Un Libro Una Hora: 'Caperucita en Manhattan', un cuento sobre el miedo y la libertad
Cadena SER 6/18/23 - Episode Page - 55m - PDF Transcript
¡Bienvenidos al podcast de Un Libro Una Hora! En este episodio os vamos a contar
el caperucita en Manhattan de Carmen Martingaité. Carmen Martingaité nació en Salamanca en 1925
y murió en el año 2000 en Madrid. Es una de las escritoras más importantes y galardonadas
de nuestra literatura y una de las más destacadas representantes de la generación de la posguerra.
Públicó su primera novela, El Balneario, en 1955. De sus novelas hay que destacar Entre
Visillos, que fue premio Nadal en 1958, ritmo lento, retaílas, fragmentos de interior, el cuarto de
atrás, nubosidad variable, lo raro es vivir, irse de casa y su novela Póstuma, Los parentescos.
Escribió también poesía, relatos, teatro y ensayos entre los que destacan usos amorosos de la
posguerra española o el proceso de macanaz. Recibió los premios Príncipe de Asturias en 1988 y el
Nacional de las Letras Españolas en 1994. Públicó Caperucita en Manhattan en 1990. Es un
cuento mágico de crecimiento, de descubrimiento, que nos habla de la libertad, de las elecciones que
tenemos que hacer en nuestra vida, del miedo que a veces nos impide avanzar, de la capacidad de ver
de otra forma la realidad. Vamos allá. La ciudad de Nueva York siempre aparece muy confusa en los
atlas geográficos y al llegar se forma uno un poco de lío. Está compuesta por diversos distritos,
señalados en el mapa callejero con colores diferentes, pero el más conocido de todos es
Manhattan, el que impone su ley a los demás y los empequeñece y los deslumbra. Mucha gente se cree
que Manhattan es Nueva York cuando simplemente forma parte de Nueva York, una parte especial, eso sí.
Se trata de una isla en forma de jamón, con un pastel de espinacas en el centro que se llama
Central Park. Vigilando Manhattan por la parte de abajo del jamón, hay una islita con una
estatua enorme de metal verdoso que lleva una entorcha en su brazo levantado. Es la estatua de
la libertad. Por las noches, aburrida de que le saquen tantas fotos, se duerme sin que nadie lo
note y entonces empiezan a pasar cosas. Y es que cuando la estatua de la libertad cierra los ojos,
les pasa a los niños sin sueño de Brooklyn la entorcha de su vigilia. Pero esto no lo sabe nadie,
es un secreto. Tampoco lo sabía Sara Allen, una niña pecosa de diez años que vivía con sus
padres en el piso 14 de un bloque de viviendas bastante feo Brooklyn adentro. Su padre, el señor
Samuel Allen es fontanero y su madre, la señora Vivian Allen, se dedica por las mañanas a cuidar
ancianos en un hospital del ladrillo rojo rodeado por una verja de hierro. Cuando vuelve a casa se
mete en la cocina hacer tartas, que es la gran pasión de su vida. La que mejor le sale es la
de fresa, una verdadera especialidad. Tan orgullosa está de su tarta de fresa que nunca le ha querido
dar la receta a ninguna vecina. Siempre dice que cuando se muera dejará dicho en su testamento
dónde guarda la receta verdadera para que Sara pueda hacerse a sus hijos. Pero Sara Allen no
quiere tener hijos ni piensa hacer nunca tartas de fresa. Lo que ella quería de mayor era ser
actriz y pasarse todo el día tomando ostras con champán y comprándose abrigos con el cuello de
armiño como uno que llevaba de joven su abuela Rebeca en una foto que estaba al principio del
álbum familiar y que a Sara le parecía la única fascinante. Rebeca Little, la madre de la señora
Allen, se ha casado varias veces y ha sido cantante de Music Hall. Su nombre artístico era Gloria
Starr. Sara lo ha visto escrito en algunos viejos programas que su abuela le ha enseñado. Ahora
Rebeca Little no lleva cuello de armiño, vive sola en Manhattan por la parte de arriba del jamón,
en un barrio más bien pobre que se llama Morningside. Es muy aficionada al licor de pera,
fuma, tabaco de picadura y tiene un poco perdida la memoria porque a fuerza de no contar las cosas,
la memoria se oxida. Su hija, la señora Allen y su nieta, Sara, iban todos los sábados a verla,
y a ordenarle un poco la casa porque a ella no le gustaba limpiar ni recoger nada. Se pasaba el día
leyendo novelas y tocando foxes y blues en un piano negro muy desafinado. Así que por todas partes,
se apilaban los periódicos, las ropas sin colgar, las botellas vacías, los platos sucios y los
ceniceros llenos de colillas de toda la semana. La abuela nunca va a verlos a Brooklyn y los llama
por teléfono y la señora Allen se queja de que no quiera irse a vivir con ellos para poderla
cuidar. La señora Allen siempre estaba runtando catástrofes, pero el señor Allen, que llama siempre
a su suegra esa, dice que esa les enterrará a todos. La desprecia porque fue cantante de Music
Hall y ella él porque él es fontanero. De eso, y de otros asuntos familiares, se entera Sara porque
su dormitorio y él de sus padres están separados por un tabique muy fino y alguna noche los oye
discutir. Pero Sara les escucha sobre todo para ver si sale a relucir el nombre del señor Aurelio.
Aurelio era un señor que por entonces vivía con la abuela, pero Sara nunca lo llegó a ver. Sabía
que tenía una tienda de libros y juguetes antiguos cerca de la Catedral de San Juan el Divino y a veces
le mandaba algún regalo por medio de la señora Allen. Por ejemplo, un libro con la historia de
Robinson Crusoe al alcance de los niños, otro con la de Alicia en el país de las maravillas y otro
con la de Caperucita Roja. Fueron los tres primeros libros que tuvo Sara, aún antes de leer bien.
Sara antes de saber leer bien, aquellos cuentos les añadía cosas y les inventaba finales diferentes.
La viñeta que más lo gustaba era la que representaba el encuentro de Caperucita Roja con el lobo en un
claro del bosque. El lobo tenía una cara tan buena tan de estar pidiendo cariño que Caperucita, claro,
le contestaba fiándose de él con una sonrisa encantadora. Otro regalo que trajo un día a la
señora Allen de parte de Aurelio fue un plano de Manhattan. Sara piensa en Aurelio muchas veces
con esa mezcla de emoción y curiosidad que despiertan en nuestra alma los personajes con los que
nunca hemos hablado y cuya historia se nos antoja misteriosa. La librería de viejo de Aurelio
Roncalli se llama Books Kingdom, el reino de los libros. Sara tiene muchas ganas de ir pero nunca
la llevan porque dicen que está muy lejos. Se la imaginaba como un país chiquito lleno de
escaleras, de recodos y de casas enanas escondidas entre estantes de colores y habitadas por unos
seres minúsculos y halados con gorro en punta. Se metían entre las páginas de los libros y contaban
historias que se quedaban dibujadas y escritas allí. Para vivir en Books Kingdom la única
condición era que había que saber contar historias. El padre de Sara le regala un cuaderno grande con
tapas duras como del libro donde Sara empieza a pintar garabatos que imitan las letras. Las primeras
palabras que escribe Sara en aquel cuaderno son río, luna y libertad, además de otras más raras
que les salen por casualidad a modo de trabalenguas mezclando vocales y consonantes a la buena de Dios.
Esas palabras que nacen sin quererlo son las que más le gustan, las que le dan más felicidad porque
sólo las entiende ella. Las llama farfanías y casi siempre le hacen reír. A Melba, Tarindo,
Maldor y Miranfú eran de las que habían sobrevivido porque unas veces las farfanías se quedaban
bailando por dentro de la cabeza como un canturreo sin sentido y esas se evaporaban enseguida como
el humo de un cigarrillo, pero otras permanecían tan grabadas en la memoria que no se podían borrar y
llegaban a significar algo que se iba adivinando con el tiempo. Por ejemplo, Miranfú quería decir
va a pasar algo diferente o me voy a llevar una sorpresa. La señora Allen algunas noches sube al
piso 17, apartamento F, para ver un rato a su vecina, la señora Taylor y desahogarse con ella. Los
Taylor tienen un niño muy gordo, un poco mayor que Sara y que en dos otras ocasiones ha bajado a
jugar con ella. Se llama Rod, pero en el barrio le llaman Chupachup. A Rod le estorba todo lo que
tenga que ver con la letra impresa. Pocos días después enteró de repente por una conversación
telefónica de su madre con la señora Taylor de que Aurelio Roncali había traspasado su tienda de
libros. Se había ido a Italia y ya no vivía con la abuela. La señora Allen hablaba con voz
doliente y confidencial. De pronto vio a su hija que llevaba un rato largo parada en la puerta de
la cocina y se indignó. ¿Qué haces ahí enterándote de lo que no te importa? Vete a tu cuarto.
Si yo un fadadísima, pero Sara estaba pálida como el papel. Tenía los ojos perdidos en el vacío y no se movía.
Sara se agarra el quicio de la puerta y cierra los ojos como si se fuera a marear temblando. Luego se
tapa la cara con las manos y estalla en un llanto sin consuelo. Solo dice Miran Fu, Miran Fu, entre
hipos. Está varios días con fiebre muy alta y en sus delirios llama a Aurelio Roncali diciendo
que quiere entrar en el reino de los libros. Pero Aurelio Roncali nunca volvió y nunca vuelve a
ser mencionado. A Sara, aquellas fiebres le otorgan el don del silencio. Se vuelve obediente y
resignada. Ha entendido que los sueños sólo se pueden cultivar a oscuras y en secreto y espera
que llegue el día en el que podrá gritar triunfalmente, Miran Fu. Aquel rey librero de Mordinside
fue el primero en inyectarle sus dos pasiones fundamentales, la de viajar y la de leer. 6 años
después, cuando Sara tiene 10 años, conocer Manhattan se convierte para ella en una obsesión.
Algunas noches saca el plano de Nueva York que le regaló el señor Aurelio y se ponía a mirarlo
y a soñar con los ojos abiertos. Unas veces volaba por encima de los rascacielos, otras
iba anado por el río Hudson, otras empatines o en helicóptero y al final de aquel recorrido
sonámbulo, cuando ya empezaban a pesarle los párpados, Sara se veía a sí misma acurrucada
en una especie de enido que alguien había fabricado para ella en lo más alto de la
estatua de la libertad, disimulado entre los pinchos de su corona verde. Se posaba allí como
un pájaro cansado de volar y mientras la iba invadiendo el sueño, le rezaba la estatua
porque al fin y al cabo era una diosa. Sara cruza el puente de Brooklyn una vez a la semana,
siempre con su madre cumpliendo puntualmente a las mismas horas el mismo recorrido para ir
a ver a la abuela que vive en un séptimo piso exterior con dos tramos de pasillo, un piano
negro y un gato que se llama Claude, con los armarios desordenados y los ceniceros llenos de
colillas. A Sara le encanta el piso de la abuela Rebeca y las historias que cuenta a la abuela cuando
está de buen humor. Sueña que algún día se irá a Manhattan a vivir con ella. En cambio,
a la señora Allen le ponen muy triste aquellas visitas. El único rato bueno es el que se pasa
la víspera metida en la cocina preparando la tarta de fresa que siempre le llevan a la abuela.
La señora Allen compra dos fichas doradas después de hacer un rato de cola delante de la ventanilla
del metro. Sara siempre lleva en el bolsillo un par de fichas doradas de aquellas. Se las cogió a
su padre una vez que estaba durmiendo y se le cayeron de la chaqueta maldoblada sobre el respaldo
de una silla. Miraba la ranura por donde había que meterlas. Se apartaba unos pasos de su madre y se
dejaba invadir por la tentación de echar a correr con su impermeable rojo, su paraguas y su cesta,
traspasar aquel umbral y perderse sola entre la gente rumbo a Manhattan. Pero nunca lo hizo,
ni lo intentó siquiera. A Sara le da rabia que su madre le hable en el metro porque no le deja
pensar y a Sara le gusta mucho pensar allí precisamente por la cercanía de muchas personas
distintas y desconocidas entre sí que hacen juntas el mismo viaje en el mismo momento. Le gusta
imaginar sus vidas, comparar sus gestos, sus caras y sus ropas. Hay un tramo al principio del viaje
en que el metro va por debajo del río. Pasar a Manhattan por debajo de un río es la prueba más
patente de que en aquella isla puede ocurrir de todo. A Sara le da vueltas la cabeza como si fuera un
molino y se le ocurren cientos de preguntas que le quiere hacer a la abuela Rebeca en cuanto llegue
a su casa. Cerca de casa de la abuela Rebeca había un parque misterioso y sombrío que se iniciaba
en un declive a espaldas de la catedral de San Juan el Divino. Se llamaba Morningside como el barrio y
había que bajar a él por unas escaleras de piedra porque estaba en una ondonada. Tenía fama de ser
muy peligroso. Años atrás, un desconocido, el vampiro del Bronx mató a cinco mujeres en
Morningside a lo largo de pocos meses y ya nadie entra en ese parque. A Sara le gusta mucho mirar el
parque abandonado desde la ventana del cuarto de estar. Le trae su aspecto romántico y solitario,
pero la abuela Rebeca prefiere entrar al parque. Sara, mientras su madre baja a hacer alguna compra o
barre en la cocina cucarachas muertas, se sienta en una sillita baja en frente de la abuela para
hacerle compañía y escuchar sus cuentos. Un sábado de principios de diciembre por la tarde,
cuando Sara y su madre llegan, nadie contesta el timbre. La señora Allen se preocupa mucho porque
últimamente a la abuela Rebeca le ha dado por beber más de la cuenta. Piensa que le será fácil
encontrarla por alguno de los bares de la zona, así que deja a Sara en casa de la abuela, le dice que
empiece a barrer y se marcha. Pero cuando desapareció su madre, Sara no se puso a barrer la cocina,
sino a dar saltos por la habitación diciendo, miran fú, a todo pasto, porque era la primera vez
que se quedaba sola en la casa de Morningside y le hacía una ilusión enorme. Era maravilloso,
miran fú, imaginarse que la casa era suya y que ella se llamaba Loria Star.
Hay un disco opuesto, es la canción italiana que estaba oyendo la abuela delante del tocador
de tres espejos, la tarde en que Sara la vio vestida de verde. Sara sale al pasillo, el dormitorio
de la abuela está oscura, por unos instantes tiene miedo de encontrarse a la abuela muerta encima
de la cama, es triangulada por el vampiro del Bronx, pero sus temores se desvanecen al dar la luz.
El dormitorio, eso sí, está hecho una catástrofe, huele a colillas, a cerrado, a sudor y a perfume
barato. Por el suelo y colgando del respaldo de los asientos se ve un revoltijo de ropas y encima
de la gran cama deshecha un montón de cartas fotografías y recortes de prensa esparcidos
sin orden ni concierto. Ve una fotografía de un hombre bastante guapo, con bigote y pelo negro
apoyado en una estantería llena de libros, un pitillo encendido entre los dedos y sonriendo a la
cámara. Lleva una dedicatoria por detrás. Tú eres mi gloria. A. En ese momento suena el teléfono.
Es la abuela que le cuenta que se ha ido al bingo y le pide que recoja todos los papeles y fotos
que ha dejado encima de la cama. Vio un sobre el acrado. Reconoció la letra de su madre.
Verdadera receta de la tarta de fresa, tal como me la enseñó en la infancia Rebecca Little, mi madre.
No pudo por menos descharse a reír. Ahora resultaba que después de tantas historias con la tarta de
fresa, la abuela también la sabía hacer. La abuela volvió de muy buen humor. En cuanto yo la llave en
la cerradura, Sara salió corriendo a recibirla seguida por el gato. La abuela nada más entrar tira
por el aire el dinero que ha ganado en el bingo y muy animosa se ofrece a preparar la merienda y
empieza a recoger cacharros sucios de la cocina, a hervir agua para el té y a poner la mesa
canturreando. Saca un mantel muy bonito mientras dice que un día es un día. A Sara se le contagia
la alegría de su abuela. Le pregunta que celebran y la abuela después de dudarlo un montón dice que
el cumpleaños de Sara, que es el viernes que viene, va por el dinero que ha ganado en el bingo,
lo reparten dos montones iguales y le da una de ellos a Sara. Lo guardas sin decirselo a nadie. En
algún momento te puede hacer falta, pero eso sí, procura gastarte lo cuanto antes. Mira no vaya
a ser que llegue tu madre, vete a mi dormitorio, abres el armario y en uno de los cajones de la
derecha, el de más arriba. Hay varias bolsitas de cuando yo salía por la noche. Elige la que más
te guste para meter tu primer dinero. Así que da el regalo más completo. Aquella tarde a Sara le
gusta más que nunca la tarta de fresa. Sara aprieta contra su pecho por debajo de la camiseta una
bolsita de raso azul bordada de lentejuelas donde ha metido 75 dólares. Acaban hablando de la
soledad y de la libertad. La abuela le cuenta a Sara que la estatua de la libertad la trajeron a
Nueva York desde Francia hace cien años y que el escultor que la hizo Bartoldi era un artista
alzaciano. Había sacado la mascarilla para la diosa sobre la cara de su madre que era una mujer
muy guapa. Media hora después se oyeron los pasos de la señora Allen por la escalera.
Eja, no nos ha dado tiempo nada. Dijo la abuela. Fue media hora que se pasó en un vuelo. Como el
tiempo de los sueños, miran foo. El día del cumpleaños de Sara, el señor Allen decide ir a un
restaurante chino para celebrarlo. Los Taylor están invitados. Sara no hace ni caso a Rod que
sigue igual de zoquete. No lo pasan bien, por lo menos Sara que no hace más que acordarse de la
abuela. De postre traen unos pastelitos con unos papeles pequeños dentro. En el de Sara pone,
mejor se está solo que mal acompañado. Y para terminar traen una tarta con 10 velitas encendidas.
Todos empiezan a cantar el cumpleaños feliz. A Sara le da una vergüenza horrible. Antes de soplar
las velas le dicen que tiene que pedir un deseo y Sara desea volver a ver a la abuela vestida de
verde. Es una tarta de fresa de su madre. El señor Allen dice que podría competir con las de
el dulce lobo que es la pastelería más famosa de todo Manhattan. Hacen 75 clases de tartas
diferentes. Está cerca de Central Park y tiene además dos álones de té donde nunca se encuentra
sitio libre para merendar. El señor Taylor propone ir a probar la tarta de fresa y compararlas.
Aquella noche la volvió a hacer, aunque decía que estaba cansada, porque el día siguiente era
sábado y tenían que ir, como siempre, a casa de la abuela. Cuando la señora Allen estaba sacando
del horno la tarta de fresa y Sara ya se había metido en su cuarto a leer el librito que le había
regalado la abuela sobre la estatua de la libertad, llamaron al teléfono y el señor Allen fue al
libino a cogerlo. Desde la cocina y desde el cuarto de Sara se oían retazos de una conversación
agitada y plagada de silencios. La señora Allen aguzó el oído. No puede ser, no puede ser.
Esclamaba el señor Allen entrecortadamente. El tío Joseph ha tenido un accidente de automóvil y
a muerto en el acto. La entrada de sus padres la sobresalta. Vienen a decirle que se van a Chicago
y que ella se quedará en casa de los Taylor. Le dejan las llaves de casa y Sara se va con la
señora Taylor. Las mujeres de esta historia son seguramente más interesantes que los hombres.
Frente a una madre trabajadora, esposa sumisa y sobre todo buena repostera, hay una abuela
ex estrella de Broadway que no se resigna a envejecer y que pretende mantener intactos o
atractivo para los hombres. No es buena ama de casa, aunque sabe serlo, y aborrece la monotonía
en la que vive su hija. Sobre todo odia los constantes temores hacia todo y todos. Sara,
que se muestra obediente con su madre, admira y adora a su abuela que no está enferma y no quiere en
modo alguno ser cuidada ni mimada con tartas de fresa, pero tiene mucho empeño en adiestrar a su
nieta para la vida y sobre todo para el ejercicio de la libertad. Cuando oscurecía y empezaban a
encenderse los letreros luminosos en lo alto de los edificios, se veía pasear por las calles y
plazas de Manhattan a una mujer muy vieja, vestida de arapos y cubierta con un sombrero de grandes
alas que le tapaba casi enteramente el rostro. La cabellera, muy abundante y blanca como la
nieve, le colgaba por la espalda, unas veces flotando al aire y otras recogida en una gruesa trenza que
le llegaba a la cintura. Arrastraba un cochecito de niño vacío. Sabe leer el porvenir en la palma
de la mano. Siempre lleva en la faltriquera frasquitos con ungüentos que sirven para aliviar dolores
diversos y merodea por los lugares donde están a punto de producirse incendios, suicidios,
derrumbamientos de paredes, accidentes de coche o peleas. Hay quien asegura haberla visto la misma
noche a la misma hora circulando por barrios tan distantes como el Bronx y el Village y metida
en el escenario de dos conflictos diferentes. Es la famosa Miss Lunatic. Sus extravancias le han
hecho alcanzar una popularidad rayana en la leyenda. No tiene familia ni residencia conocida,
tan pronto se detiene ante los escaparates lujosos de la quinta venida como revuelven los
vertederos de basura de la periferia con su bastón con puño dorado que representa una guila
bicefala. Mira mucho con quién habla. A veces puede ser bastante charlatana pero le gusta más
escuchar que ser escuchada. Todos tienen alguna historia que contar y esas historias acompañan
luego a Miss Lunatic cuando vuelve a caminar sola. También se dedica a recoger gatos sin dueño y a
buscarles adopción. Era muy amiga de los bomberos. A veces aunque era perfectamente ilegal se le había
visto montada con ellos en el veloz coche reluciente y rojo a cuyo paso todos los demás se apartan.
Lo que más le gustaba era que la dejaran ir tirando del cordón de la campana niquelada. Al
son de aquel tintineo las mejillas apergaminadas de Miss Lunatic se coloreaban de emoción y alegría
bajo el ala de su gran sombrero. Pero las zonas que frecuenta de forma más asidua son las habitadas
por gente marginal y su vocación preferida la de tratar de inyectar fe a los desesperados,
ayudarles a encontrar la raíz de su malestar y a hacer las paces con sus enemigos. Si le preguntan
dónde vive dice que de día dentro de la estatua de la libertad, en estado de letargo y de noche,
pues por ahí haciendo compañía a los solitarios como ella, confiesa tener 175 años. Hay gente que
se ríe de ella pero en general se le tiene respeto no solo porque no hace daño a nadie sino porque a
pesar de sus ropas de mendiga conserva en la forma de moverse y de caminar con la cabeza erguida
un aire de altiveza e independencia que cierra el paso tanto al menos precio como a la compasión.
Más de una vez tomándola por cómplice de alguna fechoría la puñalaron sin consideración a su edad
pero al parecer era invulnerable según contaban luego con gran asombro los testigos presenciales
del suceso porque a pesar de que el arma blanca había sido empuñada contra ella vigorosamente y
con todo en cono nadie vio brotar una sola gota de sangre del cuerpo desmedrado de mis lunatic.
Un veterano comisario del distrito de Harlem le ofrece contratarla y pagarle un sueldo pero
ella dice que no, que no quiere dinero porque el dinero se ha convertido en meta y nos impide
disfrutar del camino por donde vamos andando. Cuando el comisario le dice que es necesario para vivir
ella le pregunta a qué llama vivir. Para mí vivir es no tener prisa, contemplar las cosas,
prestar oído a las cuitas ajenas, sentir curiosidad y compasión, no decir mentiras,
compartir con los vivos un vaso de vino o un trozo de pan, acordarse con orgullo de la lección de
los muertos. No permitir que nos humillen o nos engañen. Vivir es saber estar solo para aprender
a estar en compañía y vivir es explicarse y llorar y vivir es reírse. Y le cuenta que la
otra noche se encontró en central park con un hombre inmensamente rico que está desesperado y no
sabe por qué. No le saca partido a nada ni le encuentra aliciente a la vida y claro se obsesiona
por tonterías que se hicieron muy amigos y que ha quedado en ir a su casa a leerle la mano.
Ese hombre se llama Edgar Wolff, el rey de las tartas, que vive en uno de los apartamentos más
lujosos de Manhattan y tiene fama de ser inaccesible. El rascacielos donde vive Edgar Wolff es suyo,
todo entero, planta por planta, ascensor por ascensor, ventana por ventana, pasillo por pasillo.
3000 personas trabajan para él y él solo piensa en seguir ganando dinero y hacer más proyectos y
crecer. Aquel negocio tiene su origen en una modesta pastelería de la calle 14, regentada primero por
el abuelo de Edgar Wolff y luego por su padre. El olor a bollos, tartas y pasteles recién sacados
del horno invade la calle en aquel tramo. El edificio tiene forma de tarta, la terraza está
coronada por adornos de grueso cristal policromado imitando diversas frutas y por la noche se ilumina
con muchos colores. Edgar Wolff llevaba unos cuantos meses completamente obsesionado por culpa de
la tarta de fresa. Había contratado a varios detectives para que se camuflaran entre los
clientes de Dulce Lobo 1 y Dulce Lobo 2 y le transmitieran puntualmente todos los comentarios
desfavorables que recogieran acerca de la tarta de fresa. Al parecer no era de las que en realidad
tenía mayor aceptación y se había llegado a oír decir en más de una mesa no sólo que el
producto había bajado de calidad sino que nunca la tuvo. Ha llegado a poner anuncios en los mejores
diarios de Manhattan ofreciendo el oro y el moro a quien le consiga la receta auténtica casera y
tradicional de la tarta de fresa de toda la vida. Aquella tarde Edgar Wolff está particularmente
nervioso, se pasea como un oso enjaulado por su enorme despacho esperando a Miss Lunatic. Cuando
Dan las ocho decide salir a dar un paseo. Cuando Miss Lunatic se apea en la estación de Columbus
Circle lleva en su cochecito a un niño de tierna edad para ayudar a la madre que va cargada de
paquetes. Cuando se van les ve desaparecer en un vagón engullido por el túnel y echan dar hacia
la salida. Camina encorvada arrastrando los pies presa de un súbito desaliento, siente una especie
de vértigo, piensa de pronto que es muy vieja y que le gustaría descargar sus fardos más secretos
en alguien más joven digno de heredarlos. Pero en quién? Notó porque se lo avisaba a una voz
interior que necesitaba ponerse en guardia. No quería darle coba a aquella desgana de vivir. Se
resistía a dejarse resbalar por la pendiente de las ideas negras. Si caes al pozo estás perdida.
Le dijo a aquella voz interior, porque una vez ayer ya no ves nada, lo sabes de siempre. Sí,
los había. Y también que no ver nada era dejar de vivir. Había una fórmula que no le solía
fallar, lograr que la cabeza tomara el control de la situación y le mandara al cuerpo enderezarse,
no andar encogido y a los ojos enfocar bien la mirada. En ese mismo momento sus ojos se
tropiezan con una escena que ahuyenta inmediatamente sus pesadumbres. Entre el atropellado ir y venir
de los viajeros que se adelantan unos a otros se empujan y se cruzan sin mirarse una niña,
totalmente ignorada por ellos, llora silenciosamente con los ojos bajos y la espalda apoyada en la
pared del paso subterráneo. Tiene unos 10 años, lleva un impermeable encarnado con capucha y al
brazo, enganchada por el asa, una cesta de mimbre cubierta por una servilleta a cuadros. Mis lunáticos
se detienen a mirarla y enseguida comprende por qué le ha emocionado tanto aquella inesperada
visión. Le recuerda muchísimo a la caperucita roja dibujada en una edición de cuentos de pegol que
ella le había regalado a su hijo cuando era pequeño. Se acercó a ella abriéndose paso por
entre la oleada de gente que la separaba. La niña, al ver los viejos zapatos de mis lunáticos parados
allí en el suelo junto a los suyos, levantó los ojos que tenía efectivamente llenos de lágrimas.
Y la miró. Pero sin acusar extrañezas ni miedo al descubrir ante sí, una figura tan extravagante.
Al contrario, sus ojos parecieron revivir con un fulgor de alivio y confianza. Y mis lunáticos,
que ya hacía mucho que no había visto una mirada tan transparente y candorosa,
sintió como si su viejo corazón se calentara ante las llamas de una inesperada hoguera.
Es Sara Allen. Mis lunáticos le preguntan qué le pasa y Sara contesta que es largo de contar.
Mis lunáticos dicen entonces que lo que vale la pena siempre es largo de contar,
pero que lo importante es si ella tiene ganas de contarlo o no. Eso es lo único importante.
Sara la mira extasiada. Las chispas repentinas de entusiasmo que mis lunáticos descubren en
el fondo de los ojos llorosos de Sara le hacen pensar en el sol cuando está a punto de romper
las nubes de tormenta. La niña le dice que va hacia el norte a Morningside, a casa de su abuela,
pero que se ha parado allí porque quiere ir a ver central park, pero de pronto le han entrado
remordimientos. Por favor, hija, remordimientos. Qué palabra tan fea. Y diciendo esto,
mis lunáticos la cogió por los hombros con decisión. Anda, vamos afuera. Dijo con
acento sereno y persuasivo. Aquí nos están empujando. Conozco un café muy agradable,
cerca del Inconcenter, donde podremos hablar a gusto. No vuelven a hablar hasta que salen a la
superficie. Sopla un viento muy frío. A sus espaldas queda una plaza con la estatua de colon en medio.
Y más allá, la verja de un jardín muy grande. Sara, sin soltarse de la mano de mis lunáticos,
se va parando a cada momento. Mira en todas direcciones con avidez, como si no estuviera dispuesta
a perderse detalle de nada. En frente hay un cine ante el cual se aglomera mucha gente bien vestida.
Llega despacio un automóvil negro alargado y silencioso del que se baja a una famosa actriz.
Sara le pregunta a mis lunáticos si ella ha sido artista como su abuela y mis lunáticos,
le contesta que no, pero que ha sido musa de artista. Sara dice que no sabe muy bien qué es una musa
y pregunta si son las que llevan alas. Mis lunáticos se sonríe o prime con cariño la manita que se
entrega conciada a la suya. Pero la niña se suelta de la mano y da un brinco con los brazos tendidos
hacia el cielo gritando que es libre y las lágrimas vuelven a correr por sus mejillas sonrojadas de frío.
Hubo un golpe de viento muy fuerte y se llevó el sombrero de mis lunáticos haciendo remolinos,
calle abajo. La niña salió corriendo detrás de él y logró rescatarlo junto a una alcantarilla.
Un taxi estuvo a punto de atropellarla y el taxista, muy enfadado, sacó la cabeza por la
ventanilla diciendo unos insultos que no se entendían. Al devolverle el sombrero a mis lunáticos,
le extrañó que ella no la riñese como habría hecho cualquier persona mayor en un caso semejante.
La estaba esperando impasible al borde de la acera. Parecían más viejas sin sombrero pero al mismo
tiempo también más joven. Una cosa bastante rara, ¿serían así las musas? De pronto a la niña le
pareció aquel el rostro de una mujer cansada y triste. Llegan a un bar donde las camareras llevan
lacitos en el pelo y circulan de una a otra en patines. Aquella tarde se está rodando allí una
película y hay una aglomeración exagerada de público. A la puerta, entre un grupo de curiosos y
junto a un furgón plateado del que salen varios manojos de cables negros, está parado un hombre joven
que lleva una gorra de visera a cuadros. Mira con curiosidad a la anciana, de la pamela y a la niña
de rojo que pretenden entrar en el local con aquel extraño carricoche. Les pregunta si vienen
de extras para el rodaje. Mire usted, jovencito. Nosotras de extras nada. Nosotras somos las
protagonistas principales. Sin ella y yo no hay argumento, no hay historia, ¿entiende? Nos la
venimos a contar aquí la historia. Yo soy Madame Bartoldi. Vamos Sara. Entran y encuentran una mesa
libre. Miss Lunatic dice que este no es el bar que ella decía, que este es muy caro y Sara dice que
no se preocupe, que ella tiene dinero y saca la bolsita de raso que trae metida por dentro de la
camiseta. Sara le cuenta cómo esa tarde, aprovechando una ausencia de la señora Taylor,
bajó a casa, cogió la tarta y se escapó. Pero que cuando se encontró andando sola, camino de la
salida entre tanta gente que no conocía, en vez de gozar de lo bonito que era sentirse libre,
le fallaron las fuerzas y se desinfló. Se empezó a encontrar mal y a punto de desmayarse. Le había
entrado un miedo que no le dejaba ni respirar un miedo rarísimo, pero muy fuerte. Había alzado
sus ojos claros e interrogantes y la mirada oscura de la mujer que tenía en frente era tan intensa,
tan enigmática que la niña se asustó, como si se estuviera asomando a un abismo, pero no quería
que se le notara. ¿No sería miedo a la libertad? preguntó Miss Lunatic solemnemente y al hacer
esta pregunta levantó el brazo derecho y lo mantuvo unos instantes en alto, como si sujetara
una antorcha imaginaria. Sara experimentó una leve inquietud al reconocer el gesto de la estatua.
Sara nota que el corazón le late muy fuerte. Sara le enseña a Miss Lunatic el plano que le
regaló a Aurelio y le cuenta cómo este viejo plano ha dado pie a sus fantasías nocturnas,
a sus viajes imaginarios por Manhattan, a sus sueños de libertad. Uno de sus dedos se detiene
en la islita del sur donde se ve dibujada en pequeño la estatua de metal verdoso con su corona
de pinchos y su antorcha en la mano. De pronto, la mano de Miss Lunatic avanza despacio a través
de la mesa y se posa sobre la de la niña, como si quisiera abrigarla de peligros reales o imaginarios.
Con una voz completamente distinta le pregunta a Sara si ya no le tiene miedo. Sara mueve
negativamente la cabeza y nota que la presión de aquella mano sobre la suya se acentúa,
le da un brinco el corazón. La mano de Miss Lunatic no tiene rugas como antes, es más blanca y
alargada y el tacto de su palma se nota muy suave. Miss Lunatic le pregunta en qué está pensando.
Bueno pues me estoy dando cuenta de que antes dijiste, bueno dijiste que había sido en la
musa de un artista y luego al chico de la puerta que te llamabas Madame Bartolti,
si lo dijiste me acuerdo bien, yo ayer a estas horas estaba leyendo un libro que se titula
Construir la Libertad y de repente creo que lo he entendido todo, si lo he entendido todo,
no sé cómo, como se entiende los milagros, porque eso es lo que pasa, que tú Madame Bartolti,
tú eres un milagro. Sara percibe un leve perfume jazmín, no tiene ganas de escapar pero el corazón
le late cada vez más deprisa a un ritmo casi insoportable.
¡Dios te bendiga Sara Allen por haberme reconocido! dijo Madame Bartolti mientras depositaba un beso
en la manita fría de la niña. Por haber sido capaz de ver lo que otros nunca ven,
lo que nadie hasta hoy había visto, no tiembles, no vuelvas a tener miedo jamás.
Mírame a la cara por favor, llevo más de un siglo esperando este instante.
Sara levanta la vista y durante unos segundos ve ante sus ojos, rodeado de un fogonazo resplandeciente,
el rostro inconfundible de la estatua que ha saludado de lejos a millones de migrantes solitarios,
avivando sus sueños y esperanzas. Cierra los ojos, cegada por aquella visión y cuando vuelve
a abrirlos, Miss Lunatic ha recuperado su aspecto habitual. Entonces Miss Lunatic se levanta porque
se da cuenta de que les están grabando y se marchan muy iradas después de pagar 50 dólares.
Caminan en silencio con el cochecito entre las dos, bordean la alta verja de hierro que rodea la
parte oeste de central park. Sara le pregunta a Madame Bartolti si vive dentro de la estatua.
Por el día sí, envejezco allí dentro para insuflarle vida a ella para que pueda
seguir siendo la antorcha que ilumine el camino de muchos. Una diosa joven y sin arrugas.
Como si fueras su espíritu. Exactamente, es que soy su espíritu.
Pero me aburro muchísimo, estoy deseando que se haga de noche para salir a trotar por Manhattan.
Entonces Sara le pregunta cómo hace para salir de la estatua sin ser vista y llegar a Manhattan.
El cochecito que la separa se detiene en seco. Miss Lunatic mira alrededor, dice que es un secreto
y que nunca se lo ha contado a nadie. Miss Lunatic alarga el brazo derecho y su mano y la de Sara
se estrechan silenciosamente por encima de la cesta que contiene la tarta de fresa. Sara le
jura que pase lo que pase no se lo contará a nadie, ni a su abuela, ni siquiera su novio cuando se
enamore. A quien dices tu secreto, das tu libertad, nunca lo olvides, Sara.
Sigan andando y Miss Lunatic le cuenta que tiene un pasadizo secreto por debajo del agua,
muy estrecho, en el que solo cabe su cuerpo con una pequeña olgura de 15 centímetros a cada lado
que comunica a la base de la estatua con Battery Park. Miss Lunatic señala el punto exacto donde
está el pasadizo en el plano de Sara y le va marcando con el dedo el itinerario de su pasadizo
subacuático. Le cuenta que entre la iglesia y la terminal del ferry hay una boca de alcantarilla
pintada de rojo con un poste pequeño al lado. El poste cerca de su base tiene una ranura por
donde se introduce una moneda de tonos verdosos que Miss Lunatic le da a Sara para que puedan volverse
a ver cuando ella quiera. Miss Lunatic le explica que debe lanzarse de cabeza al túnel mientras dice
una palabra que le guste mucho, echar las dos manos por delante y nada más. Enseguida se establece
una corriente de aire templado que te sorbe y te lleva por dentro del túnel como volando,
sin rozar con las paredes ni nada, para volver lo mismo. Se despidieron a la puerta de Central Park.
Miss Lunatic creía que ya se le había hecho tarde para la cita que tenía con un señor,
pero de todas maneras había otros muchos asuntos imprevistos que la estaban requiriendo en Manhattan,
y además ella, Sara, tenía que quedarse a solas para conocer la atracción del impulso,
la alegría de la decisión y el temor de la acontecer. Venciendo el miedo que le quedara,
conquistaría la libertad. Miss Lunatic le aconseja que se dé un paseíto solitario por
Central Park antes de dirigirse a casa de la abuela. Sara le dice que no quiere que se valla,
que no sabe qué va a hacer sin ella, que se queda como metida en un laberinto.
Sara se empina a paraderle un beso, no puede evitar el llanto.
Procura encontrar tu camino en el laberinto, quien no ama la vida no lo encuentra, pero tú la amas mucho.
Además, aunque no me veas, yo no me voy. Siempre estaré a tu lado, pero no llores.
Cualquier situación se puede volver del revés en un minuto. Esa es la vida.
Y no olvides una cosa. No hay que mirar nunca para atrás. En todo puede surgir una aventura,
pero ante las ansias de la nueva aventura hay como un miedo por abandonarla anterior.
Planta le cara ese miedo. Sara le dice que se le va a romper el corazón y que no va a poder acordarse
de todas esas cosas. Miss Lunatic le contesta que tenía una frase muy bonita para despedirse,
pero que la lleva escrita porque es como una oración, así que se la da para que la lea
por la noche cuando esté en la cama. Sara saca la bolsita de raso y mete en ella la moneda,
la linterna y el papelito doblado que Miss Lunatic le acaba de dar. Luego abraza de nuevo a Miss Lunatic
y, desprendiéndose de sus brazos bruscamente, echa a correr hacia la gran puerta de hierro forjado
que da acceso a central park. El personaje de Miss Lunatic es el que marca definitivamente la
diferencia con el antiguo cuento. Puede ser unada. A veces Miss Lunatic deja de ser momentáneamente
una anciana y se transforma, que es una de las características de los cuentos. Podría ser también
el espíritu de Madame Bartolle, la madre del escultor de la Estatua de la Libertad, aunque puede
ser también el alma de la Estatua de la Libertad, que como todo espíritu reside en su cuerpo,
pero puede adoptar la forma de una anciana bondadosa y comprensiva, buena conversadora y siempre
dispuesta a ayudar a los demás, y sobre todo a animar a Sara en su personal conquista de la
Libertad. Sara se encontró sola en un claro de árboles de central park. Llevaba mucho rato
andando abstraída sin dejar de pensar. Había perdido la noción del tiempo y estaba cansada.
Vio un banco y se sentó en él, dejando al lado la cesta con la tarta. Aunque no pasaba nadie y estaba
bastante oscuro, no tenía miedo. Pero sí mucha emoción. Está tan absorta en sus recuerdos y
enseñaciones que cuando descubre los zapatos negros de un hombre que está de pie plantado delante
de ella, se lleva un poco de susto. Es un señor bien vestido, con sombrero gris y guantes de
cabritilla sin la menor pinta de asesino. No dice nada ni se mueve apenas. Solamente se le mueven
las aletas de la nariz, una nariz afilada como olfateando algo, lo cual le da cierto toque de
animal al acecho. Pero tiene la mirada de un hombre solitario y triste. De pronto sonríe y Sara le
devuelve la sonrisa. Le pregunta a Sara qué hace allí tan sola y Sara le contesta que simplemente
está pensando y que va a ver a su abuela para llevarle una tarta de fresa que ha hecho su madre.
Sara se pone en pie y cuando va a coger la cestita nota que aquel señor se adelanta a
hacerlo alargando una mano con grueso anillo de oro en el dedo índice. Está oliendo la tarta y sus
ojos brillan contra un falcodicia. Sara le pregunta si la quiere probar. No creo que le importe mucho
que se la lleve empezada. Dijo Sara, volviendo a sentarse en el banco y retirando la servilleta de
cuadros. Le diré que me ha encontrado con... Bueno, con el lobo, añadió riendo y que tenía mucha
hambre. El hombre le contesta que no mentiría porque él se llama Edgar Wolff. El hombre está
tan impaciente por probar la tarta y se pone tan nervioso que Sara le pide que se siente en el
banco con ella. Mr. Wolff obedece en silencio pero las manos le tiemblan cuando saca una
navaja de nácar que lleva enganchada al final de una gruesa cadena. Parte un trozo con pulso
inseguro y lo paladea con los ojos en blanco. Entonces ocurre algo inesperado, Mr. Wolff,
sin dejar de masticar ni de relamerse, cae de rodillas delante de Sara, hunde la cabeza en
su regazo y le implora fuera de sí la receta. Le dice que le pida lo que quiera a cambio, lo que quiera.
Sara, poco acostumbrada a que nadie necesitará algo de ella y menos tan apasionadamente,
experimentó por primera vez en su vida lo que es sentirse en una situación de superioridad. Pero
este sentimiento quedó inmediatamente sufocado por otro mucho más fuerte, una especie de piedad,
deseo de consolar a aquella persona que lo estaba pasando mal. Sin darse cuenta empezó a cariciarle
el pelo como a un niño. Mr. Wolff se va apaciguando, al cabo de un rato levanta la cara, está llorando,
le repite a Sara que le pida lo que quiera. Sara le pregunta entonces si es un mago y Mr. Wolff se
ríe y le dice que no es más que un vulgar hombre de empresa, pero eso es inmensamente rico y le
señala hacia el edificio iluminado que parece una tarta y le dice que es suyo. Sara le pide que
deje a su abuela ir a ver el edificio por dentro al día siguiente y por supuesto, Mr. Wolff se lo
concede. Pero le dice que eso es muy poco, que pida algo para ella. Sara le pide que le deje pensarlo
y mientras Mr. Wolff toma otro trocito de tarta y se acuerda de que ayer en aquel mismo claro del
bosque se encontró con la extraña mendiga del pelo blanco que le había estado hablando del poder
de lo maravilloso. Le interrumpe a Sara gritando que lo que desea es llegar a casa de su abuela
montada en una limusina y cuando Mr. Wolff le dice que sí, Sara le abraza y le está en bombeso en la
frente. Le dice que le va a encantar su abuela, que antes se llamaba Gloria Star y para sorpresa de
Sara, Mr. Wolff le dice mirando al vacío con ojos soñadores que él oyó cantar a Gloria Star varias
veces cuando era casi un chiquillo. Sus voces y sus siloetas se fueron perdiendo camino de la salida
del bosque, de vez en cuando Mr. Wolff se inclinaba hacia la niña y se escuchaba entre la oscuridad
de las frondas, el eco de sus risas, interrumpido de vez en cuando por el correteo de algún
ardilla trasnochadora. El frío se había suavizado mucho, el rey de las tartas y Sara allen,
vistos de espaldas y cogidos de la mano a medida que iban alejándose, formaban una llamativa y peculiar
pareja. Deciden que ambos irán a casa de la abuela pero cada uno en una limusín. Sara se sube en la
más lujosa, la conducida por Peter, el chofer predilecto de Mr. Wolff, que le pide que dé un buen
paseo a la niña por Manhattan prolongando lo más posible con algunos rodeos porque aunque van al
mismo sitio él tiene interés en llegar antes y por otra parte le encarga que cuide a aquella
criatura como a las niñas de sus ojos, evitándole toda clase de peligros pero sin negarle ningún
capricho. Edgar Wolff se mete en su limusina, se arrellana en el asiento y se pone a pensar en lo
que le dijo Miss Lunatic sobre los milagros y en la noche en que su mirada se cruzó intensamente con
la de Gloria Starr. Sara, en cuanto la limusina empieza a recorrer Manhattan, se queda dormida.
Cuando se despierta está muy lejos de casa de su abuela en el otro lado de Manhattan,
están justo en Battery Park así que Sara le pide a Peter que pare y se sale corriendo en busca de la
entrada del túnel de Miss Lunatic. Peter corre tras ella pero a Sara le da tiempo a comprobar que está
justo donde Miss Lunatic le dijo antes de volver al coche. Pensaba con un poco de preocupación
en la abuela y en cómo le habría sentado la visita de Mr. Wolff porque la abuela era muy
especial y no le gustaba a todo el mundo. Igual había metido la pata al darle sus señas sin
previa consulta a aquel hombre que al fin y al cabo era un total desconocido por rico que dijera
ser y todas las señas lo confirmarán. Media hora después están en Morninside. Sara abre el portal
con su llave y sube a la séptima planta. Abre con una vuelta silenciosa de llave la puerta de casa
de su abuela. Ha soñado tantas veces y desde hace tanto tiempo con que entraba por la noche y
sin compañía de nadie en la casa de Morninside que duda si no será un sueño. La puerta no hace
ningún ruido. Sara se detiene en el vestíbulo y contiene la respiración. Del cuarto de estar sobre
un fondo de música suave viene un rumor de risas y cuchicheos. Sara conforme avanza despacito por
el pasillo se da cuenta de que va pisando el haz de luz tenue que sale por la puerta entreabierta
del cuarto de estar como un camino de esperanza a seguir entre la tiniebla. Se acerca y asoma un
poquito la cabeza por la ranura de la puerta. La abuela vestida de verde giraba en brazos del dulce
lobo a los zones de amado mío que se estaba oyendo en el pick up. De vez en cuando echaba la cabeza
para atrás y su pareja se inclinaba hacia su oído y le decía algo que le hacía reír. En
cima de la mesita había una botella de champana abierta y dos copas a medio llenar. Ha rellenado
en su butaca dormitaba el gato cloud. Sara retrocede tan sigilosamente como había avanzado. Se detiene
unos instantes apoyada en la pared y se abraza a sí misma cruzando los brazos por delante y
posando las manos en sus propios hombros. Con los ojos cerrados escucha extasiada los zones de aquella
música entre dulce y picante y siente palpitar su pecho tembloroso. Mr. Wolf es un poco más alto que
la abuela y baila muy bien. Sara se siente invadida por un inexplicable desfallecimiento,
una especie de languidez que le baja por las piernas. Son unos instantes nada más en seguida
reacciona. Su intuición le avisa de que ella allí estorba y comprende que no le conviene ser
descubierta, así que se dirige con decisión hacia la salida. Cuando ya ha cerrado otra vez la puerta,
ha dado la luz de la escalera y está esperando el ascensor de bajada, se da cuenta de que no sabe
dónde ir. De pronto se acordó de mis lunáticas, la que tenía olvidada hacía bastante rato entre
unas cosas y otras. Se apareció ante ella con total nitidez, rodeada de rayitos de luz,
tal como la había visto en el metro cuando estaba llorando sin saber qué decisión tomar y levantó
los ojos desde los zapatos gastados que se habían detenido en frente de los suyos aquel
rostro bondadoso que le sonreía bajo el sombrero. Busca la moneda mágica, en sus labios se dibuja
una sonrisa de felicidad, acaba de notar que una lucecita se enciende por dentro de la cabeza
a manera de bombilla dibujada en la nubecita de un cómic. Ha tomado su decisión, abre despacio
el portal, ahora se trata de esquivar a píter así que agachándose por detrás de los coches
aparcados en la cera de enfrente a la de las limusinas, agazapada a trechos tras los contenedores de
basuras, se aleja de allí. Un taxista se detiene para atender a las aparatosas señales de aquella
niña vestida de rojo aunque ya va derretirada. Sara le dice que va a Battery Park. El hombre pone
en marcha el taxímetro y la mira antes de arrancar, acomodada tranquilamente con una actitud
desafiante y segura, totalmente impropia de su edad. Y durante el trayecto la mira de vez en
cuando por el espejo retrovisor. Unas veces consultaba un plano que llevaba desplegado junto
a ella en el asiento, iluminándolo con una linternita. Otras hurgaba en la bolsa de raso
y lentejuelas de donde había sacado aquella linternita. Otras se quedaba estática y con los
ojos fijos en un punto invisible, pero en ningún momento se borraba de su rostro una sonrisa que
parecía transfigurarla. Cuando el taxi separa, la niña consulta el precio de la carrera en el
taxímetro y arroja unos billetes arrugados en el cauceo balado de metal incrustado en la cristalera
de separación. Inmediatamente abre la portezuela y echa a correr. El taxista le grita que hay sobra
mucho y Sara le contesta que se quede con la vuelta que son solo papeluchos. Sara, antes de introducir
la moneda en la ranura del poste junto a la alcantarilla, se acuerda de una cosa. No ha leído
todavía el papelito que le dio mis lunáticos, así que se sienta en el suelo y lo saca de la bolsa.
Desplegó el mensaje y lo leyó a la luz de su linternita. Decía, no te hice ni celestial ni
terrenal, ni mortal ni inmortal, con el fin de que fueras libre y soberano artífice de ti mismo,
de acuerdo con tu designio. Y debajo ponía entre paréntesis, pico de la mirándola. Juan,
filósofo renacentista italiano aficionado a la magia natural, murió a los 31 años.
Metió la moneda en la ranura, dijo. ¡Miranfú! Se descorrió la tapa de la alcantarilla y Sara,
extendiendo los brazos, se arrojó al pasadizo, sorbida inmediatamente por una corriente de
aire templado que la llevaba a la libertad. Y así les hemos contado Caperucita en Manhattan
de Carmen Martingaite. Hemos seguido la edición de la editorial siruela en la colección escolar
de literatura con invitación y actividades de María del Carmen Pons Guillen, de la que hemos citado
varios fragmentos. Gracias por estar ahí y gracias por leer. Un libro, una hora, en la cadena ser.
Un programa escrito y dirigido por Antonio Martínez Asenseo, con las voces de Laura Carrero del
Tío y Charo Soria y la participación de Olga Hernán Gómez, ambientación musical de Mariano
Revilla, edición y montaje de sonido de Pablo Arevalo y en las redes Virginia Díaz Pacheco.
Suscríbete a un libro, una hora. Todos los episodios y contenidos adicionales en la app de
cadena ser y en nuestros canales de Apple Podcasts, Spotify, iBooks, Google Podcasts y YouTube.
Escúchanos en directo al hacer los domingos a las cinco de la mañana.
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Carmen Martín Gaite (Salamanca, 1925-Madrid, 2000) es una de las escritoras más importantes y galardonadas de nuestra literatura y una de las más destacadas representantes de la generación de la posguerra. Es la autora, entre otros, de 'El balneario', 'Entre visillos', 'Ritmo lento', 'Retahílas', 'Fragmentos de interior', 'El cuarto de atrás', 'Nubosidad variable', 'Lo raro es vivir', 'Irse de casa' y su novela póstuma, 'Los parentescos'. Escribió también poesía, relatos, teatro y ensayos, entre los que destacan 'Usos amorosos de la postguerra española' o 'El proceso de Macanaz'. Fue premio Príncipe de Asturias en 1988 y Nacional de las Letras Españolas en 1994. Publicó 'Caperucita en Manhattan' en 1990.