Un Libro Una Hora: 'El coronel no tiene quien le escriba', una excepcional novela sobre la angustia y la dignidad

Cadena SER Cadena SER 4/23/23 - Episode Page - 52m - PDF Transcript

Un Libro Una Hora, dirigido por Antonio Martínez Asensio.

Bienvenidos al podcast de Un Libro Una Hora.

En este episodio os vamos a contar el coronel No Tiene Quien Le Escriba de Gabriel García

Marquez. Gabriel García Marquez nació en Aracataca, Colombia en 1927 y murió en México en 2014.

Es una de las figuras más importantes e influyentes de la literatura contemporánea.

Ganó el Premio Nobel de Literatura en 1982.

Máxima figura del llamado Realismo Mágico es el autor de la Ojarasca 100 Años de Soledad

crónica de una muerte anunciada o el amor en los tiempos del cólera.

El coronel No Tiene Quien Le Escriba es la segunda novela de Gabriel García Marquez.

Se publicó en 1961.

Es un prodígio como cuenta una historia tan brutal con tan pocos medios de una forma

tan precisa y tan emocionante.

Vamos allá.

El coronel destapó el tarro del café y comprobó que no había más de una cucharadita.

Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso de tierra y con un cuchillo

raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las últimas

raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata.

Mientras espera a que hierva la infusión, el coronel experimenta una sensación como

de que nacen hongos y lírios venenosos en sus tripas.

Es octubre.

Una mañana difícil hasta para un hombre que como él ha sobrevivido a tantas mañanas

iguales.

Durante cincuenta y seis años, desde cuando terminó la última guerra civil, el coronel

no había hecho nada distinto de esperar.

Octubre era una de las pocas cosas que llegaban.

Su esposa ha sufrido una crisis de asma esa noche y ahora está medio dormida, pero se

incorpora para recibir la taza de café.

Le pregunta a su marido si él no va a tomar y el coronel miente diciendo que ella lo tomó,

que queda una cucharada grande.

En ese momento empiezan los redobles.

Al coronel se le había olvidado el entierro.

Mientras su esposa toma el café, descuelga a la maca en un extremo y la enrolla en el

otro detrás de la puerta.

La mujer piensa en el muerto mientras sigue sorbiendo el café en las pausas de su respiración

pedregosa.

Nació en 1922, exactamente un mes después de nuestro hijo, el 7 de abril.

Es una mujer construida apenas en cartilagos blancos sobre una espinador sálar queada

e inflexible.

Los trastornos respiratorios la obligan a preguntar afirmando.

Cuando termina su café, todavía está pensando en el muerto.

Debe ser horrible estar enterrado en octubre.

Su marido no le presta atención.

Abre la ventana.

Octubre se ha instalado en el patio y el coronel vuelve a sentir el mes haciago en los intestinos.

Su mujer le dice que es el invierno y que debería dormir con las medias puestas y el

coronel le contesta que ya lo hace.

Llove despacio pero sin pausas.

Aunque le gustaría quedarse en la cama envuelto en una manta de lana, el coronel recuerda

el entierro y entonces también se acuerda del gallo, amarrado a la pata de la cama,

un gallo de pelea.

Después lleva la taza a la cocina y de acuerdo en la sala a un reloj de péndulo montado

en un marco de madera labrada.

A diferencia del dormitorio, demasiado estrecho para la respiración de una astmática, la

sala era amplia, con cuatro mezcedoras de fibra en torno a una mesita con un tapete y un gato

de yeso.

En la pared opuesta la del reloj, el cuadro de una mujer entre tules rodeada de amorines

en una barca cargada de rosas.

Están las siete y veinte cuando el coronel acaba de dar cuerda al reloj.

Lleva al gallo a la cocina, lo amarra en un soporte de la ornilla, cambia el agua al

tarro y pone al lado un puñado de maíz.

Un grupo de niños penetró por la cerca de Esportillada.

Se sentaron en torno al gallo, a contemplarlo en silencio.

No miren más a ese animal, dijo el coronel.

Los gallos se gastan de tanto mirarlos.

Los niños no se alteraron, uno de ellos inició en la armónica los acordes de una canción

de moda.

No lo toques hoy, le dijo el coronel, hay muerto en el pueblo.

El niño guarda el instrumento en el bolsillo y el coronel se va al cuarto a vestirse para

el entierro.

La ropa blanca está sin planchar, de manera que el coronel tiene que decidirse por el

viejo traje de paño negro que, después de su matrimonio, solo usa en ocasiones especiales.

Le cuesta trabajo encontrarlo en el fondo del baúl, envuelto en periódicos y preservado

contra las polillas con bolitas de naftalina.

Su mujer, estirada en la cama, sigue pensando en el muerto.

Ya debe haberse encontrado con Agustín.

Puede ser que no le cuente la situación en que quedamos después de su muerte.

No es de ahora, están discutiendo de gallos.

Encuentra un viejo paraguas que ganó la mujer en una tómbola para recaudar fondos para

el partido del coronel.

Sentados bajo el paraguas, el coronel, su esposa y su hijo Agustín, que entonces tenía

ocho años, presenciaron el espectáculo hasta el final.

Ahora Agustín está muerto y el forro del paraguas está comido por las polillas.

Miran lo que ha quedado nuestro paraguas de payaso de circo.

Ahora solo sirve para contar las estrellas.

No está así, nos estamos pudriendo vivos.

El coronel no tiene espejo, así que se afeita el tacto y se viste en silencio.

Los pantalones le quedan casi tan ajustados como los calzoncillos largos.

La camisa está dura como un cartón, el cuello postizo está roto, así que renuncia a la

corbata.

Hace cada cosa como si fuera un acto trascendental.

Su esposa lo vio en ese instante, vestido como el día de su matrimonio.

Cuando entonces se advirtió cuánto había envejecido su esposo.

¿Estás como para un acontecimiento?

Este encierro es un acontecimiento, es el primer muerto de muerte natural que tenemos

en muchos años.

Escampa después de las nueve.

El coronel se dispone a salir cuando su esposa lo agarra por la manga del saco, le dice que

se peine.

Él trata de doblegar con un peine de cuerno las cerdas color de acero, pero es un esfuerzo

inútil.

Es un hombre árido de huesos sólidos articulados a tuerca y tornillo.

Por la vitalidad de sus ojos no parece conservado en formol.

Así estás bien.

Pregúntale al doctor si en esta casa le echamos agua caliente.

Viven en el extremo del pueblo, en una casa de techo de palma con paredes de caldes conchadas.

El coronel desciende hacia la plaza por un callejón de casas apelotonadas.

Al desembocar en la calle central se estremece al ver que el pueblo está tapizado de flores

hasta donde le alcanza la vista.

Sentadas a la puerta de las casas, las mujeres de negro esperan el entierro.

En la plaza comienza otra vez la lluvizna.

Aún no ha salido el entierro.

El coronel entra directamente a la casa para dar el pésame a la madre del muerto.

Lo primero que percibe es el olor de muchas flores diferentes.

Después empieza el calor.

El coronel entra hasta ver a la madre del muerto.

Le da el pesa.

Ella no volvió la cabeza.

Abrió la boca y lanzó un agullido.

El coronel se sobresaltó.

Se sintió empujado contra el cadáver por una masa de forma que estalló en un vibrante al herido.

Buscó apoyo con las manos pero no encontró la pared.

Había otros cuerpos en su lugar.

Alguien dijo junto a su oído despacio con una voz muy tierna.

Cuidado, coronel.

Volteo la cabeza y se encontró con el muerto.

Pero no lo reconoció porque era duro y dinámico.

Y parecía tan desconcertado como él.

Envuelto en trapos blancos y con el cornetín en las manos.

Salen a la calle casi empujones.

Alguien lo agarra por el brazo y le dice que se apure que lo estaban esperando.

Es Don Sabas, el padrino de su hijo muerto.

El único dirigente de su partido que escapó a la persecución política

y continúa viviendo en el pueblo.

La banda inicia la marcha funebre.

Don Sabas sostiene el paraguas.

Le pregunta al coronel por el gallo.

Pero un grito les interrumpe.

Es el alcalde en el balcón del cuartel.

El padre Ángel conversa gritos con él.

Y es que el entierro no puede pasar frente al cuartel de la policía.

Están en estado de sitio.

El cortejo cambia de sentido.

El coronel se siente mal en el cementerio.

Regresan por la misma calle.

Ha escampado.

Don Sabas se despide en la puerta de su casa.

Un edificio nuevo de dos pisos con ventanas de hierro forjado.

Y el coronel se dirigió a la suya.

Desesperado por abandonar el traje de ceremonias.

Volvió a salir un momento después a comprar en la tienda de la esquina

un tarro de café y media libra de maíz para el gallo.

Como cuentan en cendalibros,

el coronel no tiene quien le escriba,

fue escrita durante la estancia de Gabriel García Márquez en París,

a donde había llegado a mediados de los 50,

como corresponsal de prensa

y con la secreta intención de estudiar cine.

El cierre del periódico para el que trabajaba

le sumió en la pobreza mientras redactaba en tres versiones distintas

esta excepcional novela,

que luego fue rechazada por varios editores antes de su publicación.

El escritor uruguayo Mario Benedetti dijo,

creo, y más de una vez lo he afirmado,

que la obra maestra de García Márquez se llama

El Coronel No Tiene Quien Le Escriba.

No escampa en varios días,

pero octubre concede una tregua el viernes por la tarde.

Los compañeros de Agustín aprovechan la ocasión para examinar al gallo.

Está en forma.

El coronel vuelve al cuarto cuando se queda solo en la casa con su mujer.

Ella le pregunta a qué dicen

y el coronel le contesta que están entusiasmados,

que están ahorrando para apostarle al gallo.

Dicen que es el mejor del departamento y que vale como 50 pesos.

Tuvo la certeza de que ese argumento justificaba su determinación

de conservar el gallo.

Herencia del hijo acribillado nueve meses antes en la gallera

por distribuir información clandestina.

Es una ilusión que cuesta caro.

Cuando se acabe el maíz, tendremos que alimentarlo con nuestros hígados.

El coronel se tomó todo el tiempo para pensar

mientras buscaba los pantalones de drill en el ropero.

Es por pocos meses.

Ya se sabe con seguridad que hay peleas en enero.

Después podemos venderlo a mejor precio.

El coronel tiene prisa por salir por el correo que llega a los viernes.

La mujer le dice que los tabatos están para tirarlos a la basura

y le dice que siga con los botines de charol.

El coronel se siente desolado.

Dice que parecen zapatos de huérfano.

Nosotros somos huérfalos de nuestro hijo.

El coronel se dirige al puerto antes de que piten las lanchas.

Observa la maniobra de las lanchas desde el almacén del sirio Moisés.

La última es la lancha del correo.

El coronel la vea atracar con una angustiosa desazón.

15 años de espera han agudizado su intuición

y el gallo ha agudizado su ansiedad.

Persigue al administrador de correos por la calle.

El médico está esperando los periódicos en la oficina de correos.

Mi esposa le manda preguntar si en la casa le echaron agua caliente, doctor.

El médico es joven con rizos charolados y dientes perfectos.

Pregunta qué tal está su mujer y el coronel se lo cuenta

sin dejar de mirar los movimientos del administrador

que distribuye las cartas en las casillas clasificadas de forma indolente.

El médico recibe su correspondencia con los periódicos.

El coronel observa la casilla que le corresponde en el alfabeto.

Una carta aérea de bordes azules aumenta la tensión de sus nervios,

pero el administrador dice que no hay nada para el coronel.

El coronel se siente avergonzado.

No esperaba nada.

Yo no tengo quién me escriba.

Regresan en silencio.

El médico concentrado en los periódicos.

El coronel con su manera de andar habitual,

que parece la de un hombre que desanda el camino

para buscar una moneda perdida.

Es una tarde lúcida.

Empieza a anochecer cuando llegan a la puerta del consultorio.

El médico le da los periódicos al coronel.

Un poco después de las siete,

suenan en la torre las campanadas de la censura cinematográfica.

El padre Ángel utiliza ese medio

para divulgar la calificación moral de la película

de acuerdo con la lista clasificada que recibe todos los meses por correo.

La esposa del coronel cuenta 12 campanadas.

Mala para todos.

El mundo está corrompido.

Pero el coronel no hizo ningún comentario.

Antes de acostarse, amarró el gallo a la pata de la cama.

Cerró la casa y fumigó insecticida en el dormitorio.

Luego puso la lámpara en el suelo,

colgó la maca y se acostó a leer los periódicos.

Los lee por orden cronológico

y desde la primera página hasta la última, incluso los avisos.

A las once suena el clarín del toque de queda.

A las doce abre la puerta del patio y orina, acosado por los mosquitos.

Su esposa le pregunta si los periódicos dicen algo de los veteranos

y el coronel contesta que nada.

Amanece estragado.

Su mujer le dice que ha delirado de fiebre por la noche

y el coronel contesta que era otra vez el sueño de las telarañas.

El médico llega después del almuerzo

cuando el coronel y su esposa están tomando café en la cocina.

La mujer va al cuarto a prepararse para el examen.

Mientras, el médico le da al coronel tres pliegos dentro de un sobre.

Le dice que es lo que no decían los periódicos de ayer.

Le pide al coronel que lo haga circular.

La mujer le dice al médico que es el coronel el que tuvo fiebre ayer y no ella.

El coronel se sobresalta.

No, era fiebre.

Además, el día que me sienta mal no me pongo en manos de nadie.

Me voto yo mismo en el cajón de la basura.

Le pregunta al doctor cuánto le debe

y el doctor le contesta que ella le pasara una cuenta gorda cuando ganó el gallo.

El coronel se dirige a la asastrería a llevar la carta clandestina

a los compañeros de su hijo Agustín.

El calor de la tarde estimuló el dinamismo de la mujer.

Sentada entre las begonias del corredor junto a una caja de ropa inservible

hizo otra vez el eterno milagro de sacar prendas nuevas de la nada.

Hizo cuello de mangas y puños de tela de la espalda

y remiendos cuadrados perfectos, aún con retazos de diferente color.

Cuando vuelve el coronel, ella extiende una camisa fabricada con género de tres colores diferentes.

Salvo el cuello y los puños, que son del mismo color.

Le dice que en los carnavales le bastará con quitarse el saco.

El coronel conversa con los niños que al salir de la escuela han ido a contemplar el gallo.

Luego recuerda que no hay maíz para el día siguiente

y entra al dormitorio a pedir dinero a su mujer.

Ella le dice que cree que ya no quedan sino cincuenta centavos.

Guarda el dinero bajo la estera de la cama, anudado en la punta de un pañuelo.

Durante nueve meses han gastado ese dinero centavo a centavo

repartiéndolo entre sus propias necesidades y las necesidades del gallo.

Ahora solo hay dos monedas, de a veinte y una de a diez centavos.

Le dice que compre café, maíz y cuatro onzas de queso.

El coronel le contesta que no hay suficiente.

La mujer piensa que el gallo es un animal y puede esperar,

pero la expresión de su marido la obliga a reflexionar.

No es por mí.

Sí, de mí, defendieraría esta misma noche un sancocho de gallo.

Deve ser muy buena una indigestión de cincuenta pesos.

Lo que me preocupa es que esos pobres muchachos están ahorrando.

La mujer parece haber descubierto la clave para sostener la economía doméstica en el vacío.

Esa misma tarde, cuando los compañeros de Agustín abandonan la casa

haciendo cuentas alegres sobre la victoria del gallo,

también el coronel se siente en forma.

La mujer le corta el cabello y parece quitarle veinte años de encima.

Pero ya no queda en casa nada que vender, salvo el reloj y el cuadro.

El jueves por la noche la mujer manifiesta su inquietud ante la situación

y el coronel le dice que no se preocupe que al día siguiente llega el correo.

Al día siguiente espera las lanchas frente al consultorio del médico.

El administrador abrió el saco, entregó al médico el paquete de los periódicos.

Luego desgarró el sobre de la correspondencia privada,

verificó la exactitud de la remesa y leyó en las cartas los nombres de los destinatarios.

El médico se dispuso a leer dos cartas personales.

Pero antes de romper los sobres, miro al coronel.

Luego miro al administrador.

¿Nada para el coronel?

El coronel sintió el terror.

El administrador se echó el saco al hombro, bajó el andén y respondió sin volver la cabeza.

El coronel no tiene quien le escriba.

Como señala Juan Diego Quezada en el país,

Gabriel García Márquez reflejó en el coronel no tiene quien le escriba

la angustia por la subsistencia de un escombatiente de la guerra de los mil días.

Una contienda civil que se libró en Colombia a fines del siglo XIX e inicios del XX.

El escritor contaba siempre que se había inspirado en lo que le había ocurrido a su abuelo,

el coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía.

Lo que se guardó es que el abuelo murió antes de que saliera la ley que recompensaba a los veteranos

y fue en verdad la abuela, tranquilina y guarancotes,

la que se encargó de todo el papeleo, como han revelado dos investigadores colombianos.

El viernes siguiente vuelve a las lanchas y como todos los viernes regresa a su casa sin la carta esperada.

Esa noche su mujer le dice que ya han cumplido con esperar,

que se necesita tener esa paciencia de huey que él tiene para esperar una carta durante 15 años.

Hay que esperar el turno, nuestro número es el 1823.

Desde que estamos esperando ese número ha salido dos veces en la lotería.

El coronel piensa en su pensión de veterano, 19 años antes cuando el Congreso promulgó la ley,

se inició un proceso de justificación que duró ocho años,

luego necesitó seis años más para hacerse incluir en el escalazón.

Esa fue la última carta que recibió el coronel.

La mujer sale del mosquitero y extrae del armario un cofre de madera

con un paquete de cartas ordenadas por fecha y aseguradas con una cinta elástica.

Localiza un anuncio de una agencia de abogados que se compromete a una gestión activa de las pensiones de guerra.

Lo malo es que para el cambio de abogado se necesita dinero.

El sábado en la tarde el coronel va a visitar a su abogado,

que le dice que ya le advirtió que la cosa no era de un día para otro,

que sus agentes le escriben con frecuencia diciendo que no hay que desesperarse.

Todos mis compañeros se murieron esperando el correo, esto no es un álimos,

no se trata de hacernos un favor, nosotros nos rompimos el cuero para salvar la República.

El abogado se abrió de brazos.

Así es, coronel dijo. La ingratitud humana no tiene límites.

Entonces el coronel le dice que ha decidido cambiar de abogado.

El abogado le contesta que hasta el último centavo se ha gastado en diligencias.

Luego revuelve el despacho en busca del poder, le dice que tendrá que escribir a sus agentes para que anulen las copias.

El coronel dice que también necesita los documentos y el abogado le contesta que eso sí que es imposible.

El coronel se alarma.

Como tesorero de la revolución en la circunscripción de Macondo,

había realizado un penoso viaje de seis días con los fondos de la guerra civil

en dos baules amarrados al lomo de una mula.

Llevo al campamento de Neerlandia arrastrando la mula muerta de hambre,

media hora antes de que se firmara el tratado.

El coronel Aureliano Buendías, intendente general de las Fuerzas Revolucionarias en el Litoral Atlántico,

extendió el recibo de los fondos e incluyó los dos baules en el inventario de la rendición.

El coronel le recuerda que son documentos de un valor incalculable,

que hay un recibo escrito de su puño y letra del coronel Aureliano Buendía.

Pero el abogado argumenta que esos documentos han pasado por miles y miles de manos

en miles y miles de oficinas hasta llegar a quien sabe qué departamentos del ministerio de guerra.

Que ha habido siete presidentes y que cada presidente cambió por lo menos diez veces su gabinete

y que cada ministro cambió sus empleados por lo menos cien veces,

a lo que el coronel responde que cada nuevo funcionario debió encontrarlos en su sitio.

El abogado se desespera. Le dice que si esos papeles salen ahora del ministerio,

tendrán que someterse a un nuevo turno para el escalafón, que será cuestión de siglos.

No importa. El que espera lo mucho, espera lo poco.

Lleve toda la semana.

El 2 de noviembre, contra la voluntad del coronel, la mujer lleva flores a la tumba de Agustín.

Vuelve del cementerio con una nueva crisis diasma.

Es una semana dura, más dura que las cuatro semanas de octubre.

El médico habla solas con el coronel y prescribe un régimen especial para la enferma.

También el coronel sufre una recaída.

Agoniza muchas horas en el excusado, sudando hielo, sintiendo que se pudre

y se le cae a pedazos la flora de sus vísceras.

Pero cree firmemente que pasará el invierno y que estará vivo en el momento en el que llegue la carta.

A él le correspondió esta vez revendar la economía doméstica.

Tuvo que apretar los dientes muchas veces para solicitar crédito en las tiendas vecinas.

Es hasta la semana entrante. Decía sin estar seguro el mismo de que era cierto.

Es una platita que ha debido llegarme desde el viernes.

En la segunda quincena de noviembre el coronel piensa que el animal se morirá después de pasarse dos días sin maíz.

Entonces se acuerda de un puñado de habichuelas que colgó en julio sobre la ornilla.

Abre las vainas y pone al gallo un tarro de semillas secas.

Su mujer se incorpora en la cama y pronunciando las palabras con una precisión calculada

le dice que saque al gallo de la casa inmediatamente.

El coronel ha previsto aquel momento.

Lo espera desde la tarde en que acribillaron a su hijo y él decidió conservar el gallo.

Ha tenido tiempo de pensar. Le contesta que no vale la pena, que dentro de tres meses será la pelea

y entonces podrán venderlo a mejor precio.

No es cuestión de plata.

Cuando vengan los muchachos les dices que se lo lleven y hagan con él lo que les dé la gana.

Es por Agustín.

Imagínate la cara con que hubiera venido a comunicarnos la victoria del gallo.

La mujer piensa efectivamente en su hijo.

Grita que esos malditos gallos fueron su perdición,

que si el 3 de enero se hubiera quedado en la casa no lo hubiera sorprendido, la mala hora.

Me parece que lo estuviera viendo cuando salió con el gallo debajo del brazo.

Le advertí que no fuera a buscar una mala hora en la gallera

y él me mostró los dientes y me dijo,

cállate, que esta tarde nos vamos a podrir de plata.

La mujer caye extenuada.

El coronel la empuja suavemente hacia la almohada.

La mujer le dice que es pecado que se quiten el pan de la boca para echárselo a un gallo.

El coronel le seca la frente con la sábana y le dice

que si se fueran a morir de hambre ya se habría muerto.

Cuando el gallo frente al tarro vacío ve al coronel,

emite un monólogo gutural, casi humano, y echa la cabeza hacia atrás.

El coronel le mira con una sonrisa de complicidad.

La vida es dura, camarada.

La mujer le dice que pueden vender el reloj.

El coronel ya ha pensado en eso.

Ella dice que Álvaro el Sastre para quien trabajó a Agustín

y que compró la máquina de coser también podría darle 40 pesos.

El coronel se siente desgraciado.

Es como andar cargando el santo sepulcro.

Si me ven por la calle con semejantes caparates me sacan en una canción de Rafael Escalama.

Pero ella misma descuelga el reloj, lo envuelve en periódicos y se lo pone entre las manos.

El coronel se dirige a la sastrería pero se encuentra a los compañeros de Agustín sentados a la puerta.

Uno de ellos le ofrece un asiento.

Álvaro sale de la sastrería, un muchacho de formas duras, angulosas y ojos alucinados.

El coronel espera que Álvaro se quede solo para proponerle el negocio.

Al fin le preguntan qué lleva ahí.

El coronel miente diciendo que lleva el reloj al alemán para que se lo componga.

Y Germán, uno de los compañeros de Agustín, le dice que él se lo examina.

El coronel replica que no quiere molestarle pero Germán coja el reloj,

entra con él en la sastrería y poco después sale con él arreglado.

El coronel pregunta cuánto es y Germán le contesta que no se preocupe, que en enero paga el gallo.

En ese momento el coronel ve una oportunidad y les ofrece regalarles el gallo.

Les dice que para él es demasiada responsabilidad,

pero los chicos le dicen que lo importante es que sea él quien ponga en la gallera el gallo de Agustín.

A la nochecer, cuando entró a la casa con el envoltorio bajo el brazo, su mujer sufrió una desilusión.

Nada?

Pero ahora no importa, los muchachos se encargarán de alimentar el gallo.

Si bien en la Ojarasca su debut en la novela, García Márquez había plantado la semilla de su universo plenamente imaginativo.

En esta otra trató de acoplar más su vertiente periodística al que hacer narrativo,

construyendo un relato pleno de fuerza política.

Se trata también de una historia de injusticia y violencia.

Tras el barroquismo folneriano de la Ojarasca, el coronel no tiene quien le escriba,

supone un paso hacia la estesis, hacia la economía expresiva y el estilo del escritor se hace más puro y transparente.

El viernes, el coronel sale de su casa a las cuatro con el propósito de esperar el correo,

pero la lluvia lo obliga a refugiarse en la oficina de Don Sabas, que se está preparando para pincharse insulina.

Don Sabas le pregunta si es verdad que están inyectando al gallo y el coronel dice que sí, porque los entrenamientos empiezan la semana entrante.

Entonces Don Sabas le dice que lo que tendría que hacer es vender el gallo por 900 pesos.

Al coronel le sorprende la cifra.

Le pregunta a Don Sabas si cree que le darían eso y Don Sabas le contesta que no es que lo creas, sino que está absolutamente seguro.

Es la cifra más alta que el coronel ha tenido en su cabeza después de que restituyó los fondos de la revolución.

Cuando sale de la oficina de Don Sabas se dirige a la oficina de correos.

Estoy esperando una carta urgente, es por avión.

El administrador buscó en las casillas clasificadas.

Cuando acabo de leer, repuso las cartas en la letra correspondiente, pero no dijo nada.

Se sacudió la palma de las manos y dirigió al coronel una mirada significativa.

Tenía que llegarme hoy con seguridad, dijo el coronel.

El administrador se encogió de hombros.

Lo único que llega con seguridad es la muerte, coronel.

Su esposa lo recibe con un plato de mazamorra de maíz.

El coronel la come en silencio con largas pausas para pensar entre cada cucharada.

Sentada frente a él, la mujer advierte que algo ha cambiado en la casa, tal vez porque el coronel ha empezado a resignarse.

El coronel pregunta de dónde salió la comida y su mujer le cuenta que los muchachos le han traído tanto maíz que el gallo ha decidido compartirlo con ellos.

Así es la vida. El coronel mira el gallo amarrado en el soporte de la ornilla y esta vez le parece un animal diferente.

El gallo produce un sonido gutural que llega hasta el comedor como una sorda a conversación humana.

La mujer dice que a veces piensa que el gallo va a hablar.

El coronel dice que les va a dar para comer tres años.

La ilusión no se come.

No se come, pero alimenta.

El coronel duerme mal esa noche tratando de borrar cifras en su cabeza.

Al día siguiente, al almuerzo, la mujer sirve dos platos de mazamorra y consume el suyo con la cabeza baja, sin pronunciar una palabra.

El coronel se siente contagiado de un humor sombrío.

Cuando le pregunta qué le pasa, la mujer le dice que el muerto va a tener dos meses y todavía no ha dado el pésame.

Así que va a darlo esa noche.

El coronel la acompaña a la casa del muerto y luego se dirige al salón de cine atraído por la música de los altavoces.

Sigue vagando por los alrededores hasta que estallan truenos y relámpagos remotos.

Entonces vuelve a por su mujer, pero no la encuentra en la casa del muerto ni en la suya.

Falta muy poco para el toque de queda.

Cuando su mujer entra en casa, el coronel le pregunta dónde estaba y la mujer le contesta que se quedó hablando por ahí.

El coronel lleva el gallo al dormitorio, cuelga la maca, cierra la casa y fumiga la habitación.

Te comprendo.

Lo peor de la mala situación es que lo obliga a uno a decir mentiras.

Estaba donde el padre Ángel fui a solicitarle un préstamo sobre los anillos de matrimonio.

¿Y qué te dijo?

Que es pecado negociar con las cosas sagradas.

Hace dos días traté de vender el reloj.

A nadie le interesa porque están vendiendo a plazos unos relojes modernos con números luminosos.

Se puede ver la hora en la oscuridad.

El coronel piensa que cuarenta años de vida común, de hambre común, de sufrimientos comunes

no le han bastado para conocer a su esposa y siente que algo ha envejecido también en el amor.

Su mujer continúa diciendo que tampoco quiere en el cuadro.

El coronel se encuentra amargo.

De manera que ahora todo el mundo sabe que nos estamos muriendo de hambre.

Estoy cansada.

Los hombres no se dan cuenta de los problemas de la casa.

Varias veces he puesto a hervir piedras para que los vecinos no sepan que tenemos muchos días de no poner la olla.

Es una verdadera humillación.

Estoy dispuesta a acabar con los remilgos y las contemplaciones en esta casa.

Estoy hasta la coronilla de resignación y dignidad.

Veinte años esperando los pajaritos de colores que te prometieron después de cada elección

y de todo eso nos queda un hijo.

Nada más que un hijo muerto.

El coronel está acostumbrado a esa clase de recriminaciones.

Sólo contesta que ellos cumplieron con su deber.

Y la mujer le replica que ellos, a cambio, han ganado miles de pesos mensuales en el Senado durante veinte años.

Como su compadre Sabas, con una casa de dos pisos que no le alcanza para meter tanto dinero como tiene.

Un hombre que llegó al pueblo vendiendo medicinas con una culebra enrollada en el pescuazo.

Pero se está muriendo de diabetes.

Y tú te estás muriendo de hambre.

¿Para qué te convenzas que la dignidad no se come?

Se ve un gran relámpago y el trueno se despedaza en la calle,

entra al dormitorio y pasa rodando por debajo de la cama como un tropel de piedras.

La mujer salta hacia el mosquitero en busca del rosario mientras el coronel sonríe.

Eso te pasa por no frenar la lengua.

Siempre te he dicho que Dios es mi copartidario.

Pero en realidad se siente amargado.

Un momento después apaga la lámpara.

Se acuerda de Macondo.

El coronel esperó diez años a que se cumplieran las promesas de Enerlandia.

Luego abandonó Macondo en el tren de regreso.

Ha necesitado medio siglo para darse cuenta de que no ha tenido un minuto de sosiego después de la rendición de Enerlandia.

De pronto abre los ojos.

Y entonces no hay que pensarlo.

Mañana mismo se lo vendo a mi compadre Sabas por 900 pesos.

Al día siguiente el coronel tiene que esperar más de dos horas a que aparezca Don Sabas

mientras penetran en la oficina a través de la ventana los gemidos de los animales castrados

revueltos con los gritos de Don Sabas.

Decide marcharse justo cuando Don Sabas entra en la oficina seguido por un grupo de peones.

Pasa varias veces frente al coronel sin mirarlo.

Solo lo descubre cuando salen los peones.

Le dice al coronel que vuelve enseguida y lo hace acompañado de su capataz.

Abre la caja de caudales y le entrega al capataz un rollo de billetes junto con una serie de instrucciones.

El capataz descorre las persianas para contar el dinero.

El coronel está al fondo de la oficina.

Don Sabas no le hace caso.

Sigue conversando con el capataz y cuando el coronel harto se pone en pie Don Sabas le pregunta qué se le ofrece.

El coronel no quiere hablar delante del capataz pero Don Sabas le apremia.

Dice que no puede perder un minuto.

Permarece en suspenso con la mano apoyada en el pomo de la puerta.

El coronel siente pasar los cinco segundos más largos de su vida.

Aprieta los dientes.

Es pasar la cuestión del gallo.

Entonces Don Sabas acabó de abrir la puerta.

La cuestión del gallo.

Repitió sonriendo y empujó al capataz hacia el corredor.

El mundo cayéndose y mi compadre pendiente de ese gallo.

Don Sabas le dice de nuevo que vuelve enseguida.

El coronel permanece inmóvil en el centro de la oficina hasta que deja de oír las pisadas de los dos hombres en el extremo del corredor.

Después sale a caminar por el pueblo paralizado en la siesta dominical.

No hay nadie en la sastrería.

El consultorio del médico está cerrado.

Nadie vigila la mercancía expuesta en los almacenes de los sirios.

El río es una lámina de acero.

Un hombre duerme en el puerto sobre cuatro tambores de petróleo.

El rostro protegido del sol por un sombrero.

El coronel se dirige a su casa con la certidumbre de ser la única cosa móvil en el pueblo.

La mujer lo espera con un almuerzo completo.

Hice un fiado con la promesa de pagar mañana temprano.

Durante el almuerzo el coronel le contó los incidentes de las tres últimas horas.

Ella lo escuchó impaciente.

Lo que pasa es que a ti te falta carácter.

Te presentas como si fueras a pedir una limosa cuando debías llegar con la cabeza levantada

y llamar aparte a mi compadre y decirle, compadre, he decidido venderle el gallo.

La mujer tiene una actitud enérgica.

Aquella mañana ha puesto la casa en orden y está vestida de una manera insólita

con los viejos zapatos de su marido, un delantal de ule y un trapo amarrado en la cabeza con dos nudos en las orejas.

El coronel descubre algo divertido en su figura.

Le pide que se quede quieta un momento.

Le dice que es idéntica al hombrecito de la avena Kaker.

Ella se quita el trapo de la cabeza y le dice que está hablando en serio

y que si hubiera ido a ella seguro que hubiera vuelto con los 900 pesos.

Y es que la mujer ha dedicado la mañana a organizar mentalmente el programa de tres años sin lagonía de los viernes.

Ha preparado la casa para recibir los 900 pesos.

Ha hecho una lista de las cosas esenciales de las que carecen, sin olvidar un par de zapatos nuevos para el coronel.

Ha destinado en el dormitorio un sitio para el espejo.

Así, la frustración de sus proyectos le produce una confusa sensación de vergüenza y resentimiento.

El coronel había decidido entre el gallo esa misma tarde.

Pensó en Don Savas, solo en su oficina, preparándose frente al ventilador eléctrico para la inyección diaria.

Tenía prevista sus respuestas.

Lleva el gallo. La cara del santo hace el milagro.

El coronel se opuso. Ella lo persiguió hasta la puerta de la calle con una desesperante ansiedad.

No importa que esté la tropa en su oficina.

Lo agarras por el brazo y no lo dejas moverse hasta que no te dé los 900 pesos.

Van a creer que estamos preparando un asalto.

Acuérdate que tú eres el dueño del gallo. Acuérdate que eres tú quien va a hacerle el favor.

Don Savas está con el médico en el dormitorio.

La mujer de Don Savas le dice que aproveche ahora porque el doctor lo está preparando para viajar a la finca y no vuelve hasta el jueves.

El coronel se debate entre dos fuerzas contrarias.

A pesar de su determinación de vender el gallo, en realidad querría haber llegado una hora más tarde para no encontrar a Don Savas.

La mujer de Don Savas lo conduce al dormitorio, donde está su marido sentado en la cama, en calzoncillos, mirando fijamente al médico.

El coronel espera hasta que el médico calienta el tubo de vidrio con la orina del paciente,

olfatea el vapor y hace a Don Savas un signo aprobatorio.

Don Savas empieza a vestirse.

En el momento de ponerse las botas, se dirige al coronel intempestivamente.

Le pregunta qué pasa con el gallo.

El coronel se da cuenta de que también el médico está pendiente de su respuesta.

Aprieta los dientes y le dice que viene a vendérselo.

Don Savas le contesta sin emoción, que es la cosa más sensata que se le podía ocurrir.

Yo ya estoy muy viejo para estos enredos. Si tuviera 20 años menos sería diferente.

Don Savas le dice que tiene un cliente que quizá le dé 400 pesos, pero tienen que esperar hasta el jueves.

El médico dice que ha oído que vale mucho más.

El coronel aprovecha para recordar a Don Savas la cifra de 900 pesos.

Dice que es el mejor gallo de todo el departamento.

Don Savas responde al médico que en otro tiempo cualquiera hubiera dado mil,

pero ahora nadie se atreve a soltar un buen gallo, que siempre hay el riesgo de salir muerto a tiros en la gallera.

El coronel se queda sola con Don Savas, que abre la caja fuerte, se mete dinero en todos los bolsillos y le da 60 pesos al coronel.

Le dice que cuando se vende al gallo arreglarán cuentas.

La esposa del coronel sale de compras esa noche.

Busca enseguida los muchachos y dile que el gallo está vendido. No hay que dejarlos con la ilusión.

El gallo no estará vendido mientras no venga mi compadre Savas.

El coronel encuentra Álvaro jugando a la ruleta en el salón de Villares.

Álvaro se obstina en perder en el 23.

El coronel observa que el 11 sale cuatro veces en nueve vueltas y se lo dice Álvaro.

Álvaro saca dinero del bolsillo del pantalón y con el dinero una hoja de papel.

La hoja de papel se la da el coronel por debajo de la mesa.

El coronel la guarda en el bolsillo.

Álvaro apuesta fuerte al 11.

El coronel se siente oprimido.

Por primera vez experimenta la fascinación, el sobresalto y la amargura del azar.

Sale el cinco.

El coronel avergonzado le pide perdón.

Álvaro sonríe sin mirarlo.

De pronto se interrumpe la música.

Los jugadores se dispersan con las manos en alto.

El coronel siente a sus espaldas el crujido seco articulado y frío de un fusil al ser montado.

Ha caído en una batida de la policía con la hoja clandestina en el bolsillo.

Dio media vuelta sin levantar las manos.

Y entonces vio de cerca por la primera vez en su vida al hombre que disparó contra su hijo.

Estaba exactamente frente a él con el cañón del fusil apuntando contra su vientre.

Era pequeño, ha indiado, de piel curtida y exalaba un tufo infantil.

El coronel apretó los dientes y apartó suavemente con la punta de los dedos el cañón del fusil.

Permiso, dijo.

Se enfrentó a unos pequeños y redondos ojos de murciélago.

En un instante se sintió tragado por esos ojos, triturado, digerido e inmediatamente expulsado.

Pase usted, coronel.

El blog suce de leyendo.com señala que resulta brumadora la vigencia del coronel no tiene quien le escriba.

Que se desarrolla mediados del siglo pasado en un poblado costero de Sudamérica sin nombre.

Y se convierte en la entumecida y envolvente representación de ese limbo de desamparo social

al que quedan condenados aquellos que, tras años de cumplir con algún trabajo,

han cumplido los compromisos de retiro bociferados por un sistema indolente y de memoria corta.

El coronel apenas se sostiene por la esperanza de la llegada de una carta que haga válida la pensión prometida,

lo que le empuja periódicamente a esperar al empleado del servicio de correo en el muelle,

casi como si de un mendigo se tratara.

El coronel no necesita abrir la ventana para identificar a diciembre.

Lo descubre en sus propios huesos, cuando pica en la cocina las frutas para el desayuno del gallo.

Su esposa se queda en la cama hasta las nueve.

Cuando aparece en la cocina el coronel ha puesto orden en la casa y conversa con los niños en torno al gallo.

El gallo está listo para los entrenamientos.

El cuello y los muslos pelados y cárdenos, la cresta rebanada.

Ha adquirido una figura escueta, un aire indefenso.

El coronel le dice a su mujer cuando se van los niños que se asome la ventana y se olvida del gallo,

que en una mañana así dan ganas de sacarse un retrato.

Ella se asoma a la ventana, pero su rostro no revela ninguna emoción.

Me gustaría sembrar las rosas.

Si quieres sembrar las rosas, sembrálas.

Se las come los puercos.

Mejor deben ser muy buenos los puercos engordados con rosas.

El coronel se siente bien.

Sufre una contrariedad tratando de ponerse los zapatos nuevos,

pero después de intentarlo varias veces comprende que es un esfuerzo inútil y se pone los botines de Charol.

Sale a la calle estimulado por el presentimiento de que esa tarde llegará la carta.

Como aún no es la hora de las lanchas, espera a Don Sabas en su oficina,

pero le dicen que Don Sabas no llegará hasta el lunes.

No se desespera a pesar de que no ha previsto ese contratiempo.

Se dice que tarde o temprano tiene que venir y se dirige al puerto.

Allí descubre el circo.

Reconoce la carpa remendada en el techo de la lancha del correo entre un montón de objetos de colores.

Busca las fieras entre las cajas apelotonadas sobre las otras lanchas, pero no las encuentra.

Siguió al administrador a través de los bazares del puerto hasta la plaza.

Allí lo sorprendió el turbulento clamor de la callera.

Alguien, al pasar, le dijo algo de su gallo.

Solo entonces recordó que era el día fijado para iniciar los entrenamientos.

Pasó de largo por la oficina de correos.

Un momento después estaba sumergido en la turbulenta atmósfera de la gallera.

Vio su gallo en el centro de la pista, solo indefenso.

Las espuelas envueltas en trapos, con algo de miedo evidente en el temblor de las patas.

El adversario es un gallo triste y ceniciento.

El coronel no experimenta ninguna emoción.

Se produce una sucesión de asaltos iguales,

una instantánea trabazón de plumas y patas y pescuezos en el centro de una alborotada ovación.

Despedido contra las tablas de la barrera, el adversario da una vuelta sobre sí mismo y regresa al asalto.

Su gallo no ataca, rechaza cada asalto y vuelve a caer exactamente en el mismo sitio.

Pero ahora sus patas no tiemblan.

Germán salta a la barrera, lo levanta con las dos manos y lo muestra al público.

Hay una explosión de aplausos y gritos.

El coronel nota la desproporción entre el entusiasmo de la ovación y la intensidad del espectáculo.

Una multitud exaltada se precipita por las graderías hacia la pista.

Es toda la gente nueva del pueblo.

Entonces el coronel salta a la barrera, se abre paso a través de la multitud

y se enfrenta a los tranquilos ojos de Germán.

Se miran sin parpadear.

El coronel le quitó el gallo.

Buenas tardes, murmuró.

Y no dijo nada más porque lo estemeció la caliente y profunda palpitación del animal.

Pensó que nunca había tenido una cosa tan viva entre las manos.

Usted no estaba en la casa, dijo Germán perplejo.

El coronel sale a la calle con el gallo bajo el brazo.

Todo el pueblo sale a verlo pasar seguido por los niños de la escuela.

Un negro gigantesco trepado en una mesa y con una culebra enrollada en el cuello

en de medicina sin licencia, en una esquina de la plaza.

Pero cuando pasa el coronel con el gallo, la atención se desplaza hacia él.

Nunca ha sido tan largo el camino de su casa.

Puso la tranca y se dirigió directamente a la cocina.

Su mujer salió exfixiándose del dormitorio.

Se lo llevara una la fuerza.

Les dije que el gallo no saldría de esta casa mientras yo estuviera viva.

El coronel amarró el gallo al soporte de la ornilla.

Cambió el agua al tarro perseguido por la voz frenética de la mujer.

Dijeron que se lo llevarían por encima de nuestros cadáveres.

Dijeron que el gallo no era nuestro, sino de todo el pueblo.

El coronel dice calmadamente que hicieron bien

y luego, registrándose los bolsillos, agrega con una especie de insondable dulzura.

El gallo no se vende.

Ella lo sigue hasta el dormitorio.

El coronel extraide el ropero un rollo de billetes,

lo junta al que tiene en los bolsillos, cuenta el total y lo guarda en el ropero.

Dice que hay 29 pesos para devolver a Don Savas

y que el resto se le pagará cuando llegue la pensión.

¿Y si no viene?

Vendrá.

¿Pero si no viene?

Entonces no se le paga.

Mete los tapatos nuevos en su caja y le dice a su mujer que los devuelva,

que son 13 pesos más para Don Savas.

Se acuestan sin comer.

El coronel espera que su esposa termine el rosario para apagar la lampara,

pero no puede dormir.

Oye las campanas de censura cinematográfica

y tres horas después el toque de queda.

El coronel tiene aún los ojos abiertos cuando ella habla con una voz reposada, conciliatoria.

Le pide que recapacite, pero el coronel contesta que no hay nada que recapacitar.

No estamos en condiciones de hacer esto.

Ponte a pensar cuántos son 400 pesos juntos.

Ya falta poco para que venga la pensión.

Estás diciendo lo mismo desde hace 15 años.

Por eso ya no puede demorar mucho más.

Tengo la impresión de que esa plata no llegará nunca.

Cuando el coronel despierta, el sol está alto.

Su mujer duerme.

Repite metódicamente sus movimientos matinales y espera a su esposa para desayunar.

Ella se levanta, impenetrable.

Se dan los buenos días y se sientan a desayunar en silencio.

El coronel pasa toda la mañana en la sastrería.

A la una vuelve a la casa y encuentra a su mujer remendando entre las begonias.

Le dice al coronel que no hay almuerzo.

El coronel se encoge de hombros.

Se pone a tapar los portillos de la cerca del patio para evitar que los niños entren a la cocina.

Cuando regresa al corredor, la mesa está servida.

La mujer está intentando no llorar.

Al coronel le preocupa.

La muerte de su hijo no le arrancó una lágrima.

Eres un desconsiderado.

Eres caprichoso, terco y desconsiderado.

Toda una vida comiendo tierra para que ahora resulte que merezco menos consideración que un gallo.

Es distinto.

Es lo mismo.

Debías darte cuenta de que me estoy muriendo.

Que esto que tengo no es una enfermera, sino una agonía.

Si el doctor me garantiza que vendiendo el gallo se te quita el asma, lo vendo enseguida.

Pero si no, no.

Esa tarde lleva al gallo a la gallera.

De regreso encuentra su esposa al borde de la crisis.

Se pasea a lo largo del corredor, el cabello suelto a la espalda a los brazos abiertos

buscando el aire por encima del sirvido de sus pulmones.

Se acuesta sin dirigirse a su marido.

Después del toque de queda, el coronel apaga la lámpara,

pero su mujer le dice que no quiere morirse en las tinieblas.

El coronel empieza a sentirse agotado.

Le gustaría dormir de un tirón 44 días y despertarse el 20 de enero a las 3 de la tarde,

en la gallera y en el momento exacto de soltar el gallo.

Es la misma historia de siempre.

Nosotros ponemos el hambre para que coman los otros.

Es la misma historia desde hace 40 años.

Todo el mundo ganará con el gallo, menos nosotros.

Somos los únicos que no tenemos ni un centavo para apostar.

El dueño del gallo tiene derecho a un 20%.

También tenías derecho a que te dieran un puesto

cuando te ponían a romperte el cuero en las elecciones.

También tenías derecho a tu pensión de veterano

después de exponer el pellejo en la guerra civil.

Ahora todo el mundo tiene su vida asegurada

y tú estás muerto de hambre completamente solo.

No estoy solo.

Al coronel le vence el sueño.

Su mujer sigue hablando.

Se pasea por la sala en tinieblas.

Cuando el coronel se despierta

ella aparece en la puerta espectral.

Le dice que lo único que se puede hacer es vender el gallo.

El coronel le contesta que también se puede vender el reloj o el cuadro.

Pero la mujer dice que eso no lo compran.

El coronel trata de tener los ojos abiertos

pero lo que branta el sueño.

Cae hasta el fondo de una sustancia sin tiempo y sin espacio

donde las palabras de su mujer tienen un significado diferente.

Hasta que su mujer les acude por el hombro.

La ventana se recorta en la claridad verde del domingo.

El coronel piensa que tiene fiebre.

Le arden los ojos y tiene que hacer un gran esfuerzo

para recobrar la lucidez.

¿Qué se puede hacer si no se puede vender nada?

Entonces ya será 20 de enero.

El 20% lo pagan esa misma tarde.

Si el gallo gana, pero si pierde

no se te ha ocurrido que el gallo pueda perder.

Es un gallo que no puede perder.

La mujer se desespera.

Le pregunta que mientras tanto qué comen

y agarra el coronel por el cuello de franela

lo sacude con energía.

Dime, qué comemos?

El coronel necesitó 75 años.

Los 75 años de su vida.

Minuto a minuto para llegar a ese instante.

Se sintió puro, explícito, invencible

en el momento de responder.

Mierda.

Y así les hemos contado

el coronel no tiene quien le escriba

de Gabriel García Márquez.

Hemos seguido la edición de la editorial de Bolsillo.

Gracias por estar ahí y gracias por leer.

Un libro, una hora, en la cadena ser.

Un programa escrito y dirigido por Antonio Martínez Asensio.

Con las voces de Eugenio Barona y Elena de Maestu.

Y la participación de Olga Hernan Gómez.

Ambientación musical de Mariano Revilla.

Edición y montaje de sonido de Pablo Arevalo.

Y en las redes Virginia Díaz Pacheco.

Cadena ser.

La radio.

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Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia, 1927 - México,  2014) es una de las figuras más importantes e influyentes de la literatura contemporánea. Ganó del Premio Nobel de Literatura en 1982. Máxima figura del llamado 'realismo mágico', es el autor de 'Cien años de soledad', 'El coronel no tiene quien le escriba', 'Crónica de una muerte anunciada' o 'El amor en los tiempos del cólera'. 'El coronel no tiene quien le escriba', publicada en 1961, es su segunda novela.