le dije a Teresa

en un controlado arrebato amoroso, supongo.

Estábamos en nuestro viaje de novios.

Ya casi al final pude callar y callar para siempre,

pero uno cree que quiere más porque cuenta secretos.

Contar parece tantas veces un obsequio,

el mayor obsequio que puede hacerse,

la mayor lealtad, la mayor prueba de amor y entrega

y se hace méritos contando.

Ranz dice que Teresa tal vez no quiso saber o no habría querido,

pero que él le dijo algo de pronto

y entonces ya no pudo seguir sin querer,

a ver tuvo que escucharlo.

Ranz hace una pausa muy breve,

habla ya sin vacilación y su voz es más fuerte, casi declamatoria,

no murmullo ni un susurro.

No lo soportó, no era sólo que después de saber

ya no pudiera soportarme a mí,

ni seguir conmigo ni un día más,

ni un minuto más como dijo,

aunque aún estuvo conmigo unos cuantos días sin saber qué hacer.

Era que ella también había dicho, había dicho algo una vez,

mucho antes y lo que había dicho tuvo su consecuencia.

Ranz le cuenta que Teresa pasó unos días de angustia extrema,

que él jamás ha visto a nadie tan angustiado,

apenas dormía, no comía, tenía arcadas, intentaba vomitar,

no lo conseguía, no le hablaba, no le miraba,

lloraba sin cesar,

lloraba hasta mientras dormía, hasta en sueños.

Ranz intentaba calmarla, pero Teresa le tenía miedo o espanto.

Ranz se interrumpe posiblemente para tomar aliento

o para medir lo que ha contado.

Entonces Luisa le pregunta qué le contó a Teresa.

Ranz le dice que si se lo cuenta ahora, tal vez ella haga lo mismo.

Y Luisa le contesta que ella no se va a matar por algo ocurrido hace 40 años,

sea lo que sea.

Ranz dice que tal vez no quiera volver a verle.

Luisa debió de ponerle una mano en el brazo si estaba cerca

o a caso en el hombro si se levantó un instante,

o así me lo habría imaginado yo en una representación.

Tenía que imaginarlo, no lo veía, solo escuchaba por una rendija,

no a través de un muro ni de balcones abiertos.

La voz de Ranz vuelve a debilitarse,

empieza a hablar un poco para sus adentros,

no con vacilación sino meditativamente.

Dice que él ha seguido adelante haciendo su vida

con la mayor ligereza posible

e incluso se volvió a casar por tercera vez con la madre de Juan,

juana, que nunca supo nada de todo esto.

Quizá ella sabía que era mejor no saber.

Ranz dice que siguió adelante,

pero también se quedó parado en aquel día en que se mató Teresa,

en ese día y no en el otro anterior.

Luisa pregunta qué otro día anterior.

Ranz calla durante demasiados segundos.

Quizá se absorben sus secretos repentinamente,

los secretos guardados y los padecidos,

los que conoce y no conoce.

El otro día, dijo Ranz,

el otro día fue el día en que mate a mi primera mujer

para poder estar con Teresa.

Luisa repite varias veces,

no me lo cuentes si no quieren, no me lo cuentes si no quieren,

cuando ya está contado.

Es la forma civilizada de expresar su susto,

quizá su arrepentimiento por haber preguntado.

Luisa, si no debe cerrar la puerta y clausurar la rendija,

pero ya es demasiado tarde.

Han oído lo mismo que debió oír Teresa Aguilera

en su viaje de novios, al final de su viaje, 40 años antes.

Una noche, Ranz le dijo,

te quiero tanto que mataría por ti.

Y Teresa se rió y contestó que ya sería menos.

Y entonces Ranz le dijo la frase.

Ya lo he hecho, le dije.

He hecho el hecho.

Y he hecho la hazaña.

Y he cometido el acto.

El acto es un hecho y es una hazaña.

Y por eso se cuenta más pronto, más tarde.

He matado por ti y esa es mi hazaña.

Y contarte la hora es mi obsequio.

Y me querrás más aún,

saber lo que he hecho.

Aunque saberlo, manche tu corazón tan blanco.

Teresa le pregunta a quién era.

Y Ranz le cuenta que era una chica de La Habana,

que estuvieron casados apenas un año,

que se casó con ella cuando ella no la quería,

por sentido del deber.

Y pronto se enamoró de Teresa.

Y empezó a verse con ella clandestinamente,

pero era muy triste la situación.

Teresa estuvo tres meses en La Habana

y el día de su partida, Ranz le dijo

que él no iba a quedarse allí para siempre.

Le habló de separarse y Teresa dijo

que entonces ellos no podrían casarse.

Y entonces dijo la frase que yo escuché

y que hizo que luego ella no se soportará.

Nuestra única posibilidad es que un día muriera ella.

Me dijo, y con eso no puede contarse.

Recuerdo que al decirlo, me puso la mano en el hombro

y acercó su boca a mi oreja.

No me lo susurro, no fue una insinuación.

Su mano en mi hombro y sus labios cercanos

fueron un modo de consolarme y apaciguarme,

estoy seguro.

He pensado mucho en cómo fue dicha esa frase,

aunque hubo un tiempo en que la tomé por otra cosa.

Fue un incendio.

Vivían en un pequeño chale de dos plantas,

en una zona residencial, algo apartada del centro.

Ella tenía la costumbre de fumar en la cama

antes de dormir.

Ranz salió esa noche para cenar

con unos empresarios españoles.

No hubo investigación ni autopsia,

fue un accidente.

Ella estaba abrazada.

Luisa le pregunta cuál es la verdad.

La verdad es que ella estaba muerta

cuando yo salía aquella juega.

Contestó mi padre.

Su voz volvió a ser muy débil

cuando dijo esta frase.

Discutieron al caer la tarde.

Ella había bebido.

Hacía meses que no se tocaban.

Cuanto más distante se sentía él,

más perjosa se mostraba ella.

Más le atosigaba, más le reclamaba.

Ella se metió en la alcova,

se echó en la cama con la luz apagada

y lloró.

No cerró la puerta.

Luego paró y se puso a canturrear.

Después se quedó en silencio

y cuando Ranz entró en la alcova

para cambiarse la vio dormida.

Es extraño como un pensamiento

nos llega a veces con tanta nitidez

y fuerza que ya no puede mediar

nada entre él y su cumplimiento.

Se piensa en una posibilidad

y al instante deja de serlo.

Se hace lo que se piensa

y se convierte en algo ejecutado.

La mate dormida

mientras me daba la espalda.

No te contaré cómo.

Deja que eso no te lo cuente.

Me encendí un cigarrillo.

No comprendía lo que había hecho

pero sabía que lo había hecho.

Son cosas distintas a veces.

Me senté a los pies de la cama.

Estaba sudroso y muy fatigado.

Me dorían los ojos

como si no hubiera dormido

durante varias noches.

Recuerdo eso.

El dolor de los ojos.

Entonces lo pensé y lo hice.

De nuevo pensé y a la vez lo hice.

Deje el cigarrillo encendido

sobre la sábana

y lo miré.

Como quemaba.

Y descabece la brasa sin por ello apagarlo.

Luisa y Ramf se ponen en pie.

Luisa le dice a Ramf que va a coger un pañuelo.

Juan oye sus tacones que se acercan.

Ve su mano sobre el picaporte

y justo en ese momento le pregunta a Ramf

si quiere que se lo cuente a Juan cuando vuelva.

La respuesta de Ramf es rápida.

Te agradecería mucho que me ahorraras

tener que pensar en eso.

No sé qué es mejor.

Piensa lo tú por mí si te parece.

Luisa entra en la habitación.

Mira de reojo a Juan.

No se dan ni un beso.

Luisa dice así que ya ves.

Juan se levanta.

Le pone a Luisa la mano en el hombro

y le contesta ya veo.

A veces tengo la sensación

de que nada de lo que sucede sucede.

De que todo ocurrió

y a la vez no ha ocurrido.

Porque nada sucede sin interrupción.

Nada perdura ni persevera

ni se recuerda insesantemente.

Y hasta la más monótona

y rutinaria de las existencias

se va anulando y negando a sí misma

en su aparente repetición.

Hasta que nada es nada

ni nadie es nadie

que fueran antes.

Juan todavía no ha hablado

con Ramf de lo que escuchó aquella noche.

Es probable que nunca hable.

Ramf tampoco debe saber

si Juan sabe.

Siempre hay alguien

que no sabe algo

que no quiere saberlo

y así nos eternizamos.

El trato entre Luisa y Ramf

sigue siendo el de antes

o muy parecido

como si esa noche

no hubiera existido o no contar.

Lo que oí aquella noche

de labios de Ramf

no me pareció venial

ni me pareció ingenuo

ni me provocó sonrisas

pero sí me pareció pasado

todo lo es.

Hasta lo que está ocurriendo.

Muchas noches

Juan nota el pecho de Luisa

rozando su espalda en la cama.

Los dos despiertos o los dos en sueños

estará ahí siempre es lo previsto.

Aunque puede que dentro de un tiempo alguien

una mujer a la que Juan aún no conoce

vaya a verle una tarde.

Se miren tan solo o se abracen

de pie, callados

o se vayan a la cama.

Puede que esa mujer vaya al cuarto de baño

y se encierre en él durante unos minutos

sin decir nada

para mirarse y recomponerse

e intentar borrar de su rostro

las expresiones acumuladas

de ira y fatiga

y decepción y alivio.

Luisa atará a veces a veces

en el cuarto de baño

mientras yo la miro a arreglarse

apoyado en el quicio de una puerta

que no es la de nuestro dormitorio

como un niño precioso o enfermo

que mira el mundo desde su almohada

o sin cruzar el mural

y desde allí

escuchó ese canto femenino entre dientes

que no se dice para ser escuchado

ni menos aún interpretado

ni traducido.

Ese tarario insignificante

sin voluntad ni destina a Tario

que se oye y se aprende

y ya no se olvida.

Ese canto pese a todo emitido

y se calla y se diluye después de dicho

cuando le sigue el silencio

de la vida adulta

o quizá es masculina.

Y así les hemos contado

Corazón Tan Blanco de Javier Marías.

Hemos seguido la edición conmemorativa

del 25 aniversario de la publicación

de Corazón Tan Blanco

de la editorial Alfa Guara

y hemos citado algunos fragmentos

del prólogo de la edición de De Bolsillo.

Muchas gracias por estar ahí

y gracias por leer un libro

Una Hora en la Cadena Ser.

Un programa escrito y dirigido

por Antonio Martínez Asensio

con la voz de Eugenio Barona

y la participación de Olga Hernan Gómez

Ambientación Musical de Mariano Revilla

edición y montaje de sonido

de Pablo Arevalo

y en las redes Virginia Díaz Pacheco.

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Javier Marías (Madrid,1951-2022) es autor de 16 novelas, entre las que destacan 'Negra espalda del tiempo', la trilogía 'Tu rostro mañana', 'Los enamoramientos', 'Así empieza lo malo', 'Berta Isla' y 'Tomás Nevinson'. Escribió además semblanzas, relatos, artículos y ensayos. Entre sus traducciones sobresale la de Tristram Shandy que fue Premio Nacional de Traducción en 1979. 'Corazón tan blanco' se publicó en 1992 y es su novela más leída y traducida.