Un Libro Una Hora: 'Memorias de África', una fascinante crónica de una tierra inolvidable
Cadena SER 3/12/23 - Episode Page - 55m - PDF Transcript
Bienvenidos al podcast de Un libro una hora. En este episodio os vamos a contar Memorias
de África de Karen Blixen. Karen Blixen nació en Dinamarca en 1885 y murió en 1962. Utilizó
el pseudónimo de Isaac Dinesen para firmar algunos de sus trabajos. Es la autora de siete
cuentos góticos, de cuentos de invierno, de vengadores angelicales, de sombras en la hierba
y de Erengard que se publicó postumamente. En 1954 fue propuesta para el Premio Nobel
de Literatura pero ese año lo ganó Ernest Hemingway. Memorias de África se publicó
en 1937 y fue un éxito inmediato y es que es un libro delicioso, lleno de poesía y
de paisajes maravillosos, de historias interesantes, emocionantes, sorprendentes y a la vez es
un libro lleno de humor y de inteligencia empapado de amor por África y por sus gentes. No dejen
de leerlo. Vamos allá.
La situación geográfica y la altitud se combinan para formar un paisaje único en el mundo.
No es ni excesivo ni opulento, es el África destilada a 6.000 pies de altura como la
intensa y refinada esencia de un continente. Los colores son secos y quemados como los
colores en cerámica. Los árboles tienen un follaje luminoso y delicado, crecen en capas
horizontales y su forma da a los altos árboles solitarios un aire romántico y heroico como
barcos aparejados con las velas cargadas y los linderos del bosque tienen una extraña
apariencia como si el bosque entero vibrase ligeramente.
La principal característica del paisaje y de tu vida en él era el aire. Al recordar
una estancia en las tierras altas africanas te impresiona el sentimiento de haber vivido
durante un tiempo en el aire. Allí arriba respirabas a gusto y absorbías seguridad
y ligereza de corazón. En las tierras altas te despertabas por la mañana y pensabas.
Estoy donde debo estar.
La montaña de Engón se extiende como una larga cordillera de norte a sur y está coronada
por cuatro majestuosos picos que como olas inmóviles azul oscuro se recortan contra
el cielo. Desde las colinas de Engón se tiene una vista única. Hacia el sur se extienden
las vastas llanuras del gran cazadero que llega hasta el Kilimanjaro. Hacia el este y
hacia el norte la región que es como un parque de colinas bajas con bosques detrás y el terreno
ondulante de la reserva Kikuyu llega hasta el monte Kenia a cien millas de distancia.
En mi granja cultivábamos café. La tierra sin embargo era un poco demasiado alta para
ello y resultaba muy difícil sacarlo adelante. Nunca nos hicimos ricos con el cafetal. Pero
un cafetal es algo que se apudera de ti y no te suelta. Y siempre hay algo por hacer.
Por lo general siempre estás atrasada en el trabajo.
La granja tiene seis milacres de tierra y por tanto mucho terreno sobrante además del
cafetal. Parte es bosque nativo y otros milacres tierras de aparceros a las que llaman shambas.
Los aparceros son nativos que con sus familias tienen unos cuantos sacres en la granja de
un hombre blanco y a cambio trabajan para él un cierto número de días al año. La tierra
de los aparceros tiene más vida que el resto de la granja y cambia con las estaciones del
año. Cada familia kikuyu tiene varias cabañas pequeñas, redondas y puntiagudas y otras
que sirven de almacén. El espacio entre las cabañas está lleno de vida y su suelo es
duro como el cemento. Allí se muele el maíz, se ordeñan las cabras y corren los niños
y las gallinas. Tenía además dos milacres de pradera en la granja. Las altas hierbas
corrían y huían como las olas del mar azotadas por el viento y los pastorcillos kikuyus apacentaban
las vacas de sus padres. Nairobi era nuestra ciudad, a 12 millas de distancia, allá abajo
en una porción de tierra llana entre colinas. Los barrios de los nativos y de los emigrantes
de color son muy grandes en comparación con la ciudad europea. La ciudad su agílico ozade
dudosa reputación es un lugar animado, sucio y chillón en donde a cualquier hora ocurren
cosas. La ciudad Somali, en cambio, está más lejos debido al sistema Somali de aislamiento
de sus mujeres. Durante toda su época africana, la baronesa Abliksen tuvo un criado Somali,
Farah Aden. Los indios de Nairobi dominaban el gran barrio nativo del Bazar y sus grandes
mercaderes poseen pequeñas villas en las afueras de la ciudad. Los Masai, la nación nomada
y ganadera, son vecinos de la granja y viven al otro lado del río.
De vez en cuando, alguno venía a casa a quejarse de que un león mataba a sus vacas y me pedía
que lo cazar. Lo hacía, sí podía. Algunos sábados, seguida de una alegre comitiva de
jóvenes kikuyus, iba también a las llanuras de Orungi a cazar una o dos zebras para que
las comieran mis jornaleros. Mataba pájaros en la granja, faizanes con espolones y gallinas
de guinea, que eran una excelente comida. Pero durante muchos años dejé las expediciones
de caza. Sin embargo, con frecuencia en la granja hablábamos de los safaris que habíamos
hecho. Era agradable evocar ciertos recuerdos en
los momentos aburridos en la granja. Una manada de búfalos que emerge de la niebla matinal
como si se fueran creando en ese instante. Una manada de elefantes que viaja por el
espeso bosque nativo, pausadamente como si tuvieran una cita en el fin del mundo. Las
girafas, con su curiosa e inimitable gracia vegetal como si no fuera una manada de animales
sino una familia de flores enormes, raras que avanzan lentamente. Dos rinocelontes en su
paseo matinal cuando resoplan y orisquiane del aire del amanecer. El león real antes
del alba, bajo la luna menguante cuando cruza la paradera gris camino de casa, después
de la matanza, con el rostro todavía rojo hasta las orejas. O durante la siesta, al
mediodía, cuando reposa satisfecho en medio de su familia sobre la hierba corta.
En la espesura, uno aprende a recelar de los movimientos bruscos. La gente civilizada
ha perdido la capacidad de estarse quieta y el arte de moverse suavemente, sin brusquedades.
Es lo primero que debe estudiar el cazador. Debe mezclarse con el viento y con los colores
y olores del paisaje y adaptarse al tempo de todo el conjunto.
Cuando atrapas el ritmo de África, te das cuenta de que es el mismo que el de toda su
música. En cuanto a mí, desde mis primeras semanas en África sentí un intenso afecto
por los nativos. Era un sentimiento muy fuerte, que comprendía a todas las edades y los dos
sexos. El descubrimiento de las razas de piel oscura fue una magnífica ampliación
de mi mundo. No era fácil llegar a conocer a los nativos. Eran rápidos de oído y evanescentes.
Si los asustabas, en un segundo pudían retirarse a su mundo, al igual que los animales salvajes
desaparecen ante un brusco movimiento que tú hagas. Simplemente ya no están ahí.
Lo señala Maribel Dienher en W Magazine. Memorias de África se publicó en 1937 en Dinamarca
y recorre casi veinte años de Karen Blixen en África, donde tuvo una granja de café
en Kenia cuando era colonia del Imperio Británico. Llegó en 1913. Era varonesa, tenía veintiocho
años y acababa de casarse con su primo segundo, el varón Broer von Blixenfineke. Allí estuvo
hasta comienzos de los años treinta, de donde tuvo que marchar con los sueños rotos sobre
esa tierra y divorciada. Esto hace que el libro tenga ese tono de melancolía y retrato
de la realidad africana, de una ilusión que se desvanece poco a poco a pesar de sus
esfuerzos por retenerla y hacerla cumplir.
Camante era un pequeño kikuyu hijo de uno de los aparceros. La varonesa se encontró
con él la primera vez cuando iba cabalgando por la llanura de la granja y él estaba apacentando
las cabras de su gente. Era el objeto más digno de piedad que se podía imaginar. Sus
piernas estaban cubiertas de llagas abiertas desde los muslos hasta los talones. La varonesa
hacía de médico para la gente de la granja casi todas las mañanas, de 9 a 10, así que
le dijo a Camante que fuera a verla. Pero se dio cuenta de que no podía hacer nada
con él, así que le llevó al hospital de la misión escocesa, donde estuvo ingresado
tres meses. Cuando volvió a la granja empezó a trabajar como cuidador de perros, pero luego
se convirtió en auxiliar de la varonesa y después en pinche de cocina y cuando esa,
el viejo cocinero de la varonesa murió, le sustituyó y siguió siendo el chef hasta
que la varonesa se marchó.
Lulu llegó a mi casa procedente de los bosques como camante había venido de las praderas.
Lulu era una joven ejemplar de la tribu de los antílopes jeroglífico, tal vez el más
bello de los antílopes africanos. Son un poco mayores que los gamos, viven en los bosques
o en los chaparrales y son tímidos y fugitivos, de manera que se los ve menos que a los antílopes
de las praderas. Lulu se convirtió en un miembro de mi familia.
Una mañana la varonesa iba en automóvil desde la granja hasta Nairobi, cuando unos
cuantos chiquillos kikuyus le llamaron a gritos desde la cuneta y vio que le enseñaban una
laga cela muy pequeña. Primero no les hizo caso ni alir ni al volver, pero por la noche
se acordó de ella y le pidió a Farah que la buscase y la trajese a la granja. Era
una hembra y la llamaron Lulu, que en su ajilis significa perla. Al principio era del tamaño
de un gato. Lulu se adaptó a la casa y a sus habitantes comportándose como si fuera
su hogar. Camante la crió con un biberón y la encerraba durante la noche porque había
que tener cuidado ya que los leopardos rondaban la casa después de la tardecer. Lulu era
el orgullo de la casa, hasta cuando se comportaba como una coqueta completamente desvergonzada.
Pero una tarde, Lulu se marchó. La casa perdió su alegría hasta que Camante le dijo a la
varonesa que Lulu se había casado. Una mañana, al amanecer, la varonesa la pudo ver. Ambas
se miraron y luego Lulu se marchó. Volvía de vez en cuando. La Lulu de los bosques era
un ser superior, independiente, dueña de sí. Un día, al volver de Nairobi, Camante me
esperaba a la puerta de la cocina y se acercó muy excitado para decirme que Lulu había estado
en la granja ese mismo día y traía consigo su toto, su bebé. Unos cuantos días después
tuve el honor de encontrarla entre las cabañas de los criados muy atenta y sin ganas de juegos,
en una cría muy pequeña detrás de ella, tan delicadamente torpe de movimientos como
lo era la propia Lulu cuando la vi por primera vez.
Los dos antílopes, la grande y el pequeño, rondaron la casa todo el verano. Al principio
de la siguiente estación de las lluvias, Lulu volvió con un nuevo cerbato. El vínculo
entre Lulu y su familia y la granja duró muchos años. En los últimos años en África, la
varonesa la vio cada vez menos. Los años en que Lulu y los suyos iban a la casa fueron
los más felices de la vida en África de la varonesa. Por esta razón llegó a considerar
su relación con los antílopes del bosque como una bendición y un signo de la amistad
de África.
Teníamos muchos visitantes en la granja. En países de pioneros la hospitalidad es una
necesidad de la vida no solo para los viajeros, sino para los colonos. Un visitante es un
amigo. Nos trae noticias buenas o malas, que son el pan de las mentes hambrientas en los
lugares aislados. Un verdadero amigo que llega a la casa es un mensajero celestial que trae
el pan y sángelorum.
Cuando Dennis Finch Hatton volvía de una de sus largas expediciones, estaba ansioso por
hablar y encontraba a la varonesa también ansiosa de lo mismo, así que se sentaban
a la mesa del comedor hasta altas horas de la madrugada, hablando de todo lo que se les
ocurría, riéndose de todo. Un grupo de visitantes que representó un papel importante en la granja
fueron las mujeres de Farad. Cuando Farad se casó, trajo a su mujer desde Somalia a la
granja y con ella vinieron su madre, su hermana pequeña y una joven prima que había crecido
con la familia. El círculo de mujeres somalís se completó posteriormente con una muchacha
huérfana de madre de la tribu que Farad adoptó. Las mujeres hicieron de la casa de Farad un
hogar al estilo de un pueblo nómada que levantaba su tienda de vez en cuando con muchos tapices
y colgaduras ornamentadas en las paredes. Les interesaba todo y las cosas pequeñas les
gustaban mucho. Dentro de aquel cerrado mundo femenino, detrás
de sus muros y fortificaciones, percibía la presencia de un gran ideal, sin el cual
no se hubieran defendido tan valientemente. La idea de un milenio cuando las mujeres reinaran
como soberanas en el mundo. En esos tiempos la anciana madre tomaría una nueva forma
y se sentaría en un trono como un enorme y oscuro símbolo de aquella poderosa de
idad femenina que había existido en el remoto pasado antes del tiempo del profeta de Dios.
Con los amigos blancos que frecuentaban la granja como Berkley Cole y Dennis Finchhatton,
las jóvenes somalís se mostraban amistosas, hablaban con frecuencia de ellos y sabían
sorprendentemente mucho de sus vidas. Cuando os encontraban conversaban con ellos como si
fueran sus hermanas con sus manos escondidas entre los pliegues de las faldas. A veces
la baronesa iba con alguna de las muchachas para dar un paseo en coche o hacer una visita.
Cerca de la granja vivía una joven australiana casada que era una vecina encantadora, invitaba
a tomar el teal a Somalís. Era un gran acontecimiento. Y un día llevó al grupo de jóvenes maometanas
hasta la misión francesa para que vieran la iglesia. Las jóvenes nunca habían visto
un edificio tan elevado, mientras lo contemplaban, se ponían las manos sobre la cabeza para
protegerse si se les caía encima. A veces había visitantes de Europa que afluían
a la granja como restos de un naufragio llevados hasta aguas tranquilas. Giraban y giraban hasta
que, al final, volvían mar adentro o se disolvían un día. El viejo Knudsen, el danés, vino
a la granja enfermo y ciego y permaneció en ella hasta que murió como un animal solitario.
Knudsen, quien aconsejó a la varonesa, quisiera carbón de leña para venderselo a los indios
de Nairobi, en un momento especialmente malo para la granja. Y también fue él quien ayudó
a hacer un estanque que se convirtió en el corazón de la granja. Buyá de vida, rodeado
de ganado y de niños y en la estación cálida, cuando los pozos se secaban en las praderas
y en las colinas, aparecían los pájaros, garzas, hibis, martín pescador, codornices
y docenas de variedades de gansos y patos. El día en que murió llevaba 15 días fuera
y nadie en la granja se dio cuenta de que había vuelto. Iba camino de su casa a la
mía por un sendero que atravesaba la plantación cuando cayó y murió. Camante y yo lo encontramos
tendido en el sendero a la tardecer, cuando íbamos a buscar setas en la pradera entre
la hierba nueva y corta, porque era abril, al principio de las grandes lluvias.
Una vez un viajero que durmió en la granja una noche y se fue para no volver, su nombre
era Emmanuelson, era sueco y era metro de hotel en uno de los hoteles de Nairobi. Una
tarde apareció de improviso en la granja muy inquieto y asustado y pidió dinero a
la baronesa para pasar a Tanganica porque si no iba a terminar en la cárcel. Dijo que
iba a ir andando, lo que era imposible porque significaba tres días de camino a través
de la reserva Masai sin agua y allí los leones además se mostraban muy peligrosos.
La baronesa le acogió esa noche y por la mañana decidió llevarle en automóvil las
diez primeras millas de su camino.
Emmanuelson al amanecer parecía uno de esos legendarios cadáveres cuyas barbas crecen
con rapidez bajo tierra, pero salió de su tumba muy gentilmente y se mostró tranquilo
y equilibrado cuando íbamos en el coche. Cuando llegamos al otro lado del río Mbakati
le dije que se bajara del automóvil. El día estaba claro y no había ninguna nube en
el cielo. Iba hacia el suroeste. Mientras miraba hacia el horizonte apareció el sol rojo
pálido. Entre eso cuatro horas estaría el rojo y pegaría con toda su fuerza sobre la
cabeza del caminante.
Emmanuelson me dijo adiós. Comenzó a caminar y luego se volvió y dijo adiós una vez más.
Un año después la baronesa recibió una carta certificada desde Dodoma de Manuelson.
Contenía las cincuenta rupias que le había dejado con una carta larga, sensible y encantadora.
Tenía un trabajo como encargado de un bar en Dodoma y le iba bien. Le contaba que los
Masai lo habían encontrado en el camino, lo habían llevado con ellos mostrándose muy
amables y hospitalarios y había hecho casi todo el viaje en su compañía por muchos atajos.
Las besitas de mis amigos eran siempre alegres acontecimientos y en la granja se sabía.
Cuando uno de los largos safaris de Dennis Finch Hatton estaba tocando a su fin me encontraba
una mañana a un joven Masai apoyándose en una larga y esbelta pierna fuera de mi casa.
Bedar está de vuelta, me anunciaba. Estará aquí dentro de dos o tres días.
Para los grandes viajeros la granja tenía su encanto porque era inalterable y allí
estaba, llegaran cuando llegaran. Viajaban por bastos países y levantaban sus tiendas
en muchos lugares y les gustaba encontrarse con que el camino de la granja seguía siendo
inmutable como la órbita de una estrella. Llegaban y se quedaban en la casa, aunque
la baronesa estuviera afuera. Dennis Finch Hatton solía hacerlo cuando ella estaba de
visita en Europa y en pago por los beneficios de la civilización, los viajeros le traían
a la baronesa trofeos de sus cacerías, pieles de leopardo y de gatopardo para hacerse
gabanes en París, pieles de serpientes y de lagarto para zapatos y plumas de marabú.
Como cuenta Javier Úbeda y Bañez, Karen Blixen regresó a Dinamarca, a su casa de
Rungestlund, y encontró el refugio que necesitaba en la escritura, con la que comenzó a darle
forma y sentido al lirismo y a la sensibilidad que había traído consigo de su enigmática
áfrica. Tenía cerca de 50 años cuando publicó su primer libro de relatos, Siete Cuentos
Góticos, en 1934. Primero lo mandó a editoriales danesas e inglesas, pero se lo rechazaron.
No se dio por vencida y decidió intentarlo en Estados Unidos bajo un seudónimo masculino,
Isaac Dinesen. Había nacido al mundo literario para regalarle a la humanidad algunos de los
textos más bellos que se han escrito en la historia de la literatura contemporánea.
Los de otras granjas y de la ciudad venían a la casa. Hugh Martin, de la Oficina Territorial,
venía de Nairobi a hacerme compañía. Era una persona brillante, versada en literatura
rara del mundo, que había pasado la vida pacíficamente en el Servicio Civil de Oriente.
Y allí, entre otras cosas, había desarrollado un innato talento para asemejarse a un ídolo
chino inmensamente gordo.
Gustav Mor, joven, de gran nariz, noruego, irrumpió una tarde súbitamente en la casa
procedente de la granja que dirigía al otro lado de Nairobi. Era un espléndido granjero
y ayudó a la varonesa en las tareas de la granja de palabra y, de hecho, más que cualquier
otro hombre en el país. Ingrid Lindstrom iba a quedarse en la granja cuando podía dejar
uno o dos días la suya a sus pavos y su huerto de legumbres en lloro. Tenía la piel tan clara
como el alma y era hija y esposa de oficiales suecos. La señora Darrell Thompson de en lloro
fue a ver a la varonesa cuando los médicos le informaron de que solo le quedaban unos
meses de vida. Le contó que acababa de comprar un pony en Irlanda y que había decidido dejárselo
cuando se hubiera muerto. El viejo señor Bullpet, al que llamaban en el club Tio Charles,
solía ir a cenar con la varonesa, una especie de ideal, el caballero inglés de la época
victoriana.
En lo que respecta a Berkley Cole y Dennis Finch Hatton, mi casa era un establecimiento
comunista. Se sentían orgullosos de que todo lo que en ella había fuera suyo y traían
cosas que creían que le faltaba. Consiguieron que la casa tuviera una elevada categoría
en vino y en tabaco y me traían libros y discos de gramófono de Europa. Berkley llegaba
con su automóvil cargado de pavos, huevos y naranjas de su propia granja en Montequenia.
Les gustaba mucho mi cristalería y mi porcelana danesas y solían montar en la mesa del comedor
una alta y resplandeciente pirámide con toda la cristalería. Una pieza sobre otra. Les
gustaba verla.
Había algo muy curioso en Berkley y Dennis y es que, a pesar de todo, eran unos sinadaptados.
No es que la sociedad los hubiera echado ni que los hubiera expulsado de lugar a alguno
en el mundo, sino que era una cuestión de tiempo. No pertenecían a su siglo. No podía
haberlos producido otra nación más que en Inglaterra, pero eran ejemplos de atavismo.
La suya era una Inglaterra primigenia que ya no existía. En aquella época no tenían
hogar, viajaban de un lado para otro y con el tiempo llegaron hasta la granja. Tenían
un sentimiento de culpabilidad por haberse ido de Inglaterra como si solo hubiera sido
por aburrimiento, esquivando un deber que sus amigos seguían cumpliendo, pero en realidad
eran exiliados que soportaban su exilio con buen humor.
Dennis Finch Hatton no tenía otro hogar en África que la granja. Vivía en mi casa
entre safaris y allí tenía sus libros y su gramófono. Cuando él volvía a la granja,
ésta se ponía a hablar. Hablaba como pueden hablar las plantaciones de café, cuando con
los primeros aguaceros de la estación de las lluvias florecía, chorreando humedad una
nube de tiza. Cuando esperaba que Dennis volviera y escuchaba su automóvil subiendo
por el camino, escuchaba al mismo tiempo a las cosas de la granja diciendo lo que en
verdad eran.
Dennis Finch Hatton era feliz en la granja. Iba solo cuando quería ir. Siempre hizo lo
que quiso, nunca hubo engaño en su boca. Le encantaba que le contaran historias. Vivía
principalmente a través del oído. Prefería escuchar un cuento a leerlo. Cuando llegaba
a la granja, preguntaba siempre a la varonesa.
¿Tienes algún cuento?
Por eso ella, durante las ausencias de Dennis, preparaba muchos. Por las noches se ponía
cómodo tendiendo cojines hasta formar como un sofá junto al fuego y la varonesa se sentaba
en el suelo, las piernas cruzadas y él escuchaba, atento, un largo cuento desde el principio
hasta el fin. Dennis Finch Hatton enseñó a la varonesa y a leer la Biblia y a los
poetas griegos. Sabía de memoria grandes partes del antiguo testamento y llevaba la
Biblia consigo en todos sus viajes, lo que hizo que los maometanos tuvieran una elevada
opinión acerca de él.
También me regaló el gramófono. Era una delicia escucharlo. Le dio una nueva vida a
la granja, se convirtió en su voz. A veces Dennis llegaba inesperadamente a la casa mientras
yo estaba en el cafetal o en el campo de maíz, trayendo nuevos discos consigo. Ponía
el gramófono y cuando yo volvía a caballo en el crepúsculo, la melodía llegaba hasta
mí a través del aire claro y frío de la tarde, anunciándome su presencia. Como si
estuviera riéndose de mí, lo que hacía con frecuencia.
Dennis, Finch, Hatton y la baronesa tenían mucha suerte con los leones. Cuando salían
a dar un paseo, los leones parecían estar esperándoles. Podían caerles encima mientras
comían o verles cruzar los lechos secos de un río.
Debo a Dennis Finch Hatton, el mayor, el más delicioso placer de mi vida en la granja.
Volar con él sobre África. Allí, donde no hay carreteras o hay muy pocas y donde se
puede aterrizar en las llanuras, volar se convierte en algo de real y vital importancia
en tu vida. ¿Te abre un mundo? Dennis había traído su avión moz. Podía aterrizar en
mi pradera de la granja, solo a unos cuantos minutos de la casa y volábamos casi todos
los días.
Cuando vuelas sobre las tierras altas africanas, tienes unas vistas tremendas, sorprendentes
combinaciones y cambios de luz y de color. El arco iris sobre la tierra verde iluminada
por el sol, las gigantescas nubes verticales y las grandes y salvajes tormentas negras
que te rodean a toda velocidad, corriendo y danzando. Las fuertes y contundentes lluvias
blanquean el aire oblicuamente. El lenguaje se queda corto para expresar la experiencia
de volar y tienes que terminar inventando nuevas palabras. Otras veces puedes volar tan bajo
que ves los animales en las praderas.
Un día Dennis y yo volamos hasta el Lago Natron, 90 millas al sudoeste de la granja
y más de 4.000 pies más abajo, 2.000 pies sobre el nivel del mar. El paisaje entero debajo
de nosotros parecía una concha de tortuga delicadamente dibujada. De repente, en medio
de todo eso apareció el Lago. El fondo blanco resplandeciendo a través del agua le da cuando
lo ves desde el aire un sorprendente, increíble color azulado, tan claro que por un momento
tienes que cerrar los ojos. La extensión de agua yace entre la desolada y leonada tierra,
como una grande y brillante agua marina.
Mientras bajaban, la sombra azul oscura flotaba debajo de ellos sobre el Lago Azul Celeste.
Había miles de flamencos. Al aproximarse, se desplegaban en largos círculos y abanicos,
como los rayos del sol poniente, como un hábil dibujo chino en seda o porcelana, formándose
y cambiando ante sus ojos. Aterrizaron en la blanca orilla que estaba el rojo vivo como
un horno y almorzaron, resguardándose del sol bajo el ala del aeroplano. Mientras estaban
almorzando, apareció por el horizonte aproximándose con rapidez un grupo de guerreros más ahí.
Debían de estar espiando al avión desde lejos, cuando aterrizó y decidieron verlo de cerca.
Iban en fila India desnudos, altos y delgados, con sus armas resplandecientes. Cuando llegaron,
se alinearon, eran cinco en total. Juntaron sus cabezas y empezaron a hablarse entre sí
sobre el aeroplano. Pocos minutos después se alejaron en fila India hacia el ancho, blanco
y ardiente territorio salino.
Cuando vas sentada delante de tu piloto, sin nada más que espacio frente a ti, te parece
que te llevan las palmas estiradas de sus manos, como el Jin llevaba al príncipe Ali
por el aire y que las alas son suyas. Cuando Denis y yo no teníamos tiempo para largos
viajes, soleamos hacer un corto vuelo sobre las colinas de Nón, por lo general hacia
el atardecer. Estas colinas, que se cuentan entre las más hermosas del mundo, son quizá
más bonitas vistas desde el aire. Cuando los lomos desnudos se van levantando hacia
los cuatro picos y corren junto al aeroplano y súbitamente bajan y se allanan en un pequeño
prado.
Una tarde, cuando la varonesa tomaba el té con unos amigos del interior fuera de la casa,
Denis llegó volando desde Nairobi, aterrizó en la granja y le propuso a la varonesa ir
a ver los búfalos que estaban paciendo en ese momento en las colinas. Pero la varonesa
dijo que no podía.
Iremos, los veremos y estaremos de vuelta en un cuarto de hora.
Me sonó como esas proposiciones que te hacen en los sueños. Volamos bajo el sol, pero
las laderas de las colinas estaban envueltas en una transparente sombra marrón en la que
pronto nos metimos. No tardamos mucho en poder ver a los búfalos desde el aire.
Cuando los búfalos oyeron el ruido del avión, dejaron de pastar. De pronto, el viejo búfalo
se puso delante de la manada, levantando sus pesadísimos cuernos y comenzó a trotar
ladera abajo y, al cabo de un momento, a galopar. Le siguió el clan entero, la cabeza
baja, en plena estampida hasta meterse en la maleza. En la espesura se detuvieron y se
quedaron muy juntos. Allí se creían acubiertos de las miradas, pero no podían ocultarse de
los ojos de un paja.
Recuperamos altura y nos alejamos. Fue como entrar en el corazón de las colinas de Engón
por un camino secreto y desconocido. Cuando volví a mi té, la tetera que había sobre
la mesa de piedra seguía tan caliente que me quemé los dedos al tocarla. En las colinas
de Engón vivían también un par de águilas. Denis, por la tarde, solía decir.
Vamos a visitar a las águilas. Una vez había visto a una de ellas posada en una roca cerca
de la cumbre de la montaña y luego levantar el vuelo, pero se pasaban la vida en el aire.
Muchas veces habían perseguido a una de esas águilas, ladeándose sobre una a la primero
y luego sobre la otra. Una vez, Denis detuvo el motor y así pudo escuchar el graznido
de la aguila.
Cuando estalló la guerra, mi marido y dos ayudantes suecos de la granja se presentaron
voluntarios y fueron a la frontera alemana, donde el Lorde de la Mer estaba organizando
un servicio de información provisional. Me quedé, pues, sola en la granja. Pero poco
después se comenzó a hablar de un campo de concentración para las mujeres blancas
del país. Se pensaba que estaban expuestas a peligros por parte de los nativos. Yo estaba
aterrorizada. Pensaba, si voy a un campo de concentración para señoras en este país
durante unos meses, ¿y quién sabe cuánto va a durar la guerra? Me moriré.
Los que estaban en la frontera pedían constantemente provisiones y municiones. El marido de la
baronesa le escribió dándole instrucciones para que cargara cuatro carretas de huelles
y las enviara a su posición tan pronto como les fuera posible. Su marido le dijo que
de ninguna manera debía mandarlas sin que estuvieran a cargo de un hombre blanco, porque
nadie sabía dónde estaban los alemanes y los masai estaban muy excitados por la idea
de la guerra. La baronesa contrató a un joven sudafricano, pero la noche antes de partir
fue arrestado y la baronesa pensó que ella era la única persona que podía hacerse cargo
de las carretas para atravesar el país. Estuve fuera durante tres meses. Aprendí
a conocer los vados y los pozos de la reserva masai y hablar un poco de su lengua. Los
caminos eran increíblemente malos, llenos de polvo y de bloques de piedra más altos
que las carretas. Después viajamos más a través de las praderas. El aire de las tierras
altas africanas se me subió a la cabeza como el vino. Estaba siempre como un poco borracha
y la alegría de aquellos meses fue algo indescriptible. Había participado en safaris
de caza, pero nunca como ahora había estado sola entre los africanos.
La extraordinaria adaptación cinematográfica que realizó Sydney Pollack en 1985 se basó
en varias biografías de Karen Blixen para contar la historia y muchas de las escenas
que aparecen y hasta la relación entre Dennis, Finch, Hatton y ella. No se corresponde con
lo que cuenta en este libro. Como señala Isdala en Memorias de África, nos encontramos
con una protagonista que lo llena todo. Una mujer inteligente, brillante, trabajadora,
independiente, sobria, tenaz, audaz, resuelta y hasta temeraria. Una dama afectuosa con
los más necesitados, a quien poco o nada importan las normas sociales, que respeta
el entorno en el que vive. Una mujer que ama África y a sus habitantes, que aprende
de ellos, que intenta comprenderlos. Los personajes masculinos no tienen tanta relevancia y giran
alrededor de ella.
La granja estaba un poco alta para el cultivo de café. A veces en los meses fríos había
heladas en las tierras más bajas y por la mañana los brotes de la planta de café y
sus frutos aparecían parduscos y marchitos. El viento soplaba desde las praderas y aún
en los años buenos nunca tenían la misma cantidad de café por acre que la gente que
vivía en los distritos más bajos. También andaban escasos de lluvia. Al mismo tiempo
los precios del café se vinieron abajo. Los parientes de la baronesa, que tenían una
participación en la granja, le escribieron y le dijeron que tenía que vender. La baronesa
hizo muchos planes para salvarla. En aquel mismo año las langostas cayeron sobre la tierra,
se decida que venían de avisinia, viajaban hacia el sur y se comían toda la vegetación
que encontraban a su paso.
Cuando se me acabó el dinero y las cosas ya no eran rentables, tuve que vender la granja.
La compró una gran compañía de Nairobi. Pensaron que el lugar estaba demasiado alto
como para cultivar café y no querían tampoco otro tipo de cultivos. Lo que querían era
arrancar las plantas, dividir la tierra y abrir caminos para con el tiempo, cuando Nairobi
se extendiera hacia el oeste, vender la tierra y construir en ella bloques de construcciones.
Denis Finchhatton había llegado de uno de sus safaris y se había quedado una pequeña
temporada en la granja, pero cuando la baronesa comenzó a deshacer la casa y a preparar las
cosas no pudo quedarse allí. Se fue vivir a la casa de Hugh Martin en Nairobi. Desde
allí iba todos los días en automóvil hasta la granja y cenaba con la baronesa, sentándose
en un cajón con la comida sobre otro. Se quedaban allí hasta muy avanzada la noche.
Cuando estábamos juntos hablábamos y actuábamos como si el futuro no existiera. Nunca se había
preocupado mucho por él, como si supiera que podía aprovechar fuerzas desconocidas
para nosotros si quería. Cuando él estaba allí, parecía algo completamente normal
y a nuestro gusto estar sentado sobre unas cajas de embalaje en una casa vacía. Durante
aquellas semanas solíamos hacer cortos vuelos sobre las colinas de engono sobre la reserva.
Denis habló de empaquetar sus libros que llevaban muchos años en la granja, pero nunca lo
hizo. No se podía decidir hacia dónde iría cuando se cerraron la casa. Llegó a ir en
automóvil hasta Nairobi para echar un vistazo a los bungalows que había allí para alquilar,
pero volvió tan disgustado por lo que había visto que ni siquiera quería hablar de ello. Había
estado en contacto con un tipo de existencia que le resultaba insoportable. Seré totalmente feliz
en una tienda de campaña en la reserva Masai o tomarí una casa en la aldea Somali.
Denis tenía un trozo de tierra en la costa, 30 millas al norte de Mombasa, en la ensenada de
Takahunga. Había construido una casita en aquella tierra. A veces Denis hablaba de hacer
de Takahunga su hogar en África y empezar desde allí sus safaris. En el mes de mayo Denis fue
a Takahunga una semana. Proyectaba hacer una casa mayor y plantar mangos en el terreno. Se fue
en su aero plano y quería volver sobrevolando boy para ver si había elefantes para sus safaris.
Denis, que era una persona excepcionalmente racional, a veces estaba sujeto a humores y
presentimientos, bajo cuya influencia se quedaba callado durante días enteros o hasta durante
una semana. Aunque no se daba cuenta y se quedaba muy sorprendido cuando le preguntabas qué le
pasaba. Los últimos días antes de ese viaje hasta la costa estaba de ese humor ausente,
como si estuviera en sí mismo, pero cuando se lo dije se echó a reír. La baronesa le pidió
que le dejaré ir con él, pero Denis pensaba que el viaje hacia boy iba a ser muy duro.
Quizá hasta tuviera que aterrizar y dormir en la maleza de manera que le sería necesario
llevar consigo a su criado nativo. Se fue el día ocho, un viernes.
Espérame el jueves. Volveré para almorzar contigo.
Luego se fue para siempre, despidiéndose con la mano.
El jueves la baronesa fue a Nairobi. Se sentía inquieta con la sensación de que todo el mundo
le evitaba. Fue en el coche hasta la vieja y preciosa casa de Chiromo, al final de una
larga avenida de Bambús, y se encontró con una fiesta. Pero todo el mundo parecía mortalmente
triste y en cuanto a la baronesa les empezaba a hablar, se callaban. Se sentó al lado
de su viejo amigo, el señor Bulpet, que se puso a mirar para el suelo y dijo unas cuantas
palabras tan solo. La baronesa decidió volver a la granja, pensando que Denis ya estaría allí.
Pero cuando el almuerzo terminó, Lady Macmillan me pidió que fuera con ella hasta su pequeña
sala de estar y me dijo que había habido un accidente en Boy. El avión de Denis había
caputado y él se había matado en la caída. Muchos años después de aquel día, la colonia
siguió sintiendo que la muerte de Denis era una pérdida de la que no podía recuperarse.
Algo muy hermoso se produjo en la actitud del colono medio hacia él, una reverencia hacia
valores que estaban fuera de su comprensión. Los nativos conocían a Denis mejor que los
blancos. Para ellos, su muerte era congojante. La baronesa no pudo ir hasta hoy.
Recorde que Denis me había dicho que quería que lo enterraran en las colinas de Engón. Era
extraño que no lo hubiera recordado antes, pero es que lo último en que hubiera pensado es que lo
iban a enterrar. Ahora lo recordaba con toda nitidez. Hay una vista infinitamente grande
desde allí. A la luz del crepúsculo se ven los montes Kenia y Kilimanjaro. Traerían el cuerpo
de Denis en el próximo tren de la mañana, así que el funeral podía celebrarse al
mediodía en las colinas. Debía tener su tumba preparada, llovió durante toda la noche y lloviznaba
por la mañana. Las rodadas de los carros en el camino estaban llenas de agua. Conducir en las
colinas era como conducir entre las nubes. Gustav Moore acompañó a la baronesa. Entre la
niebla no fueron al principio capaces de encontrar el lugar exacto. Cuando la niebla despejó,
una claridad pálida y fría comenzó a llenar el mundo. Unas veinte yardas más arriba de
donde nosotros estábamos, había una estrecha terraza natural en la ladera de la colina. Allí
marcamos el lugar para la tumba, con la brújula de este a oeste. Llamamos a los criados y les
indicamos que cortaran la hierba con pangas y cavaran el suelo mojado. A primera hora de la
tarde llegó el cuerpo de Denis desde Nairobi. Cuando llegaron al último tramo empinado,
levantaron el estrecho ataúd que iba cubierto con la bandera y lo trajeron. Cuando lo colocaron
en la fosa, el paisaje cambió y se convirtió en su marco absolutamente silencioso. Las colinas
se hirguieron gravemente, sabían y comprendían lo que estaban haciendo en ellas. Al cabo de un momento,
se hicieron cargo de la ceremonia. Era una acción entre ellas y él. Denis había escrutado y seguido
todos los caminos de las colinas africanas. Y mejor que cualquier otro hombre blanco conocía su
terreno y sus estaciones, la vegetación y los animales salvajes, los vientos y los olores.
Había observado los cambios atmosféricos, sus gentes, las nubes, las estrellas en la noche. Hacía
muy poco tiempo le había visto allí, con la cabeza desnuda bajo el sol de la tarde mirando
con los gemelos para descubrirlo todo. Había absorbido el país en sus ojos y en su mente.
África le había cambiado, marcado por su personalidad, convirtiéndole en parte de ella.
Ahora esta tierra lo recibía, lo tomaba a su cargo y se unía a él. Se leyó un servicio
fúnebre. La baronesa y Gustav Mor se quedaron un poco de tiempo después de que los otros
blancos hubieran ido. Los maometanos esperaron hasta que se fueran y luego se acercaron a orar
en la tumba. En los días que siguieron a la muerte de Denis, sus sirvientes de safari se
reunieron en la granja. No dijeron porque iban ni pidieron nada, sino que se sentaron con la espalda
apoyada en la pared de la casa, el dorso de sus manos sobre el pavimento, la mayor parte del
tiempo en silencio en contra de la costumbre de los nativos. Permanecieron allí una semana,
luego uno tras otro se fueron marchando. A menudo iba en coche hasta la tumba de Denis.
En línea recta no había más que cinco millas desde mi casa, pero dando un rodeo por la
carretera había quince. La tumba estaba mil pies más alta que mi casa. El aire era diferente,
claro como un vaso de agua. Vientos ligeros te alburotaban el cabello cuando te descubrías.
Sobre los picos de las colinas vagaban las nubes que venían del este, lanzaban su sombra hecha
debida sobre la tierra amplia y ondulada, y luego se disolvían y desaparecían sobre la falla grande.
La varonesa compró una tela blanca que los nativos llaman americano y Farah y ella levantaron
tres palos altos en el suelo junto a la tumba, clavaron la tela en ellos y así desde su casa,
la varonesa podía distinguir su lugar exacto como un puntito blanco en la colina verde. Para los
hijos de los criados de la varonesa se convirtió en un lugar familiar. Construyeron un pequeño
cenador entre los matorrales de una colina cercana. Durante el verano llegó de Mombasa
Ali bin Salim que había sido amigo de Denis, se echó en la tumba y lloró al estilo árabe.
Un día la varonesa se encontró a Hugh Martin al lado de la tumba, se sentaron en la hierba y
charlaron un rato. La muerte de Denis le había afectado profundamente, le contó que durante la
noche había hallado de repente el epitafio para Denis. Lo citó en griego, luego lo tradujo para que
la varonesa lo comprendiera. No me preocupa si el fuego se mezcla con la ceniza en mi muerte,
para mí ahora todo está bien.
Después de que me fuera de África, Gustav Morr me escribió contándome una cosa muy extraña que
había sucedido en la tumba de Denis. Nunca había oído nada semejante. Los Masai me escribió,
han informado al comisionado del distrito Dengong que muchas veces, al alba y al crepúsculo,
han visto leones en la tumba de Finchhatton en las colinas. Un león y una leona han aparecido allí
y se quedan de pie o se echan en la tumba durante mucho tiempo. Después de que te fuiste el suelo
que rodea la tumba fue nivelado formando una especie de gran terraza. Supongo que el lugar
tan plano es un buen sitio para los leones. Desde allí pueden ver toda la pradera, el ganado,
y la casa que hay en ella. La baronesa pensó en ese momento que era justo que los leones fueran
hasta la tumba de Denis y la convirtieran en un monumento africano. La gente que había comprado
la granja se ofreció a dejar a la baronesa permanecer en la casa el tiempo que quisiera. La
baronesa vendió sus muebles pero, después de vender su cristalería, se arrepintió y le pidió
a la dama que la había comprado que anularan el trato. Los dedos y los labios de muchos amigos
la habían tocado. Le habían regalado vinos excelentes para beberlos en ella, retenía un
eco de las antiguas charlas de sobremesa y no quería compartirla. Los libros los empaquetó
en cajas y se sentaba o comía sobre ellos. La casa se convirtió en un lugar frío y espacioso,
lleno de ecos y la hierba del prado creció tanto que empezó a cubrir los peldaños de la escalera.
La baronesa decidió entonces el destino de sus caballos y de sus galgos.
El destino de mis aparceros me oprimía el corazón. Como la gente a quien había vendido mi granja
proyectaba quitar las plantas de café y dividir y vender la tierra para construir en ella,
no necesitaban a los aparceros y, tan pronto como el acuerdo entrar en vigor,
tenían un preaviso de seis meses para dejar la granja. Para los aparceros aquella era una
decisión inesperada y abrumadora porque habían vivido con la ilusión de que la tierra era suya.
Los nativos no podían, según la ley, comprar tierra y la baronesa no conocía a otra granja lo
bastante grande como para tomarlos como aparceros. Les dijo que se fueran a la reserva Kikuyu y que
encontraran allí una tierra. Entonces le pidieron a la baronesa que les ayudara y la baronesa comenzó
un largo peregrinaje que ocupó sus últimos meses en África. Como mensajera de los Kikuyu,
fue a los comisionados de distrito de Nairobi y en Kiambu, luego el departamento nativo y
a la Oficina de la Tierra, llegando al fin hasta el gobernador, ser Josef Bern.
Fueron los blancos los que convirtieron al país en un protectorado, pero no hay que olvidar que no
hace mucho tiempo, en un tiempo que se puede recordar aún, los nativos habían sido dueños de la tierra,
sin que nadie se la disputara y jamás habían oído hablar de los blancos y de sus leyes. Dentro
de la inseguridad general de su existencia, la tierra seguía siendo algo constante.
Al final, cuando la baronesa empezaba a creer que se pasaría toda su vida yendo y viniendo a Nairobi
y hablando en las oficinas gubernamentales, le informaron repentinamente de que su solicitud
había sido concedida. El gobierno estaba de acuerdo en conceder una parte de la reserva
forestal de Dagoretti a los aparceros de su granja. Allí podrían formar un asentamiento propio,
no lejos de su antiguo emplazamiento, y después de la desaparición de la granja podrían seguir
conservando sus rostros y sus nombres como comunidad. La noticia de esa decisión fue recibida en la
granja con una profunda emoción silenciosa. Al cabo de dos o tres días, el sentimiento de que había
terminado mi obra en el país se apoderó de mí y pensé que debía irme. Había terminado la
recolección de café, el molino estaba cerrado, la casa vacía y los aparceros tenían su tierra.
Las lluvias habían pasado y la nueva hierba crecía alta en las praderas y en las colinas.
Las personas de la granja que sintieron más la marcha de la baronesa fueron las ancianas Kikuyu,
que soportaban una vida dura y se habían encallecido mucho. Soportaban cualquier
enfermedad que mataba a los hombres, eran más salvajes que ellos y todavía más incapaces
de la facultad de admiración. Habían tenido muchos hijos y les habían visto morir. No tenían
miedo de nada. Llevaban cargas de leña con una correa por la frente para sujetarlas de 300 libras
tambaleándose bajo su peso, pero no estaban vencidas. Trabajaban en el duro terreno de sus
sambas, dobladas de sol a sol. Su corazón era firme como una piedra, se burlaban del miedo. Las
ancianas de la granja y la baronesa siempre fueron amigas. De esos últimos tiempos conservo
la imagen de una mujer Kikuyu, sin nombre porque yo no la conocía bien. Venía hacia mí por un
sendero en la pradera llevando sobre las espaldas una carga de las largas y pesadas varas que los
Kikuyus emplean en construir los techos de sus cabañas. Cuando nos encontramos se quedó muy
quieta, obstaculizándome el paso por el sendero, me miraba como una jirafa en una manada que te
encuentras en la llanura y que vive, siente y piensa de forma inconcebible para ti. Después de un
momento rompió a llorar. Las lágrimas corrían por su rostro como una vaca que se pone a romper
aguas en la llanura delante de ti. No dijo ni una palabra ni yo tampoco y al cabo de unos minutos
cedió el paso y nos separamos, caminando en direcciones opuestas. Cuando al fin llegó el día de marcharse,
la varonesa aprendió la extraña lección de que ocurren cosas en la vida que te es imposible
imaginar, sea de antemano o en los momentos en que se producen o después de recordarlas. Gustav Mor
llegó en su automóvil por la mañana temprano para ir a la estación de ferrocarril con la varonesa.
Estaba muy pálido y parpadeaba. Tomaron el té juntos en la mesa de la Piedra de Molino como habían
hecho muchas veces. Me despedí de cada uno de mis criados y cuando me marché a pesar de que habían
recibido cuidadosas instrucciones de que cerraran las puertas las dejaron abiertas de par en par. Era un
gesto típico de los nativos como si con ello quisieran decir que yo volvería o tal vez lo hicieron
para indicar que no existía razón para cerrar las puertas y quedaba igual dejarlas abiertas a todos
los vientos. Fará fue conduciendo a paso de camello por el camino y fuera de la vista de la casa. Se
detuvieron en el estanque y la varonesa se fumó un último cigar. Sirunga, que era epiléptico,
apareció para darle a la varonesa el último adiós. Cuando se metieron en los automóviles otra vez,
comenzó a correr tras ellos muy rápido. Corrió hasta donde el camino de la granja desembocaba en
la carretera. Se detuvo en la esquina, después de todo pertenecía a la granja. Se quedó allí y les
miró durante todo el tiempo que la varonesa siguió viendo el camino de la granja. Muchos de mis
amigos habían venido a la estación para despedirse de mí. Allí estaba Hugh Martin, triste y no
xalan. Y cuando vino a despedirse, vi a mi doctor Panglos de la granja como una figura solitaria
y heroica, con toda su soledad acuestas. Y fue como un símbolo de África. Se despidieron
afectuosamente. Lo habían pasado muy bien juntos y habían tenido muchas y sabias conversaciones.
Lorde Lamer estaba un poco más viejo, un poco más pálido y con el pelo más corto que cuando la
varonesa tomó el té con él en la Reserva Masai al ir allí con sus bueyes al principio de la guerra,
pero seguía siendo tan extraordinariamente cortés como antes. La mayoría de los somalís de Nairobi
estaban en el Andén. El viejo tratante de ganado Abdalá se acercó y le regaló una
sortija de plata con una turquesa para que le diera suerte. Bilea, el sirviente de Denis,
le dijo gravemente que presentara sus respetos al hermano de Suamo en Inglaterra.
Las mujeres somalís habían estado en la estación, pero al ver a tantos hombres
somalís juntos tuvieron vergüenza y se fueron. Gustav Mor le dio la mano cuando ya estaba en
el tren. Cuando el tren empezaba a moverse recuperó su equilibrio mental. Quería darle
ánimos con tanta fuerza que se sonrojó. Su rostro llameaba y sus ojos claros resplandecían al mirar
a la varonesa. En la estación Samburu de la línea bajé del tren mientras echaban agua a la máquina
y paseé con fara por el Andén. Desde allí, al suroeste, vi las colinas de Engón. La noble
ondulación de la montaña se alzaba sobre la tierra llana, toda azulada como el aire,
pero estaba tan lejos que los cuatro picos parecían insignificantes, apenas distinguibles y
muy diferentes a como se les veía desde la granja. La silueta de la montaña fue borrada
y nivelada lentamente por la mano de la distancia.
Y así les hemos contado Memorias de África de Karen Blixen. Hemos seguido la edición de
de bolsillo que incluye también sombras en la hierba con traducción de Barbara Maxxer,
Javier Altaza y Aquilino Duque. Gracias por estar ahí y gracias por leer. Un libro una hora en la
cadena ser. Un programa escrito y dirigido por Antonio Martínez Asensio con las voces de Eugenio
Barona y Charo Soria y la participación de Olga Hernán Gómez, Ambientación Musical de Mariano
Revilla, edición y montaje de sonido de Pablo Arevalo y en las redes Virginia Díaz Pacheco.
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Karen Blixen nació en Dinamarca en 1885 y murió en 1962. Utilizó el seudónimo de Isak Dinesen para firmar algunos de sus trabajos. Es la autora de 'Siete cuentos góticos', 'Cuentos de invierno', 'Vengadores angelicales', 'Sombras en la hierba' y 'Ehrengard'. 'Memorias de África' se publicó en 1937 y fue un éxito inmediato.