Un Libro Una Hora: 'Carta de una desconocida', una pequeña obra maestra sobre el amor como obsesión

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Un Libro Una Hora, dirigido por Antonio Martínez Asensio.

Bienvenidos al podcast de Un Libro Una Hora.

En este episodio os vamos a contar carta de una desconocida, de Stefan Speig.

Stefan Speig nació en Viena en 1881 y en 1942 se suicidó en Brasil, en Petrópolis,

junto a su segunda esposa.

Fue un escritor enormemente popular, tanto en su faceta de ensayista, poeta y biógrafo,

como en la de novelista, por supuesto, un narrador fascinante, capaz de seducirnos desde

las primeras líneas.

Que el estallido de la Primera Guerra Mundial abrazó el pacifismo y se exilió en Suiza,

donde se estableció como corresponsal.

En 1934 huyó de Austria por el auge del nazismo y se refugió en Londres.

En 1944 aparecería su maravillosa autobiografía, El Mundo de Ayer, una auténtica obra maestra

que todos deberían leer.

Carta de una desconocida se publicó en 1922, un año en el que Speig publicó 6 obras.

Es una novela delicada y a la vez terrible.

Dejarse llevar por la carta de esta mujer es descubrir un amor que nos sorprende y nos

emociona.

Vamos allá.

Una mañana temprano, al regresar a Viena después de una estimulante excursión de

tres días por la montaña y comprarse un periódico en la estación, el famoso novelista

R apenas rozaron sus ojos la fecha, cayó en la cuenta de que era su cumpleaños.

Cumple 41 años, lo que no le hace sentir ni frío ni calor, ojea fugazmente el periódico

y se dirige a su casa en un coche de alquiler.

El criado le informa de dos visitas recibidas durante su ausencia de algunas llamadas y

le trae el correo acumulado en una bandeja.

Displicente, he re hecho un vistazo a las cartas, abrió algunos sobres que le interesaron

por los remitentes.

Una carta cuya caligrafía no le resultaba familiar y que parecía demasiado extensa,

la dejó por el momento aparte.

Cuando se toma el té se pone cómodo en el sillón y se enciende un puro, toma la carta

de nuevo.

Tiene unas doce páginas escritas con prisa y con una caligrafía que no le es familiar

en absoluto de mujer, un manuscrito más que una carta.

Inconscientemente vuelve a palpar el sobre por si hubiera pasado por alto algún otro

papel explicativo en su interior, pero el sobre está vacío y no lleva ni dirección

ni remite ni firma alguna.

A ti que nunca has sabido quién soy, se leí arriba modo de encabezado, de título, perplejo,

se detuvo un momento a pensar, eso iba dirigido a él, iba dirigido a una persona imaginada.

Al instante despertó su curiosidad y empezó a leer.

Mi niña murió ayer, tres días y tres noches se luchaba contra la muerte, por esa vida

menuda, tierna, cuarenta horas pasé mientras la gripe sacudía su pobre cuerpo, ardiendo

de fiebre, sentada junto a su cama.

Yo le ponía frío sobre la frente que quemaba, le sostenía las manitas inquietas día y

noche, a la tercera noche caí rendido.

Mis ojos no resistieron más, se me cerraron sin darme cuenta.

Entre tres o cuatro horas debí de quedarme dormida en el duro sillón y fue entonces

cuando llegó la muerte.

La mujer le cuenta que le han colocado las manos juntas encima de la camisa blanca y

hay cuatro velas encendidas en las cuatro esquinas de la cama.

La mujer no se atreve a mirar, casi ni a moverse porque cuando las llamas flamean vuelan sombras

fugaces sobre la cara de su hijo, sobre su boca cerrada y es como si se movieran sus

rasgos.

Entonces, parece que el niño va a despertar de nuevo y decirle a su madre alguna terneza

infantil con su vocecita auda.

No quiero volver a tener esperanza ni volver a sufrir la desilusión, lo sé, lo sé, mi

niño murió ayer, ahora ya no tengo nada más en el mundo, nada más que a ti, no

te tengo más que a ti que no sabes nada de mí, que tan solo juegas u jugueteas con

las cosas y las personas sin enterarte de nada.

He cogido una quinta vela y me la he colocado en la mesa desde la que te estoy escribiendo,

porque no puedo estar sola con mi niño muerto sin dejar que mi alma grite hasta desahogarse

y con quién iba a hacerlo si no es contigo que fuiste y lo eres todo para mí.

La mujer le dice que quiere por primera vez contárselo todo para que conozca a su vida

entera, esa vida que siempre ha sido de él sin que él lo sepa, pero le avisa que solo

conocerá su secreto cuando ella haya muerto, lo que significa que Sierra tiene la carta

ahora entre sus manos es que ella ha muerto, por lo que no va a pedirle nada, solo que

crea hasta la última palabra de lo que le va a contar.

Voy a revelarte mi vida entera, esa vida que no empezó de verdad hasta el día en que

te conocí, antes no había sido más que algo borroso, desdibujado, donde mi memoria

nunca quiso volver a internarse, como un sota no cualquiera, lleno de cosas y personas amorfas

cubiertas de polvo y telarañas, y de lo que mi corazón ya no conserva nada.

Cuando R. llegó ella tenía trece años y vivía en el mismo edificio en el que todavía

vive R., en el mismo rellano, justo en la puerta de enfrente.

Su madre era una pobre viuda de un consejero del Tribunal de Cuentas, no tenían puesto

el apellido en la puerta y nadie preguntaba por ellas, tampoco hacían ruido, así que

probablemente R. no supo nunca ni su nombre, han pasado desde entonces casi 16 años.

Aún recuerdo como si fuera hoy mismo el día, no, la hora en la que voy a hablar de ti

por primera vez, en la que te vi por primera vez, y como no iba a recordarla, si fue entonces

cuando empezó para mí el mundo, concedeme amor, que te lo cuente todo desde el principio,

no te canses de lo ruego, durante esta hora de escuchar a quien en toda su vida no se

ha cansado de amarte.

Antes de que R. se mudara a ese piso, los que vivían allí eran gente fea, mala, pendenciera,

así que cuando se fueron, todos respiraron con alivio, unos días más tarde colocaron

en el portal el cartel de Sealquila, y poco después, por medio del portero, no tardó

en difundirse la noticia de que iba a ocuparlo a un escritor, un caballero tranquilo, sin

familia.

Pero la primera vez que la mujer, entonces, todavía una niña, oió su nombre.

Luego llegaron operarios a pintar, empapelar, arreglar las habitaciones, a limpiar a fondo

el piso.

Todas aquellas tareas la supervisaba tu criado, aquel mayor domo bajito, serio, de cabello

canoso, que lo dirigía todo con aquella autoridad suya, tan ecuánime, tan serena, no se imponía

a todos mucho.

Tener mayor domo era algo nuevo en aquel edificio de las afueras de Viena.

El mayor domo era sumamente educado con todo el mundo, sin que ello implicase rebajarse

al mismo nivel de los mozos y entablar conversaciones de camaradas con ellos.

A la madre la saludó desde el primer día con el respeto que merecía una dama.

Incluso con la niña se mostraba siempre cordial, sin dejar de ser serio.

Cuando el mayor domo pronunciaba el nombre de R, lo hacía siempre como con devoción,

con un respeto especial.

Enseguida se notaba que tenía un vínculo con él que sobrepasaba el habitual en quien

está el servicio de alguien.

Cuanto cariño le tuve siempre al bueno de Johan, a pesar de la envidia que me daba aquel

anciano mayor domo, por poder estar siempre a tu alrededor sirviéndote.

Te cuento todo esto, amor, todas estas cosas nímias, casi ridículas, para que comprendas

cómo, desde el principio, llegaste a ejercer tanto poder sobre la niña tímida y recelosa

que era yo.

Incluso de que entraras en mi vida, ya flotaba a tu alrededor un halo especial, una hora

de riqueza, de exclusividad y misterio.

Una tarde la niña volvió del colegio y se encontró con el carro de mudanzas con los

móviles en la puerta.

La mayoría de ellos, las piezas pesadas ya las habían cargado hasta el piso a los mozos

y solo subían cosas pequeñas, sueltas.

La niña se quedó en la puerta para poder admirarlo todo, pues todas las cosas eran

exóticas, muy diferentes de cuanto a la niña había visto en su vida.

Había ido los indios, esculturas italianas, cuadros grandes de colores chillones y al

final libros, muchos libros, en francés, en inglés, en muchos idiomas, los apilaron

en el portal y allí se hizo cargo de ellos el mayor domo que iba quitándoles el polvo

de uno en uno con el bastón y el plumero.

En toda la tarde no pude pensar más quente, incluso antes de conocerte.

Yo no tenía más que una docena de libros que amaba sobre todas las cosas y leía y

releía ediciones baratas encuadernadas en cartón malo y ya agrietado.

Para entonces ya se había dueñado de mila de sazón sobre cómo sería el hombre que

poseía y había leído todos aquellos libros magníficos que sabía todos esos idiomas

que era tan rico y al mismo tiempo tan erudito.

Aquella noche y aún sin conocerte soñé contigo por primera vez.

Al día siguiente, R entró a vivir al piso pero la niña no consiguió verle y eso no

hizo más que alimentar su curiosidad.

Por fin, al tercer día le vio.

Era totalmente distinto a como le ve imaginado.

La niña le ve imaginado como un anciano, como a su viejo profesor, con barba blanca,

un anciano bondadoso y con gafas.

Pero R era muy diferente, llevaba un atuendo de espor, de color marrón claro, y subió

la escalera con ligereza de muchacho tomando los escalones de dos en dos.

El sombrero lo llevaba en la mano, así que la niña pudo ver en la cara luminosa y viva.

De verdad me estremecé y asombró ante lo joven, lo guapo, lo esbelto, ágil y elegante

que eras.

Y no me extraña una cosa.

En aquel primer segundo sentí con entera claridad lo que tanto yo como todo el resto

de la gente con cierta sorpresa, sentimos una y otra vez como algo muy especial en ti,

que posees una especie de doble naturaleza, por un lado un muchacho ardiente, vividor,

entregado por completo al juego y la aventura, y al mismo tiempo un hombre infinitamente

leído y culto, de una seriedad y un sentido del deber implacables.

La niña descubrió así que la persona que le inspiraba a veneración porque escribía

libros, porque era famoso, era un hombre de 25 años, joven, elegante, alegre como un

muchacho.

Entonces todo giró para la niña en torno a la vida de R, a su existencia, con una intensidad

rayana en obsesión propia de una chiquilla de 13 años.

La niña le observaba, observaba sus costumbres, a las personas que iban a su casa y todo eso

en lugar de saciar su curiosidad, la aumentaba.

A R le visitaban tanto caballeros jóvenes como el mismísimo director de la ópera,

tanto damas a las que llevaban en coche hasta la puerta como chicas corrientes que entraban

como escondidas, en general muchas mujeres, muchísimas.

Aunque recuerdo a la perfección, amor, el día y la hora en que asumí que estaba perdidamente

enamorada de ti.

Había estado dando un paseo con una amiga del colegio y nos quedamos de pie charlando

en el portal.

Entonces llegó un coche, se detuvo y ya estabas tú saltando del pescante, con esas maneras

tuyas tan elásticas, impacientes, que todavía hoy me resultan irresistibles y fuiste a entrar

por la puerta.

Como por un acto reflejo no pude hacer otra cosa que abrir de la puerta y así me crucé

en tu camino, con lo cual casi nos rozamos.

R la miró y con esa mirada cálida, suave, envolvente, que fue como una acaricia para

ella, luego le habló con una voz casi de cálida confianza.

Muchas gracias señorita, desde aquel instante la niña sintió que estaba perdidamente

enamorada de R, luego descubrió que esa mirada cautivadora y de ese magnetismo irresistible,

esa mirada que te envuelve al mismo tiempo que te desnuda, R se la regalaba a cualquier

mujer que se cruzara con él.

Para mí fue como si de pronto me sumergieran en fuego, creí que tu ternura me tenía como

destinataria a mí, a mí sola, y aquel instante despertó a la mujer que la tía en mi interior,

hasta entonces a un adolescente, y esa mujer estaría perdidamente enamorada de ti siempre.

Su amiga le preguntó quién era ese hombre y la niña contestó que solamente un señor

que vivía en el edificio, y entonces su amiga le preguntó por qué se había puesto tan

colorada, ante el tremendo apuro le contestó con una grosería y salió corriendo escaleras

arriba.

Desde aquel preciso instante te amé, sé que son muchas las mujeres que te han dicho eso,

si te quieren todas, pero créeme que ninguna te lo ha dicho nunca con esa devoción de

esclava, de perro, con la entrega absoluta de la criatura invisible que yo era.

En la carta la desconocida sigue contándole que no tenía con quién compartir confidencias,

nadie le había enseñado ni advertido nada, no tenía experiencia y no tenía ni idea

de nada, se lanzó a su destino como quien se lanza a un abismo.

Su padre había muerto hacía mucho y su madre era para ella una extraña y las compañeras

del colegio le producían rechazo.

Hasta entonces la escuela le había sido indiferente pero de pronto se convirtió en la primera

de la clase, leía miles de libros hasta bien entrada a la noche, empezó a practicar

al piano con un tesón casi enfermizo, cuidaba y se arreglaba los vestidos y le resultaba

insoportable que el viejo mandil del colegio tuviera un remiendo por si él se fijaba,

pero R nunca se volvió a mirarla.

Entre mis 13 y mis 16 años viví cada hora de mi vida en ti, ay la denecedad es que pude

cometer, besaba el picaporte que había tocado tu mano, robé una colilla que había estirado

antes de entrar y era un objeto sagrado para mí porque había estado en contacto con tus

labios.

Sé que todo esto que te estoy contando son exageraciones grotescas, necesidades infantiles,

tan solo quiero compartir contigo aún el acontecimiento más hermoso de mi infancia

y te ruego que no te burles de mí por la nadería que es, pues para mí aquella niña

fue un instante eterno.

Un domingo en que R estaba de viaje, Johann el mayor domo estaba metiendo en el piso

las alfombras que había estado sacudiendo. La niña le preguntó si quería que le ayudase.

Johann se extrañó mucho pero se lo consentió. Así la niña pudo ver el interior de la casa,

su mundo, el escritorio donde solía sentarse él y sobre el que había unas flores en un

jarrón de cristal, sus estanterías, sus cuadros, sus libros. Con aquella única mirada, la niña

bebió la atmósfera entera y obtuvo alimento para sus infinitos sueños, despierta o dormida.

Aquel minuto fugaz fue el más feliz de su infancia.

Quería contártelo para que por fin, tú que no me conoces, empieces a hacerte una idea

de cómo dependió de ti y transcurrió una vida entera. Quería hablarte de aquel minuto

y también de otro, el más horroroso por desgracia muy cercano al primero.

Y es que la madre había empezado a salir con un hombre, un comerciante de Innsbruck

lejanamente emparentado con ella. Un día su madre le contó que su pariente que era

viudo le había hecho una proposición de matrimonio y que ella había decidido aceptarla. La niña

solo pensó en una cosa, solo preguntó si se quedaría en Viena, en esa casa. Y la madre

le contestó que no, que se mudaría a Innsbruck.

No hay más, se me puso todo negro. Más tarde me enteré de que me había desmayado. Según

oí contar a mi madre en voz baja a mi padrastro que estaba esperando detrás de la puerta,

de pronto me eché hacia atrás con las manos muy abiertas y a continuación me desplomeé

como un fardo.

Su reticencia a marcharse se interpretó como cerrazón, maldad y rebeldía. El último

día, vestida aún con la ropa del colegio, echó a andar hacia casa de R, como si algo

le empujara, como una fuerza magnética. No sabía bien lo que pretendía, así que

era sus pies y rogarle que se quedara con ella decriada o desclava. Se quedó allí,

en mitad del descansillo de la escalera, clavada al suelo de miedo y al mismo tiempo empujada

a avanzar por una fuerza inexplicable. Apretó el timbre. No acudió a nadie. Regresó a

casa vaciada, agotada después de aquellos cuatro pasos. Se arrojó encima de la cama.

En cuanto mi madre se acostó y se durmió, salí de puntillas al vestíbulo para estar

alerta de cuando volvías a casa. Tenía sueño, me dolían los brazos y las piernas y ya no

quedaba ni una silla para sentarme. Así pues, cual larga era, me tumbé en el suelo, sobre

el que soplaba la corriente de la puerta.

Se quedó allí, tan solo con su vestido ligero sobre aquel suelo tan frío. Temblaba. Se levantaba

una y otra vez del frío que hacía en aquella oscuridad terrible. Pero siguió esperando

hasta que a las tres de la madrugada oyó que se abría la puerta del portal y luego

pasos escaleras arriba. Como si hubiera saltado un resorte, se le quitó el frío de golpe

y le invadió al ardor.

Ay, no sé que no habría sido capaz de hacer aquella chiquilla tonta de entonces. Los pasos

se iban acercando, la luz de las velas subía también. Yo temblaba con la mano en el picaporte.

¿Erasto el que venía? Sí, eras tu amor, pero no venía solo. Escuché una risita contenida

como un cosquilleo, el murmullo de la seda de un vestido y tu voz queda. Volvías a casa

con una mujer.

Carta de una desconocida tiene muchas cosas que destacar. Entre ellas el modo en que la

prosa, las precisiones a la hora de reflejar la obsesión amorosa, se presentan con una

fraseología diversa. Unos conceptos que, a la vez que sencillos, no resultan monótonos,

sino variados y matizados. Un modo de expresarse que revela inteligencia y fondo cultural.

La primera persona dibuja a una mujer con criterio e intelectualmente capacitada, atractiva

por su interés intelectual. La belleza de la fraseología no se apoya en la palabra

hermosa, sino en la diversidad, en la estructura compositiva de la frase y la ductilidad de

un pensamiento rico. Algo propio del monólogo interior. La prosa se mantiene fuerte gracias

al manejo de conceptos y psicología de personajes.

A la mañana siguiente se la llevaron a Innsbruck, como un multomás. Vivió allí dos años interminables.

Entre los 16 y los 18 vivió como una reclusa, como una repudiada en el seno de su propia

familia. Su padrastro, un hombre muy tranquilo y parco en palabras, se portaba bien con ella.

Su madre parecía dispuesta a conceder a su hija cualquier deseo. Tenía gente joven

pendiente de ella y, sin embargo, los rechazaba a todos con una rebeldía visceral. No quería

vivir feliz, no quería vivir contenta apartada de su amor. Se enterró en un mundo oscuro

de autocastigo y soledad. Se negaba a ir a conciertos, al teatro o a participar en

excursiones con gente alegre. Apenas pisaba la calle.

En ti, en tu persona, exclusivamente vivía aquella época. Me compré todos tus libros.

Cuando aparecía tu nombre en el periódico era día de fiesta. ¿Te puedes creer que

me sé de memoria hasta el último renglón de tus libros, de las veces que los he leído?

El mundo entero no existía más que por su relación contigo.

Al cumplir 18 años, su pasión por R siguió siendo la misma. Solo que, de algún modo,

se transformó a la par que se transformaba su cuerpo. Se volvió más ardiente, más

física, más de mujer. Solo deseaba entregarse a él. Su padrastro gozaba de una posición

acomodada y la consideraba su única hija, pero ella, sin embargo, quería ganarse la

vida por sí misma y, al final, consiguió que le dejaran regresar a Viena como empleada

de una gran casa de confección que pertenecía a un pariente.

Y lo primero que hizo, claro, fue correr hacia la casa de R. Había luz en la ventana. Ella

se quedó contemplando las ventanas hasta que se apagó la luz. Entonces volvió a su casa.

Y eso empezó a hacerlo a diario. Trabajaba en la tienda hasta las 6 de la tarde y cuando

salía se iba a casa de R a mirar sus ventanas con el único deseo de verle, aunque fuera

de lejos.

Al cabo de una semana, más o menos, sucedió por fin que nos cruzamos y, además, justo

en un momento en que no lo esperaba. Al tiempo que levantaba la vista hacia tus ventanas

apareciste atravesando la calle. Ahí, de golpe, volvía a ser la niña de 13 años. Sentí

como la sangre se me subía a las mejillas. Sin querer, en contra de mi deseo más profundo,

quiera sentir tus ojos. Bajé la cabeza y pasea a tu lado corriendo como si me persiguiera

el diablo.

Después se avergonzó de aquella cobar de huida de colegiala porque lo que quería es

que él la reconociera, que la tuviera en cuenta, que la amara. Pero R pasaba todas

las tardes frente a su casa, a veces acompañado de amigos, a veces con mujeres. Era entonces

cuando una punzada en el corazón le recordaba que se había hecho adulta. Hasta que por

fin un día, R se fijó en él. El azar quiso que un coche que estaba descargando estrechara

el paso por la calle y que él tuviera que pasar a su lado muy cerca. Sin hacerlo adrede,

su mirada rozó la de ella y de inmediato se convirtió en su típica forma de mirar

a las mujeres, la misma mirada que en tiempos despertó en la niña a la mujer, a la enamorada.

Uno o dos segundos retuve en mis ojos aquella mirada tuya, de tal suerte que no pudo ni

quiso apartarse. Luego ya habías pasado de largo. El corazón me palpitaba. Inconscientemente

se me ralentizó el paso y al darme la vuelta movida por una curiosidad incontenible, vi

que tú también te habías parado y vuelto a mirarme. Y por la forma en que me miraste

y me observaste con interesada curiosidad, lo supedí inmediato. No me habías reconocido.

Fue una gran desilusión. Era la primera vez que lo vivía que sufría ese destino de que

él nunca supiera quién era ella, ese destino con el que ella ha vivido una vida entera.

En Innsbruck había imaginado todo un abanico de posibilidades, desde las más terribles

hasta las más felices. Había imaginado que la rechazaría y la despreciaría por encontrarla

demasiado corriente, demasiado fea, demasiado insistente, pero lo que nunca pensó fue que

no la reconocería. Que ni siquiera hubiera advertido alguna vez que ella existía porque

en la niña de antaño había surgido también la descabellada idea de que también él pensaría

menudo en ella y la estaría esperando. ¿Cómo hubiera podido yo respirar siquiera

de haber sabido con tal certeza que no era nada para ti? Que mi recuerdo no despertaba

en ti ninguna leve vibración. Y aquel despertar ante tu mirada que me enseñaba que por tu

parte no te acordabas de mí en absoluto. Que no había ningún hilo de recuerdo tuyo

tendido hasta mi vida. Fue una primera caída al fondo del pozo de la realidad. Un primer

presentimiento de mi destino.

Pero dos días más tarde, la mirada de R. La envolvió por segunda vez y con cierta confianza

en un nuevo encuentro la reconoció, pero no como la que le había amado y a la que había

despertado el amor sino simplemente como la guapa jovencita de 18 años con la que se

había cruzado dos días antes en el mismo sitio. La miró con gesto de amable sorpresa

y una leve sonrisa se dibujó en su boca. De nuevo pasó de largo, ralentizando el paso

automáticamente. Ella temblaba, se regocijaba, rezaba para que le dirigiera la palabra, sintió

que por primera vez era para él alguien vivo. También ella ralentizó el paso. Entonces

de pronto se dio la vuelta sabiendo que él estaba justo detrás y supo que por primera

vez iba a oír su voz dirigida a ella.

Tú te colocaste a mi lado. Me hablaste en tu habitual actitud desenfadada como si lleváramos

tiempo siendo amigos. Ay, no tenías ni la menor noción de quién era yo. Nunca has

tenido ni la más mínima noción de nada. Y fue tan mágica la forma en que me dirigiste

la palabra que hasta logré contestar. Recorrimos la calleja caminando uno al lado del otro.

Luego me preguntaste si cenábamos juntos. Dije que sí. ¿Qué me habría atrevido a negarte?

Conjuntos en un pequeño restaurante. Ella habló poco pero le hacía infinitamente feliz

tenerle cerca o irle a hablar con ella. No quiso estropear ni un instante con alguna pregunta,

con alguna palabra necia. Él colmó la ferviente devoción de ella con la dulzura, la afabilidad

y con la delicadeza que tuvo con ella, sin mostrar insistencia en nada, sin un ápice

de las típicas ternezas impacientes y con una encantadora confianza de que ella sería

suya. Se hizo tarde, salimos a la calle. En la puerta

del restaurante me preguntaste si tenía prisa o si aún podía pasar un rato más contigo.

¿Cómo callarme que estaba dispuesta a todo? Dije que aún tenía tiempo. Luego me preguntaste,

superando enseguida una leve vacilación si me apetecía subir a tu casa a charlar un

rato. Por supuesto, dije con una espontanidad acorde con mis sentimientos, dándome cuenta

al instante de que la rapidez con que había aceptado te resultaba no sé si embarazosa

o grata, pero en cualquier caso era obvio que te sorprendía.

Mientras caminaban, él le iba observando de reojo, asombrado en cierto modo. Su intuición

sospechó al instante que allí latía algo inusual, que algún misterio debía de encerrar

aquella guapa jovencita tan docil. Ella había conseguido despertar al hombre curioso que

anteaba el misterio con preguntas y rodeos, pero ella no le reveló nada, prefirió parecer

tonta antes que revelarle su secreto.

Ella vez se quedó en su casa toda la noche. Él ni se figuró que a ella jamás le había

tocado ningún hombre, como tampoco ninguno había visto su cuerpo. Y es que ella no ofreció

ni la más mínima resistencia, reprimió todo ápice de vergüenza con tal de que no

llegara a adivinar el misterio de su amor por él, pensando que le habría espantado.

Tú no amas más que lo fácil, lo lúdico, lo que no pesa, tienes miedo de intervenir

en el destino de alguien. Si ahora te cuento, amor, que te regalé mi virginidad, también

te suplico una cosa. No me malinterpretes, por favor. No te acuso de nada. Tú no me

empujaste, no me mentiste, no me sedugiste. Fui yo, yo sola la que corrió a entregarse

a ti, me lancea tus brazos, me lancea mi destino.

En la carta, la desconocida, no le acusa de nada, tan solo le agradece el tesoro, el

chispeante placer, el felicísimo ensueño que supuso para ella aquella noche. Cuando

abrió los ojos en mitad de la noche y le sintió a su lado, se maravilló que el techo

no estuviera lleno de estrellas, pues hasta ese punto se sentía en el cielo. Jamás se

arrepintió de aquellos momentos. Todavía me acuerdo. Mientras dormías,

mientras escuchaba tu respiración y sentía tu cuerpo, y a mí misma tan cerca de ti.

Lloré de gozo en la oscuridad. Por la mañana se apresuró a marcharse. Quería

irse antes de que llegara el mayor domo. Cuando estuvo vestida frente a él, R le abrazó,

le miró largo rato. Tal vez algún recuerdo impreciso y lejano brotaba en su interior,

o es que sencillamente la encontraba guapa. Entonces le dio un beso en la boca y luego

le regaló cuatro rosas blancas que tenía en un jarrón. Antes de eso se habían citado

para otra velada. De nuevo fue maravillosa. Incluso tuvieran una tercera noche. Luego

R le dijo que tenía que salir de viaje y prometió contactar con ella en cuanto regresara,

pero pasaron dos meses sin ningún contacto. Sin embargo, hacía mucho que R había vuelto.

Ella lo veía en sus ventanas. Pero en la carta no le reprocha nada. Le dice que le ama por

ser como es, apasionado, olvidadizo, entregado e infiel.

Mi niño murió ayer por la noche. También era tu hijo. También era tu hijo, amor.

El hijo de una de aquellas tres noches. Te lo juro. Y no se miente con la sombra de la

muerte cerca. Era nuestro hijo. Te lo juro. Pues no volvió a tocarme ningún hombre después

de esas horas en las que me entregué a ti. Y hasta aquellas otras en las que desgarró

mi cuerpo al nacer él.

La desconocida le dice a R en la carta que es posible que se esté preguntando tal vez

espantado, tal vez solo perplejo. ¿Por qué no le he dicho nada de ese hijo en todos esos

largos años y lo hace ahora que ha muerto? Pero la mujer se pregunta cómo iba a decírselo.

Piensa que nunca habría creído aquella desconocida dispuesta a todo durante tres noches que se

entregó sin resistencia y hasta con ansia. Que nunca habría reconocido a ese hijo como

suyo sin desconfiar. Que habría recelado de ella. Y eso era justo lo que ella no quería.

Y luego te conozco. Te conozco también como ni tú mismo te conoces. Sé que a ti que en

el amor amas lo que tiene de despreocupado, de ligero, de juego. Te habría resultado

muy incómodo de repente ser padre. De repente ser responsable del destino de una persona.

Tú que solo puedes respirar cuando eres libre. De algún modo te habría sentido vinculado

a mí. Y sé que me habrías odiado por ese vínculo.

Ese niño lo era todo para ella, porque ante todo era de R. Era como volver a tenerle,

pero sin necesidad de que fuera él, el feliz, el despreocupado, pero suyo para siempre.

Por eso ella se sintió tan feliz cuando supo que esperaba un hijo suyo. Y por eso mismo

se lo ocultó. No solo vivió meses de la inmensa felicidad que había imaginado. También

fueron meses llenos de angustia y de preocupaciones marcados por el asco ante la abajeza de la

gente. En la tienda no pudo seguir trabajando porque habrían dicho algo a su madre. Vendió

las pocas joyas que tenía. Tuvo que acudir al ambulatorio de la beneficencia allí donde

solo se arrastran en su necesidad extrema los muy pobres, los parias y los olvidados.

Y donde vivió un infierno.

No te lo he hecho en cara a ti, te lo juro. Y jamás he estado enfadada contigo. Ni siquiera

en el momento en que mi cuerpo se retorcía por el dolor del parto. En que mi cuerpo ardía

de vergüenza bajo las miradas escrutadoras de los estudiantes de medicina. Ni siquiera

en el instante en que el dolor me desgarró el alma, quise acusarse ante Dios. Jamás

me he arrepentido de las noches que pasé contigo. Jamás maldije mi amor por ti. Siempre

te he amado. Siempre he bendecido el momento en que te conocí. Y si tuviera que vivir

de nuevo el infierno de aquellas horas, aún sabiendo de antemano lo que me aguardaba.

Volvería a elegirlo una vez más, amor. Una y mil veces más.

R nunca llegó a conocer a su hijo. Ni siquiera en un fugaz encuentro fruto del azar. Cuando

nació, ella se escondió de R durante mucho tiempo. El anhelo de estar con él se había

vuelto menos doloroso. De hecho, ella dejó de amarle con tanta pasión o al menos ya

no sufría tanto por amor desde que tenía aquel regalo. No quería dividirse entre él

y el niño, así que no se entregó a él, al hombre feliz que vivía dejándola al margen,

sino a ese niño que la necesitaba, al que tenía que alimentar y que podía besar y

abrazar. Ella se creyó salvada de su desazón por estar con R, de esa condena salvada por

aquella no a forma de vida que ya no era él y que, en cambio, sí que era suya, de verdad.

Muy raras veces nada más. Muy raras fueron las veces que mis sentimientos me empujaron

a detenerme de nuevo frente a tu casa, a esperar como un perro. Tan solo hacía una cosa. Por

tu cumpleaños te enviaba un ramo de rosas blancas, iguales a las que me regalaste después

de nuestra primera noche de amor. No te has preguntado nunca, durante estos últimos 10,

11 años, quién te las enviaba? Regalárselas desde su oscuridad, dejar que una vez al

año floreciera el recuerdo de aquella noche, con eso a ella le ha bastado. En la carta,

la desconocida le dice que hoy se echa en cara a haberse lo ocultado porque lo habría

querido, porque el niño era alegre y bueno. Toda la ligereza del carácter de R se reproducía

en su escala infantil, su imaginación tan rápida, creativa, se renovaba en él. Podía

pasarse horas jugando con cosas de las que se enamoraba, igual que R, y luego también

podía quedarse sentado leyendo sus libros con las cejas arqueadas en gesto serio. Cada

vez era más como su padre. Pronto empezó a desarrollarse también en él con toda claridad

esa dualidad entre la seriedad y el juego que caracteriza R, y cuanto más se le parecía,

más lo amaba a ella. Siempre era el más elegante de todos, fuera

donde fuera. Engrado en la playa, cuando iba yo con él, la señora separaba, ni le acariciaban

el cabello largo y rubio. En el semerín, cuando iba a montar en trineo, la gente se volvía

a mirarlo con admiración. Era tan guapo, tan dulce, tan docil. El último año que cursó

en el teresianum, el prestigioso internado, vestía el uniforme con el sable corto, como

un paje del siglo XVIII. Ahora no lleva más que la camisita, el pobre mío, ahora que

ya hace con los labios sin color y las manos cruzadas sobre el pecho.

Pero ¿cómo pudo ella educar a su hijo con tantos lujos? ¿Cómo consiguió ofrecerle

esa vida llena de luz y alegría, como la de quienes pertenecen a las clases altas?

Amor, te hablo desde la oscuridad. No me da vergüenza nada, te lo diré. Pero no te asustes,

amor. Me vendí. No quiero decir que me convirtiera exactamente lo que llaman una mujer de la

calle, una prostituta. Pero me vendí. Tuve a mis hijos ricos, amantes ricos. Primero

los busqué yo, después me buscaron ellos a mí, puesto que era... ¿te darías cuenta

alguna vez? Muy guapa. Todo aquel al que ella se entregaba se encariñaba

con ella. Todos se lo agradecían, todos querían estar a su lado, todos la amaron,

salvo R. Lo hizo por él y por su hijo. Ya había rozado una vez en aquella sala del

ambulatorio de la beneficiencia el horror de la pobreza y sabía que en ese mundo de

los pobres, el oprimido, el humillado, es siempre la víctima. Así que, fuera cual

fuera el precio, no quería que su hijo, su bello y alegre hijo, creciera entre la basura,

en la estrechez física y mental, en los sórdidos de los callejones, en el aire apestado de

un cuchitril de un patio interior. No quería que su boca aprendiera el idioma de las alcantarillas,

ni su cuerpo vistiera la ropa arrugada y moosa de la pobreza.

Tu hijo lo tendría todo, toda la riqueza, toda la ligereza del mundo. Tenía que volver

a ascender hasta ti, hasta la esfera en la que vivías tú. Por eso, tan solo por eso,

amor, me vendí.

No le supuso ningún sacrificio, pues esas cosas que suelen llamar honor y vergüenza

carecían de valor para ella. R no la amaba y era el único al que pertenecía a su cuerpo,

con lo cual le era del todo indiferente lo que le sucediera a ese cuerpo. Las caricias

de los hombres, incluso su pasión más ardiente, no le conmovía nada en absoluto. Y eso que

muchos no pudo evitar tomarles gran estima y que a menudo le conmovía la compasión

por su amor no correspondido.

Todos a cuantos conocí fueron buenos conmigo. Sobre todo uno, un con de alemán viudo, ya

de cierta edad, el mismo que se dejó los nudillos tocando a todas las puertas que hizo falta

para que admitieran en el teresiano a un hijo sin padre, a tu hijo. Aquel hombre me amó

como a una hija. Tres veces, cuatro, me pidió matrimonio. Hoy podría ser yo con desa,

dueñe, señora, de un palacio de cuento en el tirón. Podría vivir libre de preocupaciones,

pues el niño habría tenido un padre tierno que lo adoraba, y yo habría tenido a mi lado

a un hombre bueno, distinguido y discreto.

No aceptó, por mucho y por muchas veces que insistió y por mucho dolor que le causó

cada vez que volvía a rechazarlo. Pero no quería atarse, quería ser libre para R en

todo momento. En lo más profundo de su ser, en el inconsciente, seguía vivo el viejo

sueño de su infancia de que alguna vez él la llamaría a su lado, aunque sólo fuera

para una hora. Y en virtud de esa hora potencial, lo rechazó todo, solo por seguir estando libre

a su entera disposición, caso de darse su llamada.

Que ha sido toda mi vida, desde aquel despertar de la infancia, sino una espera, la espera

a tu voluntad. Y de hecho tal momento llegó. Sólo que tú no lo sabes, ni lo sospechas,

amor. Tampoco me reconociste la mujer que llegué a ser. Nunca, nunca, nunca ha sabido

quién era yo.

Ya se había cruzado con él en más ocasiones, en los teatros, en los conciertos, por el práter,

por la calle. Todas las veces, ella sentía una punzada en el corazón, pero su mirada

pasaba de largo sin verla. Es verdad que el aspecto de ella había cambiado por completo.

La niña temerosa se había convertido en una mujer, bella, envuelta en ropas caras,

rodeada de admiradores. ¿Cómo iba a imaginar él que ella era la misma jovencita tímida

de la penumbra de su dormitorio?

A veces te saludaba alguno de los caballeros con los que yo iba. Tú le devolvías el saludo

y levantabas la mirada hacia mí, pero en tus ojos no había más que una extrañez acortés,

de reconocimiento en el sentido del respeto, pero siempre hacía una desconocida, desconocida,

desconocida hasta lo escalofriante.

Pero un día fue una auténtica tortura el que no la reconociera, a pesar de que ya estaba

casi habituada a ello. Estaba sentada con un amigo en un palco de la ópera, IR, en el

palco vecino. En la obertura se apagaron las luces. Ella ya no podía ver el rostro de

él, sino solo sentir su respiración a su lado, igual que aquella primera noche. IR

tenía la mano apoyada en el antepecho forrado de terciopelo que separaba los palcos.

Se iba doyendo de mí la necesidad de inclinarme y besar como una esclava esa mano extraña

y a la vez adorada, cuyo tierno abrazo había sentido antaño. Y la música me exaltaba más

y más, cada vez era más ardiente el ansia. Tuve que agarrarme y hacer acopio de todas

mis fuerzas para contenerme y no dejar que mis labios sucumbieran al magnetismo que ejercía

a tu adorada mano. Después del primer acto le pedí a mi amigo que me acompañara fuera.

No podía soportar más estar a tu lado en la oscuridad, tan cerca y al mismo tiempo

como una extraña.

En carta de una desconocida, Svajj mide mucho en el uso de las técnicas. Tiene muy presente

que si el personaje de la mujer debe reflejar inteligencia, también debe moderarse en sus

arrebatos. Es muy fácil caer en la trampa de construir un personaje excesivamente obsesivo

que el lector no respete. Si no tiene la medida, no es ya la verosimilitud la que se resiente,

sino la identificación con el personaje y el gusto por la obra. Svajj quiere, en carta

de una desconocida, que el lector se identifique con la obsesión, que no lo considere una patología

sino un acto de romanticismo. Por ello tiene la precaución de moderar su expresividad sin

dejar de mostrarla. La obsesión es claramente patológica, pero no seduce este alma atormentada

a la que compadecemos, pero no despreciamos.

Pero llegó el momento. Hace casi un año, el día después del cumpleaños de Ré. Ella

había estado pensando en él las 24 horas pues celebrados cumpleaños como una fiesta.

Por la mañana había ido bien temprano a comprar las rosas blancas que mandó llevar a su casa

como todos los años. Por la tarde salió con el niño. Lo llevó a una confitería y por

la tarde al teatro. Quería que también para el niño el cumpleaños de Ré fuera una especie

de día de fiesta, aunque desconociera el motivo. Al día siguiente estuvo con su pareja

de entonces un joven y rico fabricante con el que llevaba viviendo ya dos años y que

la adoraba como una diosa. La mimaba y quería casarse con ella igual que los demás. Ella

le rechazó como a los demás a pesar de que agasajaba a su hijo con constantes regalos

y de que él mismo era encantador. Asistieron a un concierto. Allí se encontraron con un

grupo de gente con ganas de divertirse. Fueron todos juntos a cenar y en la cena, entre las

charlas y las risas, ella propuso continuar la velada en un local de baile, el Tabarin.

Ese tipo de local es de jarana, como programada y alcoholizada. Siempre me han parecido repugnantes,

como la juerga en sí misma, y siempre me negaba a ir cuando lo proponían. Sin embargo esa

noche fue una fuerza mágica inexplicable, la que de repente inconscientemente me llevó

a lanzar aquella propuesta en pleno momento de excitación festiva del grupo, al punto

encantado de secundarla. De repente sentí una ansia inexplicable por ir allí, como si

me aguardara algo especial. Todos fueron al Tabarin, tomaron champán

y de pronto ella se sintió presa de un deseo tan desenfrenado como nunca lo había experimentado

antes. Siguió bebiendo y bebiendo, coreaba las pegadizas piezas y apenas podía resistirse

a bailar y chillar de júbilo. Entonces de pronto sintió como si se le posara sobre

el corazón algo frío o ardiente al rojo vivo. Se quedó petrificada.

Tú estabas sentado en la mesa vecina con unos amigos y me observabas con una mirada de admiración

y deseo, con esa mirada que siempre me ha trastornado el cuerpo entero desde las entrañas.

Por primera vez en diez años volvías a mirarme, con toda esa fuerza inconsciente y apasionada

que te es propia por naturaleza. Me eché a temblar, casi se me cae de las manos la copa

que sostenía en alto. Ella no sabía si por fin la había reconocido

o si simplemente la deseaba de nuevo, como si fuera otra, como a una desconocida. La sangre

se le subió a las mejillas. R tenía que darse cuenta de lo turbada que estaba por

cómo la miraba, sin que nadie más lo percibiera, hizo un movimiento con la cabeza para pedirle

que saliera un instante al vestibulo. Luego pagó y salió, no sin indicarle a ella con

otra señal que le esperaría fuera. Ella temblaba como si estuviera helando, como si

ardiera de fiebre, había perdido el control. Dio la casualidad de que en ese momento una

pareja de negros comenzó un peculiar baile nuevo lleno de estridentes gritos y taconeos

y que captaron la atención de todo el mundo. Ella aprovechó ese instante, le dijo a su

amigo que volvería enseguida y se fue detrás de Erre, que estaba en el vestibulo esperando.

Tu mirada estaba llena de luz cuando llegué, sonriendo te apresuraste a salir a mi encuentro,

vi de inmediato que no me reconocías, no reconocías a la niña de antaño, ni tampoco

a la joven. Querías tomarme una vez más como algo nuevo, algo desconocido.

¿Tendré usted un ratito para mí también? Ella dijo que sí, con el mismo sí tembloroso

y al mismo tiempo inequívoco de entrega absoluta que le había dado a aquella joven por la calle

en penumbra una década antes. ¿Y cuando podríamos vernos? Ella le contestó que cuando

él quisiera ya no le daba vergüenza a nada. Él la miró un tanto sorprendido. ¿Podrías

ser ahora? Ella volvió a contestar que sí. Entonces

se dio cuenta de que era su amigo quien tenía el número del guarda ropa, así que, sin

dudarlo un segundo, se echó únicamente el chal sobre los hombros y salió.

Ay, yo era consciente hasta lo más hondo de mi ser, de la bajeza, de la ingratitud,

de la ignominia que cometía para comienes tu amigo. Sentía que estaba actuando de

un modo ridículo y que con aquella locura mía le infligía, y para siempre, una herida

mortal a una bellísima persona. Sentía que yo misma estaba desgarrando mi vida en dos,

pero ¿qué era la amistad? ¿Qué era mi propia vida frente a la impaciencia de volver a sentir

tus labios? ¿Aoís tus palabras tiernas dirigidas a mí?

Había un coche en la puerta. Fueron a casader. Ella volvió a escuchar su voz, percibir su

tierna cercanía y sentir la misma turbación, la misma cegadora euforía infantil. Sentía

todo como una repetición, el pasado y el presente. Sobre el escritorio estaba el jarrón

con las rosas, recuerdo de una mujer, a la que él ya no recordaba, que todavía no había

reconocido ni siquiera en aquellos momentos en que la tenía al lado, con su mano en la

suya y sus labios en los suyos. Me abrazaste. De nuevo me quedé a tu lado

una noche entera maravillosa, pero tampoco en el cuerpo desnudo me reconociste. Con gozo

recibí las caricias de tus manos expertas y vi que tu pasión no hace distinciones entre

una mujer amada y una de pago, que te entregas por completo a tu deseo, con ese derroche

absoluto e inconsciente que te caracteriza. Enbriagada de la felicidad de antaño, ella

también se olvidó de quién era. La niña obsesionada de antaño, la madre de su hijo,

la desconocida de ahora. Llegó la mañana, se levantaron tarde y aún R. la invitó a

desayunar con él. Tomaron juntos el té y estuvieron charlando. R. no le preguntó

su nombre ni donde vivió. De nuevo era para él la mera aventura, la mujer sin nombre,

el momento de pasión que se disuelve sin dejar rastro en el humo del olvido. Él le

contó que iba a emprender un viaje muy largo de dos o tres meses por el norte de África

y ella empezó a temblar en pleno momento de felicidad, sabiendo que lo ingulliría

todo el olvido. En realidad, me hubiera gustado arrodillarme a tus pies gritando, llévame

contigo para que por fin te des cuenta de quién soy, por fin, por fin, después de

tantos años. Pero fui muy tímida, muy cobarce, serví el como un perro muy débil ante ti,

lo único que alcance a decir fue el hombre al que yo amaba también se iba siempre de

viaje. Pero de los viajes se vuelve. Sí, se vuelve, pero para entonces ya se ha olvidado

todo. Tuvo que haber algo especial, algo muy visceral en la forma en que ella dijo esa

frase porque R. la miró con asombro y con mucha ternura y le puso las manos sobre los

hombros. Lo bueno no se olvida, a ti no te olvidaré. Ella pensó que por fin había

logrado romper el maleficio de su ceguera y que la reconocería, pero no. Yo tuve que

recomponerme el peinado pues se me había revuelto el pelo y estando de pie frente al

espejo vi a través de la luna y creí que iba a desmayarme de vergüenza y de estupor.

Como con tus habituales maneras discretísimas introducías unos cuantos billetes grandes

en mi manquito. No sé ni cómo fui capaz de no ponerme a gritar en aquel momento de

nuevo fetearte. A mí, a la que te amabas desde niña, a la madre de tu hijo, le pagabas

por pasar la noche contigo. Se apresuró a recoger sus cosas. Sentía

demasiado dolor, corrió a la puerta sintiendo que se le llenaban los ojos de lágrimas.

En el vestíbulo casi se chocó con Johan el mayor domo. Él se hizo a un lado y de inmediato

abrió la puerta y ahí, en ese único segundo en que ella lo miró, un relámpago de luz

le atravesó la mirada. Entonces ella, bruscamente, sacó del manquito los billetes y se los metió

en un bolsillo. Él, se echó a temblar, levantó la vista hacia ella horrorizado y en aquel

instante es posible que adivinara más de la vida de aquella mujer que erre en toda

su vida. Mi niño ha muerto. Nuestro niño. Ahora ya no me queda en este mundo nadie

aquí en Amar, salvo tú. Pero ¿quién eres tú para mí? Tú, que nunca, nunca me reconoces,

que pasas a mi lado como quien pasa junto al agua, que me pisa como quien pisa una

piedra, que siempre se va y se aleja dejándome en una espera eterna. Una vez creí poder retenerte

a ti el huidizo en ese niño. Pero era hijo tuyo. Se fue durante la noche de una forma

muy cruel. Ha emprendido un viaje, se ha olvidado de mí y no regresará nunca.

La desconocida en la carta le pide perdón. Le dice que necesitaba vaciar su alma a gritos

en la última hora de su vida. Le dice que tenía que hablar con él antes de regresar

a su oscuridad muda. Solo si muero recibirás este legado mío. De una mujer que te ha amado

más que ninguna y a la que tú nunca has reconocido. De una mujer que se ha pasado la vida esperándote

y a la que tú no has llamado jamás. Quizás, quizás me llames ahora. Y yo te seré infiel

por primera vez. Pues desde la muerte ya no te oiré. No te dejo ningún retrato ni ningún

símbolo. Igual que no me has dejado nada tú. Nunca sabrás quién soy. Nunca. Ese era mi

destino en la vida. Séalo también en la muerte.

La mujer ya no es capaz de seguir escribiendo. Tiene la cabeza embotada, le duele el cuerpo,

tiene fiebre. Quizás haya terminado todo enseguida. Quizás sea el destino bondadoso

con ella y no le obligue a ver cómo se lleva en el cuerpo de su hijo.

Escucha amor. Te ruego una cosa. Es lo primero y lo último que te pido. Hazlo por mí. El

día de tu cumpleaños, que siempre es un día en el que uno piensa en sí mismo. Ese día

compras rosas y polas en el jarrón. Te lo ruego, amor. Hazlo. Es lo primero y lo último

que te pido. Gracias. Te amo. Te amo. Adiós.

El escritor dejó a un lado la carta con las manos temblorosas. Luego pasó un largo rato

tratando de hacer memoria. Borroso. Surgido cierto recuerdo de una niña vecina, de una

joven, de una mujer en un local nocturno. Pero era un recuerdo muy vago y desdibujado,

como el centaleo y el temblor sin formas, de una piedra en el fondo de un torrente.

El escritor no alcanza a recordar nada. Tiene la sensación de que solo ha soñado con aquellas

mujeres a menudo y con intensidad, pero después de todo solo las ha soñado. Entonces su mirada

se posa en el jarrón azul que tiene sobre el escritorio. Está vacío, vacío en el día

de su cumpleaños, por primera vez en muchos. Se estremeció. Tuvo la sensación de que

de pronto se había abierto una puerta invisible y una corriente fría de otro mundo penetraba

en su espacio en alterado, sintió la muerte y sintió un amor inmortal. En su interior,

como dentro de su alma, surge algo y pensó en la mujer invisible con afecto profundo,

sin cuerpo, como en una música lejana.

Y así les hemos contado carta de una desconocida de Stefan Speig. Hemos seguido la edición

de la editorial Alianza, con traducción de Isabel García Adánez. Hemos citado algunos

fragmentos del blog de Moisés de las Heras, lluvia en el mar. Gracias por estar ahí

y gracias por leer. Un libro, una hora, en la cadena ser.

Un programa escrito y dirigido por Antonio Martínez Asensio, con las voces de Marisol

Navajo y Eugenio Barona, y la participación de Olga Hernan Gómez, ambientación musical

de Mariano Revilla, edición y montaje de sonido de Pablo Arevalo, y en las redes Virgínia

Díaz Pacheco.

Suscríbete a un libro, una hora. Todos los episodios y contenidos adicionales se

le abde cadena ser y en nuestros canales de Apple Podcast, Spotify, iBooks, Google Podcast

y YouTube. Escúchanos en directo en la ser los domingos a las cinco de la mañana.

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Stefan Zweig (Viena, 1881-Petrópolis, 1942) fue un escritor enormemente popular, tanto en su faceta de ensayista, poeta y biógrafo, como en la de novelista. 'Carta de una desconocida' se publicó en 1922 y es una novela delicada y terrible en la que descubrimos un amor que nos sorprende y emociona.