Un Libro Una Hora: 'El amante de Lady Chatterley', una novela perturbadora

Cadena SER Cadena SER 9/10/23 - Episode Page - 55m - PDF Transcript

Todos estamos de acuerdo en que no hay espacio en nuestras vidas para la

basura. Juntos podemos crear una California libre de basura.

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Mensaje traído a ti por Caltrans.

Un Libro Una Hora, dirigido por Antonio Martínez Asensio.

Bienvenidos al podcast de Un Libro Una Hora. En este episodio os vamos a contar

el amante de Lady Chatterley, de D. H. Lawrence.

David Herbert Lawrence nació en Eastwood, Nottingham, en 1885.

Fue uno de los escritores más controvertidos de la literatura británica del pasado siglo.

Sus novelas fueron sistemáticamente prohibidas o censuradas, tildadas de pornográficas

por su descripción de las relaciones amorosas y de la sexualidad

como forma de conocimiento inmediato. Es el autor de, entre otras, hijos y amantes,

mujeres enamoradas, la serpiente emplumada y de una gran obra poética,

obras de teatro, ensayos y relatos, como la Virgen y el Gitano.

Murió en Vaunes, Francia, muy joven, con apenas 45 años, en 1930.

El amante de Lady Chatterley se publicó en 1928 y fue un escándalo inmediato.

La novela fue censurada y hasta 1960 no se permitió su publicación en su versión íntegra

en el Reino Unido. Es una novela perturbadora, pero no tanto por las escenas sexuales

como por las emociones y los sentimientos que muestra, por la meticulosidad,

su realismo y su profundidad. Vamos allá.

La nuestra es una época esencialmente trágica. Por eso nos negamos a tomarla trágicamente.

El cataclismo ya ha ocurrido. Nos encontramos entre ruinas.

Comenzamos a construir nuevos y pequeños lugares en que vivir.

A tener nuevas y pequeñas esperanzas es un trabajo duro.

No tenemos ante nosotros un camino llano que conduzca al futuro,

pero evitamos o superamos los obstáculos. Tenemos que vivir.

Por muchos que sean los cielos que hayan caído sobre nosotros.

Esta es más o menos la postura adoptada por Constance Chatterley.

La guerra ha derrumbado el techo sobre su cabeza.

Se casó con Clifford Chatterley en 1917. Su luna de miel duró un mes.

Luego Clifford volvió a Flandes a la guerra para ser devuelto de nuevo en Inglaterra

seis meses más tarde, casi totalmente destrozado.

Constance tenía 23 años y el 29. Clifford no murió.

Estuvo dos años en manos de los médicos.

La mitad inferior de su cuerpo de la cintura hacia abajo quedó paralizada para siempre.

No podría tener hijos. Clifford y Constance volvieron a su hogar.

Rugby Hall, la casa solariega de la familia Clifford.

El padre de Clifford había muerto y éste era ahora Baron Sir Clifford.

Clifford y Constance era Lady Chatterley.

Con ingresos insuficientes comenzaron la vida hogareña y matrimonial en la mansión de los Chatterley.

Clifford no se sentía realmente hundido.

Podía trasladarse de un lado a otro de la casa en una silla de ruedas

y tenía otra dotada de motor con la que podía pasear despacio por el jardín

así como por el parque bello y melancólico del que estaba realmente orgulloso,

aunque fingía contemplarlo con irónico desprecio.

Ha estado tan cerca de perder la vida que cuanto de ella le queda tiene para él un gran valor.

Está orgulloso de seguir vivo, pero algo ha muerto en su interior.

Hay en él un vacío de insensibilidad.

Constance, a la que todos llaman Connie, es una muchacha lozana

con aire de campesina suave, cabello, castaño, cuerpo robusto y lentos movimientos,

rebosante de insólitas energías.

Tiene los ojos grandes con expresión interrogativa y la voz suave y dulce.

Su padre es el viejo Sir Malcolm Red, famoso miembro de la Real Academia

y su madre fue una culta fabiana,

esa sociedad fundada con el fin de promover un socialismo moderado.

Por haber vivido entre artistas y socialistas cultos,

Connie y su hermana Hilda han gozado de una educación estéticamente alejada de convencionalismos.

Han estado en París, Florencia y Roma para empaparse de arte

y en Laya y Berlín en las convenciones socialistas.

Desde muy temprana edad ninguna de las dos muchachas

se ha sentido atemorizada ante el arte o la política.

A la edad de 15 años habían sido enviadas a Dresde para estudiar música, entre otras cosas.

Y allí se habían divertido.

Vivieron en plena libertad mezcladas con los restantes estudiantes.

Discutieron con hombres de más filosóficos, sociológicos y artísticos

y lo hicieron con tanta brillantez como los hombres y en ocasiones mejor por ser mujeres.

A los 18 años, tanto Hilda como Connie habían tenido ya sus primeras aventuras amorosas.

Para ellas lo importante era la consecución de una absoluta, perfecta, pura y noble libertad

y liberarse de los viejos y sórdidos vínculos y sujecciones.

La sexualidad constituía uno de los más antiguos.

Lo lamentable era que los hombres iban muy rezagados con respecto a la mujer en esta cuestión.

Insistían en la sexualidad igual que perros y la mujer tenía que ceder.

Ninguna de las dos se enamoró jamás de un muchacho con el que no tuviera una gran afinidad en el trato verbal.

Es decir, con el que la conversación no fuera profundamente interesante para ambos.

Volvieron a casa de sus padres cuando estalló la guerra.

Hilda se casó con un hombre 10 años mayor que ella con bastante dinero.

Connie se dedicó a un trabajo de guerra y conoció a Clifford Chatterley.

D. H. Lawrence es indudablemente uno de los escritores británicos más relevantes del siglo XX,

con una obra que desde sus primeras ediciones fue tan bien aceptada por el gran público

como objeto de lealtades apasionadas y críticas fervientes por parte de los estudiosos de la literatura.

Pero Lawrence no solo tuvo que aceptar, como tantos otros,

la adaptación de su manera de escribir a las normas de estilo editoriales,

sino la reiterada censura de unos textos que por ser calificados de obscenos,

sino directamente pornográficos, podían llegar a ser fuente de problemas legales.

A finales de la década de los 80 del siglo XX,

Cambridge University Press acometió la tarea de editar la obra real de Lawrence,

aquella que le hubiera reconocido como auténtico producto de su genio,

intentando restaurar al máximo no solo los párrafos censurados impunemente,

sino la puntuación original del autor.

La casa de Crockby era un viejo edificio bajo y alargado, de piedra arenisca,

cuya construcción comenzó a mediados del siglo XVIII al que se añadieron otros cuerpos

hasta que adquirió cierto aspecto de jaula de conejos con poca distinción arquitectónica.

Se alzaban un terreno elevado, en un viejo y notablemente bello parque poblado de Robles,

pero por desdicha, se veía, no muy lejos, la chimenea de la mina de Tevershal lanzando nubes de vaporium.

Connie está acostumbrada a Kensington, a las Corinas de Escocia,

pero con el estoicismo propio de los jóvenes, se hace cargo de la fealdad de aquellas tierras de carbón y hierro.

Desde Crockby, oye el metálico rumor de la criba en la mina, el resoplido de la máquina de extracción de mineral,

el traqueteo de las vagonetas y el ronco y breve silbido de las locomotoras.

Clifford asegura que Rockby le gusta más que Londres.

Rockby Hall y el pueblo de Tevershal no mantienen ningún tipo de relaciones.

En absoluto, Clifford ignora a la gente del pueblo, y Connie pronto aprende a comportarse igual.

En su invalidez, Clifford se ha vuelto retraído y tímido, sólo trata con los miembros de su servidumbre.

Connie y Clifford se sienten unidos el uno al otro, aunque se tratan de manera distante, propia de los tiempos modernos.

Sin embargo, Clifford vivía en absoluta dependencia de Connie, la necesitaba en todo momento.

A pesar de ser corpulento y fuerte, no podía valerse por sí mismo.

En silla de ruedas iba de un lado para otro, y con la otra silla de ruedas, dotada de motor, podía pasear despacio por el parque,

pero si se encontraba solo estaba perdido. Necesitaba la presencia de Connie para darse cuenta de su propia existencia.

Pero Clifford es ambicioso. Escribe relatos centrados en personas a las que ha conocido, piezas literarias inteligentes con cierto resentimiento.

Al principio, la nueva actividad de Clifford entusiasma a Connie, en cuanto a vida física, sencillamente no tienen.

Comparte en Rockbeek con una ama de llaves que lleva 40 años allí y una nueva cocinera que ha estado al servicio de Clifford en el Piso de Londres.

De vez en cuando, la hermana de Clifford les visita así como el padre de Connie, que en una breve visita le dice a su hija en privado

que la literatura de Clifford es elegante, pero carece de contenido.

Y durante el segundo invierno de Connie en Rockbeek, su padre le dice que espera que las circunstancias no la obliguen a ser una semivirgen.

Y le dice a Clifford que Connie se está convirtiendo en una chica seca, angulosa. Clifford no tiene valor suficiente para hablar con Connie de esto.

Sus relaciones con ella eran al mismo tiempo demasiado íntimas e insuficientemente íntimas para hacerlo.

Mentalmente estaban los dos muy unidos, pero en el aspecto corporal no existían el uno para el otro.

Y ninguno de los dos osaba sacar a relucir el corpus delicti. A pesar de la gran intimidad no estaban en contacto.

Clifford cuenta con un buen número de conocidos y los invita a menudo a Rockbeek.

Connie se comporta con ellos en su mayoría hombres como la esposa de la anfitrión, la dueña de la casa.

No mantiene con ellos ninguna relación real. Y así pasa el tiempo. Nada ocurre.

Connie y Clifford viven en sus ideas y en los libros de Clifford, pero Connie siente una creciente inquietud que al igual que una locura va tomando posesión de ella.

Algo se agita en el interior de su cuerpo, en su útero, en un lugar indeterminado.

Siente el impulso de arrojarse al agua y huir nadando de aquella agitación, de aquella enloquecida inquietud.

Adelgaza rápidamente. Se siente obligada a huir de la casa, a huir de todos.

El bosque se convierte en su refugio y santuario.

Vagamente Connie reconocía ante sí misma que en cierta manera se estaba desintegrando.

Vagamente sabía que había perdido el contacto, había perdido la conexión con el mundo de la sustancia y de la vida.

Sólo la tenía con Clifford y con sus libros que no existían, que nada contenían.

De un vacío a otro vacío. Su padre volvió a aconsejarle.

Connie, ¿por qué no buscas un amigo? No sabes el bien que te haría.

Aquel invierno, Michaelis, pasa unos días en rugby.

Es un joven irlandés que ha ganado una considerable fortuna en Norteamérica con sus obras teatrales.

Nadie supera a Michaelis en desvergüenza.

Tiene 30 años y se encuentra en un difícil momento de su carrera porque la sociedad inglesa le rechaza.

Pero hay algo en Michaelis que gusta Connie y Michaelis se da cuenta.

Se siente terriblemente atraída por algo que mana de él.

Se trata de una atracción que amenaza su equilibrio.

Una mañana Connie le cita en su salita a la hora del desayuno.

Tienen una conversación interesante sobre la soledad y el matrimonio.

Michaelis le pide en un momento si puede cogerle las manos.

Luego se levanta, se arrodilla ante ella, le coge los pies con ambas manos juntándolos y hunde la cara en su regazo.

Connie quedó totalmente deslumbrada, como cegada.

Fija la vista tontada en la imagen tierna de la nuca de Michaelis,

sintiendo la cara desdepresionando sus muslos.

En su estado de ardiente abandono, Connie no pudo evitar poner la mano

en el gesto de ternura y compasión en la indefensa nuca de Michaelis.

Y este tembló en un súbito estremecimiento.

Entonces Michaelis levantó la vista y miró a Connie

con aquella mirada de llamada, de terrible atracción, de sus ojos alientes, brillantes.

Connie era absolutamente incapaz de resistir a aquello.

Su pecho rebosaba ansias inmensas de corresponder y sentía que debía darle cualquier cosa a todo.

Como amante, Michaelis se comporta como un ser extraño, dulce, muy dulce con la mujer,

pero al mismo tiempo se mantiene lejano.

Pertenece a esa clase de amantes, estremecida y excitada,

cuyo orgasmo poco tarde en llegar, quedando después agotado.

Pero Connie pronto aprende a retenerle y a mantener a Michaelis allí,

dentro de ella, después del orgasmo.

Y en ese momento, Michaelis se porta con generosidad y potencia.

Se mantiene firmemente dentro de Connie, insistiendo en ella mientras ella

se muestra activa salvaje hasta alcanzar su orgasmo.

Michaelis está solo tres días en Rugby,

y ante Clifford se comporta exactamente igual que la primera noche, ante Connie también.

Y así siguen durante un tiempo escribiéndose y reuniéndose de vez en cuando en Londres.

En Rugby, Connie estaba terriblemente alegre y empleaba toda esa alegría

y esa satisfacción de nuevo despiertas para estimular a Clifford.

Gracias a lo cual, este escribió sus mejores páginas en aquel período

y fue casi feliz, a su manera extraño y ciega.

Clifford cosechó realmente los frutos de la satisfacción sensual

que Connie sacaba de la veril y erecta pasividad de Michaelis en su interior.

Pero Clifford jamás lo supo desde luego, y si lo hubiese sabido, no lo habría agradecido.

Connie siempre intuye que su aventura con Michaelis es una aventura sin esperanzas.

Los otros hombres no significan nada para ella, está encariñada con Clifford.

Su marido le pide una buena parte de su vida y ella se la da.

Mientras Clifford avanza a pasos agigantados hacia la fama e incluso hacia la consecución de dinero.

Le visita mucha gente y Connie tiene así la diversión de escuchar las conversaciones de los hombres.

Cree que son fríos e irritantes, eso sí.

Connie ama la vida intelectual, pero cree que allí esa vida se exagera un poco.

Una helada mañana en la que brillaba el débil sol de febrero.

Clifford y Connie salieron a dar un paseo por el bosque cruzando antes el parque.

Es decir, Clifford iba en su silla de ruedas con motor, y Connie caminaba a su lado.

El aire llevaba un heledor del azufre, pero los dos estaban acostumbrados a él.

Daniela, a la que el reflejo de la escarcha y la presencia del humo daba matices o palinos,

cubría el cercano horizonte, cercándolo y en lo alto un filo pequeño y azul cubría el paisaje,

de manera que se tenía la impresión de estar en un cercano, dentro, siempre dentro del cercano.

La vida era también un sueño o un frenesí dentro de un cercano.

Ante ellos se extiende el bosque, con los pardos castaños en primer término y la densidad de los roubles más allá.

Connie abre la puerta de madera del bosque y Clifford, en su silla de ruedas,

penetra lentamente en la ancha senda que asciende por una cuesta.

Clifford ama a aquel sitio, ama a los viejos roubles.

De pronto le dice a Connie que cuando está allí, lamenta más que nunca no tener un hijo.

Connie le contesta que lamenta que no pueda tener un hijo.

Clifford la mira fijamente con sus ojos grandes de palio azul.

Sería casi bueno que tuvieras un hijo con otro hombre.

Lo educaríamos aquí en Rockby, visería nuestro y de este sitio.

No tengo un chafé en la paternidad.

Si tuviéramos a nuestro cargo la educación de un niño, ese ser sería nuestro y ese ser nos sucedería.

¿Crees erróneo pensar un poco en esta posibilidad?

Por fin, Connie levantó la vista y le miró.

El hijo, su hijo de ella, era para él un ser, un ser, un ser, un ser.

Connie le pregunta a qué pasaría con el padre y Clifford le contesta que no es un aspecto importante de la cuestión,

que no le importan los vínculos ocasionales, en especial el vínculo sexual ocasional,

que es el compañerismo durante toda una vida lo que le importa,

amarse día tras día y no el acostarse juntos un par de veces.

Sentada, Connie escucha en silencio, embargada por una especie de duda y una especie de miedo.

No sabe si Clifford tiene razón o no.

Le pregunta si le importaría quién sea el hombre con el que tenga el hijo.

Clifford le contesta que tendría plena confianza en su natural sentido de la decencia

y en su criterio selectivo, que tiene la seguridad de que no permitiría que un individuo poco recomendable la tocar, siquiera.

Connie dice que las ideas de un hombre son muy diferentes de las ideas de una mujer

en lo referente a individuos poco recomendables.

Si la carencia de actividad sexual amenaza con desintegrarte,

ve, sal y ten una aventura amorosa.

Si el no tener un hijo puede llevarte a la desintegración, ten un hijo, si hay posibilidades de ello.

Pero hazlo anterior, solamente con la finalidad de tener una vida integrada,

una vida que sea una realidad armoniosa.

Y tú y yo conjuntamente podemos conseguirlo, ¿no crees?

Connie tiene la vista fija en un pequeño perro de aguas marrón que ha salido de un sendero y que los mira,

alzado el ofico y emitiendo unos ladridos suaves en sordina.

Detrás del perro aparece a pasos rápidos, elásticos,

un hombre armado con una escopeta que avanza hacia ellos como si se dispusiera a atacarles.

Pero el hombre se detiene, lo saluda y se dispone a seguir su camino cuesta abajo.

Se trata del nuevo guardabosque, Melors.

Va vestido de pan a verde oscuro y con polaína al viejo estilo.

Tiene la cara roja, luce un bigote pelirrojo y sus ojos

son de distante mirada, se aleja de prisa cuesta abajo.

Clifford le llama, le pide que le dé la vuelta a la silla y le presenta a Connie.

El hombre, erguido, se quitó el sombrero, dejando al descubierto el cabello de color claro.

Era casi hermoso, sin sombrero.

Miró a Connie derechamente a los ojos, con mirada perfectamente impersonal, desprovista de temores,

como si quisiera saber cómo era ella.

Ante aquel hombre, Connie se sintió tímida.

Le saludó con una pocada inclinación de cabeza

y el hombre se pasó el sombrero a la mano izquierda

y le dirigió una corta reverencia, igual que un miembro de las clases altas, pero nada dijo.

Connie casi le hubiera podido confundir con un caballero.

Se trata de un individuo raro, de reacciones rápidas, independiente y solitario, pero seguro de sí mismo.

Cuando llegan a la parte de la senda que cruza el bosque de castaños,

Connie echa a correr adelantándose y abre la puerta del parque.

Se queda allí manteniendo abierta la puerta

y los dos hombres la miran en el momento de cruzarla.

Clifford le dirige una mirada de censura y el otro la mira con curiosidad, fría e impersonalmente.

Y ella ve en los ojos azules del guardabosque, en sus ojos de mirada impersonal

una expresión de sufrimiento y lejanía, aunque animada por cierto calor humano.

En realidad, el guardabosque es hombre un tanto débil,

curiosamente dotado de rebosante vitalidad, pero con un tanto débil, fatigado.

Así lo divina el instinto femenino de Connie.

Había comenzado a sentir ansias extrañas, fatigadas, una insatisfacción.

Clifford no se dio cuenta, jamás se daba cuenta de esas cosas, pero el desconocido lo advirtió.

A Connie le parecía que el mundo entero, la vida misma, hubieran quedado agotados

y que su insatisfacción fuera más antigua que aquellos montes.

El guardabosque observa atentamente cómo Connie levanta el peso de las piernas muertas de Clifford poniéndolas en la otra silla.

Se pone pálido, como si sintiera miedo.

En el instante siguiente los ojos del guardabosque se fijan en los de Connie, como si despertara de su sueño.

Ahora el guardabosque tiene plena conciencia de la existencia de Connie.

Durante el muerzo, Connie pregunta quién es el guardabosque y Clifford le cuenta que de muchacho vivía en Tebers Hall.

Era el hijo de un minero.

Él fue herrero en la mina con categoría de capataz, fue a la guerra voluntario.

Le cuenta que está separado, que su mujer se lió con unos y con otros durante la guerra

y que Melors vive solo, tiene a su madre en el pueblo y una hija.

Connie se da cuenta mientras Clifford le cuenta toda la historia del guardabosque que está como guacío.

Y de una manera oscura.

Connie intuyó una de las grandes leyes que rigen el espíritu humano.

Cuando la frase motiva del espíritu recibe un golpe que lo deja maltrecho, pero que no mata al cuerpo,

el espíritu parece sanar a la par que el cuerpo.

Pero es solamente apariencia.

Se trata tan solo del mecanismo de reanudación de las costumbres.

Poco a poco la herida del espíritu comienza a dejarse sentir como un rasguño que despacio

inca más y más su terrible dolor, hasta que llena con él la totalidad del espíritu.

Y cuando creemos que hemos sanado y olvidado, aparecen las terribles secuelas con toda su fuerza.

Y se da cuenta de que ella se está quedando vacía también.

Una indiferencia hacia todo invade poco a poco el espíritu de Connie.

El miedo a la nada es lo que más le afecta.

Y la vida intelectual de ella y Clifford comienza poco a poco a parecerle la nada.

Y sobre la nada, la hipogresía de las palabras.

La siguiente vez que se ve con su amante, Michaelis le pide a Connie que se case con él.

Connie le contesta que ella ya está casada.

Le parece una propuesta absurda y vacía.

Aquella noche, Michaelis se comporta como amante de manera más excitada que en cualquier otra ocasión.

Y Connie no puede llegar a su culminación sexual antes de que Mick haya realmente terminado la suya.

Connie tiene que seguir hasta alcanzar su propia culminación y Mick se lo reprocha.

No puedes dispararte al mismo tiempo que lo prevé, ¿verdad? Tienes que hacerlo tú misma.

Quieres dirigir la operación por lo visto.

Este breve parlamento, pronunciado en aquel instante,

causa en Connie una de las impresiones más desagradables de su vida.

Ella, aturdida por aquella imprevista brutalidad dicha en el momento en que se sienten vuelta en el esplendor del placer.

Y cuando ella le pregunta si no quiere que ella alcance su propia satisfacción,

Michaelis le dice que estar ahí esperando aquí una mujer se dispare no es un juego muy divertido para un hombre.

Estas palabras representan para Connie uno de los golpes decisivos de su vida.

Mata algo en su interior.

La vida de Connie quedó tan totalmente ajena a la de Mick como si éste jamás hubiera existido.

Y Connie siguió su vida en la que los días se sucedían tristes y monótonos.

Nada quedaba, salvo la vacía rutina de aquello que Clifford denominaba la vida integrada,

el largo convivir de dos personas habituadas a estar en la misma casa. La nada.

El amante de Lady Chatterley fue censurado por Osceno y sólo en 1960, 32 años después de su publicación en Florencia,

pudo ser publicada la versión íntegra en el Reino Unido, previa celebración de un juicio donde intervinieron más de 60 testigos.

Entre ellos, novelistas, profesores y críticos literarios, un psiquiatra, un predicador,

un adolescente católica y varias jóvenes universitarias.

El juicio fue una pequeña victoria de la libertad.

El jurado encontró no culpable al editorial Penguin y el libro pudo publicarse integramente.

Gracias al valor del director de Penguin al aceptar enfrentarse a un proceso que hubiera podido llevarle a la cárcel

y gracias a la lucha de millones de personas, la represión sexual que había sido y sigue siendo en algunos aspectos

un instrumento de dominio, perdió una nueva batalla.

Una tarde en la que llueve, como de costumbre, Connie decide salir como todos los días.

Casi siempre va al bosque. Aquel día Clifford quiere mandar un recado al guardabosque

y como el joven criado encargado de estos menesteres está en cama con gripe,

Connie se ofrece a ir a la casita de Melors.

En el bosque todo está inerte e inmóvil. Connie avanza abstraída.

Cuando sale del bosque, la casita del guardabosque, edificación un tanto oscura,

de piedra arenisca con bardas y una hermosa chimenea, le parece deshabitada.

Pero de la chimenea se eleva un hilo de humo y el huertecillo hallado ante la casa presenta un aspecto muy cuidado.

Connie experimenta una sensación de timidez al pensar que tendrá que ver a aquel hombre de mirada extrañamente penetrante.

Da la vuelta a la casa. En la parte trasera ve un pequeño patio.

Allí, el hombre se está lavando sin darse cuenta de su presencia, desnudo hasta la cintura.

Connie retrocede, dobla la esquina de la casa y se refugia en el bosque.

Muy a su pesar, ha experimentado una fuerte impresión.

Se daba el curioso caso de que aquello había sido para ella una experiencia reveladora

que la había afectado en el centro de su cuerpo.

Había visto los burdos calzones caídos sobre las blancas caderas puras y delicadas

en las que resaltaban levemente las líneas de los huesos y la sensación de soledad.

De un ser puramente solo, la había dejado abrumada.

Era la perfecta, blanca y solitaria desnudez del ser que vive solo y que está interiormente solo.

Y después de eso, se daba la belleza del ser puro.

No se trataba de la materia de la belleza, ni siquiera de la corporaidad de la belleza,

sino de una aura de la cálida y blanca llama de una vida individual

que se manifestaba en unos contornos que cabía tocar en un cuerpo.

Connie ha recibido la impresión de aquella revelación en el útero.

Está dentro de ella, hecha andar como si quisiera alejarse de sí misma,

pero poco después se sienta en un tocón.

O vuelve despacio sobre sus pasos con el oído aguzado.

El guardabosque abre la puerta con un rápido movimiento y la mira.

Parece también inhibido, pero la invita a pasar.

Sus modales son perfectos, tranquilos.

Connie cruce al umbral y entra en la osca pequeña estancia.

Le da enseguida el mensaje de Clifford y luego le pregunta si vive solo allí.

Los ojos del guardabosque sonríen cálidos, azules y con extraña amabilidad.

Connie se siente intrigada por aquel hombre.

Melors acompaña a Lady Chatterley un tramo de vuelta.

El guardabosque en el momento de volver a entrar en su casa pensó.

Es una mujer agradable, auténtica.

Es mucho más agradable de lo que ella cree.

Connie pensó mucho, intrigada en aquel hombre.

En modo alguno parecía un guardabosque y un miembro de la clase obrera.

Sin embargo, algo tenía en común con las gentes del lugar.

En parte, era muy distinto a ellas.

Cuando Connie sube a su dormitorio, hace algo que no ha hecho en mucho tiempo.

Se desnuda y se mira desnuda en el gran espejo.

Ignora qué es lo que quiere ver.

Antes se decía de ella que tenía buena figura, pero su figura ha pasado de moda.

No es alta, sino al contrario, algo baja.

De aspecto, un tanto escocés, pero ahí en ella una gracia fluida,

una sinuosidad descendente que bien pudiera ser belleza.

Su cuerpo se está aplanando y adquiriendo cierta espereza.

Está un poco gris y sin sabia.

Sus pechos son relativamente pequeños, algo caídos y en forma de pera.

Su vientre ha perdido aquel fresco y redondeado esplendor que tenía.

Su cuerpo está perdiendo significado.

Eso produce en Connie una inmensa depresión, una sensación de desesperanza.

Connie comenzó a experimentar en lo más profundo de su ser.

La sensación de injusticia, de que era estafada.

La sensación física de injusticia es peligrosa desde el mismo instante en que nace.

Es preciso que tenga una válvula de escape, ya que de lo contrario consume a quien la siente.

Al pobre Clifford de nada se le podría culpar.

Él era quien padecía la mayor desdicha.

La sensación de injusticia formaba parte de la catástrofe general.

Connie escribe a su hermana y Hilda va a verla enseguida.

Habla con Clifford cuando llega y le dice que nadie se ocupa de Connie

y que está muy delgada, que va a llevarse la Londres para que la vea un médico

y que seguramente se quedará con ella unos meses.

Él deberá buscarse a alguien que la cuide.

El médico da la razón a Hilda y recomienda a Connie que descanse, que son los nervios,

que se vaya a Canes o a Biaritz.

Connie no le hace caso y vuelve con Clifford,

pero al día siguiente Clifford contrata a la señora Bolton,

enfermera de la parroquia de Tever's Hall.

Es una viuda que acepta trasladarse a Rockby.

Al principio a Clifford le cuesta adaptarse a la señora Bolton

y la trata con al Tiver's, pero la señora Bolton lo acepta y le cuida.

Sin embargo Clifford, en su fuero interno,

jamás perdonó a Connie que hubiera dejado de cuidarle personalmente

y que hubiera encargado a una salariada extraña que se ocupara de ello.

Clifford se decía que Connie, con eso, había dado muerte a la intimidad que unía a los dos.

Pero a Connie le daba igual.

Para ella la bella flor de la intimidad se parecía una orquídea

a un vulvo parasitario en el árbol de su vida que producía, a su parecer,

una flor más silenta.

Connie, al revés, se siente liberada y la señora Bolton también cuida de alguna forma a Connie.

Se preocupa de ella.

Un día le sugiere que vaya a ver los narcisos que hay detrás de la casita del guardabosque.

Connie acepta el consejo.

Se siente extrañamente excitada en el bosque y los colores llegan volando a sus mejillas

hasta que llega el claro.

Va a la parte trasera de la casa y se sienta en el suelo apoyando la espalda en el tronco de un pino joven.

Ve cómo los narcisos se ponen dorados en un estallido de sol

que le calienta las manos y el regazo.

Y entonces, hallándose tan quieta y tan sola,

con la impresión de penetrar en la corriente del destino que realmente le correspondía.

Había estado amarrada, tirando de las amarras y quedando retenida por ellas,

igual que un buque, pero se había liberado y navegaba a la aventura.

La tarde siguiente, Connie vuelve al bosque.

Pero al llegar cerca de la casa hay unos martillazos

y siguiendo el ruido llega a un claro donde nunca ha estado

en la cabaña secreta, construida con rústicos maderos para la cría de faizanes.

El guardabosque la saluda, contemplándola en silencio

mientras Connie avanza sintiendo debilidad en todos sus miembros.

Aquella intrusión no agrada al guardabosque.

Le cuenta que está preparando las jaulas para los polluelos.

Connie no sabe qué decir, se siente débil.

El guardabosque le ofrece sentarse dentro de la cabaña.

Hay un pequeño hogar de ladrillos que Melors enciende, le dice a Connie que se siente.

El guardabosque está dotado de aquella curiosa clase de autoridad protectora

a la que Connie se plega inmediatamente.

Se sienta y se calienta las manos al fuego.

La cabaña es acogedora, aquello es un trastero,

pero al mismo tiempo es un pequeño santuario.

El hombre se sentía oprimido, habían invadido su soledad

y aquella invasión era peligrosa, una mujer.

El guardabosque había llegado a un punto en que lo único que deseaba en el mundo era estar solo.

Y sin embargo, crecía del poder preciso para defender su intimidad.

Era un asalariado, ya aquellas personas eran sus amos.

Principalmente no deseaba volver a entrar en relación con una mujer.

Connie siente un calor excesivo.

Se levanta y se sienta en el taburete junto a la puerta abierta,

contemplando como el hombre trabaja.

Se queda abstraída, como en un sueño absolutamente ajena al paso del tiempo.

Pero al salir de su trance se siente repentinamente inquieta.

Se levanta y le pregunta al hombre si cierra la cabaña cuando no está

y al contestar el guardabosque que sí le pregunta si puede tener una llave.

Melors reacciona mal.

Una tarde en la que está sentada pensativa, el guardabosque se detiene junto a ella

y le da una llave de la cabaña.

Parece amable esta vez aunque distante.

Desde entonces, Connie va a menudo a la cabaña por la mañana o por la tarde,

pero no vuelve a ver al guardabosque.

Aquel hombre quiere conservar su aislamiento.

Una tarde, olvidándose voluntariamente de la posibilidad de que hubiera invitados,

Connie se escapó después del té.

Era ya una hora avanzada y cruzó corriendo el parque como si temiera

que la obligaran a regresar a su casa.

Cuando penetró en el bosque el sol de color rosado se estaba poniendo,

pero Connie siguió adelante presurosa por entre las flores.

En lo alto todavía habría luz durante un largo rato.

Llega al claro con la cara sonrojada y la cabeza turdida.

Allí está el guardabosque en camisa ocupado en cerrar las jaulas de los polluelos.

Connie mete los dedos por entre los barrotes de la jaula para tocar a los polluelos,

pero la gallina madre dirige un feroz picotazo a la mano de Connie.

Los dos se ríen.

Melors saca a uno de los polluelos y se lo da a Connie.

El guardabosque vuelve a sentir ese deseo que creía que no iba a volver a sentir.

Se pone en cuclillas al lado de Connie que está llorando

y le pone los dedos en la rodilla.

Le dice que no debe llorar.

Luego le pone la mano en el hombro y suave,

dulcemente comienza a descender por la curva de la espalda,

ciegamente hasta la curva de los lomos.

Y allí su mano suavemente acaricia la curva del flanco.

La levanta y la lleva despacio hacia la cabaña sin soltarla hasta que están en su interior.

Connie, inmóvil, mira la cara del hombre que le dice que se tienda allí mientras cierra la puerta.

La cabaña queda oscuras.

Con extraña obediencia, Connie se tiende sobre la manta.

Luego siente la mano suave, incontenible,

que toca su cuerpo, busca su cara y lentamente la desnuda.

Luego, con un estremecimiento de exquisito placer tocó el cuerpo cálido y suave

y por un instante tocó el hombrigo de Connie con un beso.

Y tuvo que entrar en ella inmediatamente.

Tuvo que penetrar la paz de la tierra de su cuerpo suave y quieto.

El momento de penetrar en el cuerpo de una mujer era para él el momento de paz más pura.

Ella hacía quieta como dormida, siempre como dormida.

La actividad, el orgasmo, fue de él, íntegramente de él.

Entonces, Connie se pregunta por qué aquello es necesario.

¿Por qué la ha liberado de la gran nube que se cernía sobre ella dándole paz?

Su mente atormentada de mujer moderna no ha alcanzado todavía el reposo.

El hombre está tumbado, quieto, para ella es un extraño.

Pero cuando al fin el hombre se aparta de ella y se levanta, Connie se siente abandonada.

Melors abre la puerta y sale, luego propone a Connie acompañarla hasta la puerta del parque.

Por el camino se preguntan el uno al otro si ha estado bien, si les ha gustado.

Luego se abrazan, se besan y quedan en volver a verse.

En realidad, el hombre lamenta lo que ha ocurrido, tiene vagos presentimientos,

no remordimientos, sin un miedo muy consciente a la sociedad.

Connie llega con el tiempo justo para sentarse puntualmente a cenar.

Cuando se encontró sola en su cuarto descubrió que todavía se sentía confusa, sin ideas claras.

No sabía qué pensar.

¿Qué clase de hombre era realmente el guardabosque?

¿Había ella gustado de veras al guardabosque?

Pensaba que no mucho, pero sin embargo era un hombre amable.

Tenía algo, una especie de cálida en genua dulzura, extraña y brusca,

que casi abrió el útero de Connie a aquel hombre.

Pero tenía la impresión de que aquel hombre podía tratar con aquella dulzura a todas las mujeres.

A pesar de todo, se trataba de una dulzura curiosamente tranquilizante, confortante.

El día siguiente, Connie va al bosque.

El hombre no aparece en toda la tarde.

Después del té, vuelve al claro, abre la cabaña con su llave y poco después aparece el hombre.

Al principio le dice que no puede ir allí todas las noches porque la gente se enterará.

Ella contesta que no le importa.

Vuelve a hacer el amor.

El hombre vuelve a acompañarla.

Ya es casi de noche. Deciden volver a verse.

Tal vez en la casita, pero los tres días siguientes, Connie no va al bosque.

Cuando necesita dar un paseo, va hacia el otro lado del parque.

Pero uno de los días, a la vuelta, se encuentra con el guardabosque que se acerca a Connie y la abraza.

Connie siente la parte frontal del cuerpo del guardabosque terriblemente cerca de ella y terriblemente viva.

El hombre la lleva a un pequeño claro, arroja al suelo un par de ramas secas, pone sobre ella su chaqueta

y allí se tiende Connie como un animal, mientras él espera en pie, en camisa y calzones,

mirándola con ojos de alucinado.

El hombre la penetra y termina muy pronto, pero poco después vuelve a empezar.

Hasta que llegó el momento en que Connie fue un fluir de sensaciones perfectamente concéntrico,

mientras ya hacía allí lanzando inconscientes gritos inarticulados.

Era la voz surgida de la más profunda noche, surgida de la vida.

El hombre la oyó allí, debajo de él, con maravillado temor, como si estuviera entregando su vida a la mujer.

Y cuando aquello cesó, también él se apaciguó y quedó yacente en absoluta inmovilidad, sin pensar.

Mientras el abrazo de la mujer se relajaba despacio, quedando ella yacente, inerte.

Y así ya hacían los dos y nada sabían, ni siquiera el uno del otro, ambos perdidos.

Connie se dirige despacio a su casa.

Otro yo ha nacido y vive en su interior ardiente, fundido y suave.

Ahora, en su útero y en sus entrañas, Connie vive fluida y vulnerable en invencible adoración

a aquel hombre como la más ingenua entre todas las mujeres.

Lo nuevo en ella no es la pasión, sino la hambrienta adoración.

Cuando llega a casa, la señora Volton está preocupada.

Connie le dice que ha ido a dar una vuelta y hacer una visita, pero la mujer sabe que oculta algo.

Se pregunta quién será el amante de Lady Chatterley.

Aquella noche, Connie duerme sin problemas, pero Melors no puede hacerlo.

Al final, termina levantándose de la cama y se lleva a la perra a dar un paseo.

Llega hasta la cuesta desde donde se ve la casa.

No sabe cuál es la ventana de Connie.

Se acerca un poco más con la escopeta en la mano mientras el alba clarea débil a su espalda.

La señora Volton, con los ojos casi cerrados por el sueño, estaba junto a la ventana esperando.

Y hallándose así tuvo un sobresalto y poco faltó para qué gritará.

Allí en el sendero había un hombre, una figura negra a la media luz.

La señora Volton despertó del todo a la luz gris y miró, aunque en silencio para no alarmar a ser Clifford.

La señora Volton distinguió la escopeta y las bolainas y la deformada chaqueta.

Seguramente se trataba de Oliver Melors, el guardabosque, Dios santo.

La certidumbre llegó a la mente de la señora Volton como un disparo.

Era el amante de Lady Chatterley, era él, él.

Hace tiempo que Connie se ha comprometido a viajar a Benefia en verano con su hermana durante tres semanas.

Sólo falta un mes para que se marche.

Se lo cuenta a Melors y por primera vez, Connie le habla de la posibilidad de tener un hijo.

Y Melors le pregunta si le está utilizando para eso, lo que a Connie no le sienta nada bien.

Una tarde, después de hacer el amor, Connie siente que no puede amar a ese hombre y se echa a llorar.

Sin embargo, no quiere que el hombre se aleje de ella, le abraza.

El hombre vuelve a tomarla en sus brazos y de repente Connie se torna menuda como sianidad en ellos.

La resistencia desaparece y Connie comienza a asumirse en una paz maravillosa.

Suscita en el hombre un deseo infinito.

La acaricia y Connie se entrega con un estremecimiento que es como la muerte y queda totalmente abierta al hombre.

Connie oprimió su cuerpo contra el del hombre, impulsada por la brusca angustia del terror.

Pero aquello se transformó en una extraña y lenta penetración de paz,

en la oscura penetración de la paz, de una grande y primigenia ternura,

cual las que crearon al mundo en el principio.

Y el terror desapareció del pecho de Connie y su pecho oso entregarse a la paz y Connie nada se reservó para sí.

Oso entregarlo todo, entregar su persona íntegra, dejarse llevar por la marea.

Hasta que, de repente, en una suave y temblorosa convulsión, el vivo centro de todo su plasma quedó tocado.

Y supo que ella, ella misma, había sido tocada, a ella llegó la consumación.

Y Connie partió, se fue, desapareció.

Ida, Ida no, Connie había nacido, era una mujer.

Un día, Connie se escapa después de cenar con la idea de volver al amanecer sin que nadie se entere.

Se ven en la casita en vez de en la cabaña y se acuestan en la cama de Melors, en su habitación.

En un momento, después de haber hecho el amor una vez más, Connie le pregunta si la quiere.

Y Melors contesta que lo sabe muy bien, no entiende que se lo pregunte.

Connie contesta que pronto volverá del viaje y vivirá con él para siempre.

Y le pregunta si la quiere.

El hombre contesta que, claro, pero con aquellos mismos ojos oscurecidos, mira a la mujer.

No me preguntes esas cosas ahora.

Me gustas, te amo cuando estás en la cama conmigo.

Una mujer es una cosa adorable y cuando se la jode a fondo y el coño es bueno.

Te amo, amo tus piernas, amo tu forma, amo todo lo que tienes de mujer.

Me gusta la mujer que hay en ti, te amo con el cuerpo y con el corazón.

Pero no me hagas estas preguntas ahora, no me hagas hablar ahora, déjame en paz.

Connie entra silenciosamente en su casa y sube a su dormitorio.

En la bandeja del desayuno hay una carta de Hilda.

Su hermana le cuenta que su padre va a Londres esa semana y que ella irá a buscarle el jueves,

que esté preparada para salir inmediatamente.

Connie avisa a Melors y decide dormir juntos antes de que Connie se marche.

Connie le repite que quiere vivir con él, pero Melors le dice que no sabe lo que quiere.

Él no puede ofrecerle ningún rugby, que el viaje a Venecia le servirá para aclararse

y le cuenta que ha ido a ver a un abogado para divorciarse, pero que su mujer le pondrá problemas.

Connie le cuenta a Hilda lo suyo con Melors y le dice que va a pasar la noche con el guardabosque.

Hilda se pone furiosa y le dice a Connie que es un error, que no tardarán a hartarse de él

y que se avergonzará, pero Connie pasa la noche con Melors, son felices juntos

y hasta ponen nombres a sus respectivos exos, John Thomas y Lady Jane.

Fue una noche de pasión sensual en la que Connie estuvo un poco sobresaltada y casi remisa.

Sin embargo, la pasión la penetró de nuevo con sensaciones diferentes,

más agudas y más terribles que las simples sensaciones de la ternura,

pero en aquellos momentos más deseadas.

Pese a estar un poco atemorizada, Connie dejó que el hombre actuar a su manera

y aquella audaz, sensualidad, sin vergüenzas, estremeció a Connie hasta los cimientos de su ser,

la dejó absolutamente desnuda y la transformó en otra mujer.

Aquello no fue realmente amor, no fue voluptuosidad,

fue una sensualidad cortante, dolorosa como el fuego que quemaba el alma como si fuera yesca.

Y volas vergüenzas las más profundas y las más antiguas vergüenzas en los más secretos lugares.

Por la mañana le sorprende la llegada del cartero.

No ve a Connie, claro, pero le incomoda.

Connie se va de viaje.

Cuando está en Venecia recibe una carta de su marido que le cuenta que ha ocurrido algo con Melors.

La mujer de Melors se ha enfadado por la petición de divorcio,

ha montado un espectáculo, ha ocupado la casita del guardabosque

y Melors se ha tenido que ir a vivir con su madre.

La mujer de Melors está contando a quien quiera escuchar la historia de Melors

y las cosas tan sucias que hacía con él.

Aquel asunto repugna a Connie que se plantea si debería olvidarse totalmente de Melors.

La mujer de Melors ha encontrado cosas en la casa que ha dejado allí otra mujer

y hasta el cartero dice que el último día que estuvo el guardabosque tenía alguien en la casa.

La mujer ha encontrado un libro con el nombre de Connie

y anda diciendo que Melors es el armante de Lady Chatterley.

Clifford decide despedir al guardabosque tras una entrevista muy tensa.

Melors escribe a Connie contándole lo que ha pasado, dándole sus señas de Londres,

pero ni siquiera pregunta cómo está ella.

Connie tuvo que decidir qué hacer.

Se iría de Venecia el mismo sábado en que el hombre saldría de Guacmi, es decir, pasados seis días.

De esta manera, llegaría Londres el lunes siguiente y allí le vería.

Le escribió a las señas de Londres pidiéndole que le mandara una carta al hotel Heartland

para que fuera a verla a las siete de la tarde del lunes.

En su foro interno, Connie está irritada, irritada de manera curiosa y compleja.

Connie está embarazada.

Se lo cuenta su padre y le dice que tal vez podría llegar a un acuerdo con Clifford,

pero no quiere dar un heredero a Rockby.

Su padre le dice que debería ser fiel a Rockby mientras Rockby le sea fiel a ella,

pero, en todo caso, ella tiene ingresos independientes

y eso, le dice su padre, es lo único que jamás le abandonará.

En todo caso, su padre le desea que al fin haya encontrado un hombre de verdad.

Connie y Melors se encuentran en Londres.

Melors lleva un traje bien cortado y tiene un aspecto muy diferente.

Tiene distinción natural, pero está muy delgado con los pómulos salientes.

Connie se sentía como en casa con él.

Eso era lo que había ocurrido.

De repente, la tensión de mantener las apariencias desapareció totalmente.

De aquel hombre, emanaba algo físico que tenía la virtud de hacer sentir a Connie en su fuero interno.

Tranquila, feliz, en casa.

Connie lo percibió inmediatamente, con la femenina ansia de felicidad de nuevo despierta en ella.

Melors le cuenta todo lo que ha pasado y Connie le dice que está esperando a un hijo suyo.

Le cuenta que podría ser el heredero de Rockby, pero que quiere irse lejos con él.

Melors le contesta que él no tiene nada, pero Connie le dice que tiene más que la mayoría de los hombres.

Melors dice que tiene que encontrar algo que hacer en su vida y hasta que no lo encuentre no puede incorporar a una mujer.

Y que no puede acceder al concubinato.

Connie no lo entiende.

Caminan hasta la plaza donde el hombre tiene un cuarto en un ático.

Allí seguís a la comida en un hornillo de gas.

Es un cuarto pequeño, pero limpio y decente.

Connie se desnuda y dice al hombre que haga lo mismo.

Está muy bella en el suave y primer esplendor de su embarazo.

Connie le dice que él ha puesto ese hijo en ella, que sea tierno con él y eso será su futuro.

Y el hombre penetró en ella suavemente,

sintiendo como el caudal de ternura liberado,

fluía de sus entrañas a las de la mujer, las entrañas de la compenetrada comprensión entre los dos.

Y el hombre se dio cuenta al penetrar en la mujer que eso era lo que tenía que hacer.

Llegar al tierno contacto sin perder su orgullo, su dignidad ni su integridad de hombre.

A fin de cuentas, si la mujer tenía dinero y posición y él no,

él debería tener el orgullo y la honradez de no reprimir su ternura a causa de aquellas circunstancias de la mujer.

Connie está plenamente decidida a que aquel hombre y ella jamás se separen.

Sin embargo, hace falta hallar los medios precisos para que así sea.

Lo primero que quiere Connie es que su padre conozca a Melors.

Y lo hacen, hablan de todo en una conversación muy de hombres.

El padre de Connie plantea que tal vez lo mejor sea decirle a Clifford

que el hijo es de un amigo de toda la vida de Connie, artista, Duncan,

con quien cena un poco después.

Al final, lo más importante es hablar con Clifford

y Connie le escribió una carta diciéndole que está enamorada de otro hombre

y que no va a volver a Rugby.

Le dice que está en casa de Duncan y que quiere el divorcio.

En su fuero interno, Clifford no se sorprende al recibir la carta.

Lleva mucho tiempo sabiendo que Connie le dejará en algún momento,

pero se ha negado a reconocerlo.

Así que, externamente, aquella carta representa un golpe y una sorpresa terribles.

La primera condición que pone a Connie es verla personalmente en Rugby.

Connie, al principio, no accede,

pero termina cediendo y va acompañada de su hermana Hilda.

Tiene una conversación muy dura en la que Connie se da cuenta

de que Clifford la conoce muy bien, así que decide decirle la verdad.

Le cuenta que Melors es el padre de su hijo.

Si Clifford hubiese podido ponerse en pie de un salto,

lo hubiera hecho sin la menor duda.

Se le puso amarilla la cara y ante aquel desastre

los ojos se le desorbitaron,

como si quisieran saltar de las órbitas mientras miraban furiosos a Connie.

Luego Clifford volvió a hundirse en la silla, ajadeante,

y fijó la vista en el techo.

Silencioso, como un animal caído en una trampa.

Clifford le pregunta cuando empezó todo y Connie se lo cuenta.

Le dice toda la verdad.

Clifford enfurece y más cuando Connie le cuenta

que sabía que estaba embarazada desde antes de marcharse a Venecia.

Clifford la mira con expresión extraña, mostruosa,

contesta embargado por un odio puro, inexpresable, impotente.

Luego le dice que es una de esas mujeres mediolocas degeneradas

que se sienten obligadas a ir en busca de la depravación

y termina gritando que nunca se divorciará.

Por la mañana, Connie manda los baules con todas sus cosas a la estación.

De esta manera, Connie volvió a salir de Crackby

y se fue con Hilda a Escocia.

Melors consiguió trabajo en una granja del interior de Inglaterra.

Proyectaban que Melors procuraría conseguir el divorcio de su esposa,

tanto si Connie conseguía el suyo como si no lo conseguía.

Y durante seis meses, Melors trabajaría en la granja

ya que en su día quizá Connie y él compraran una pequeña granja

a la que él dedicara sus energías.

Sí, ya que Melors necesitaba trabajar,

incluso si el trabajo era duro y quería ganarse la vida por sí mismo,

aunque utilizara ese fin al principio el capital de Connie.

Tenían que esperar a que llegara la primavera,

a que el hijo naciera, a que volvieran los primeros días del verano.

Connie recibe en septiembre una larga carta de Melors

en la que le cuenta cosas de su trabajo

y le dice que no sabe nada de su mujer.

No ha comparecido en el proceso de divorcio.

Le habla de muchas cosas, del concepto que tiene de la vida,

de las minas, de la injusticia social

y en un momento dado le dice que puede que la esté aburriendo,

pero que no quiere hablar de sí mismo, que en su vida no ocurre nada,

que no le gusta pensar mucho en ella

porque eso solo sirve para que se armelíos en la cabeza,

pero que ahora solo vive para que ellos dos puedan vivir juntos.

Le dice que en realidad tiene miedo,

que tiene la sensación de que el futuro se presenta mal.

A veces tengo la sensación de que las entrañas se me transformen en agua.

Y pensar que vas a tener un hijo engendrado por mí.

Pero no te preocupes, jamás ha habido tiempo malo,

capaz de barrer de la faz de la tierra nuestro fuego

o ni siquiera el amor a las mujeres.

En consecuencia, los malos tiempos que vengan

no podrán matar mi deseo de ti, ni el calorcillo entre tú y yo.

El año próximo estaremos juntos.

Y a pesar de que siento miedo, tengo fe en este vivir contigo.

Le dice que ahora le gusta la castidad,

pero que volverán a acostarse juntos

y que si usa tantas palabras, es porque no puede tocarla.

Le pide que no se preocupe por Sir Clifford,

que seguro que llega el momento en que querrá desembarazarse de ella,

expulsarla de su vida para siempre.

Ahora ni siquiera puedo dejar de escribirte,

pero en gran parte estamos juntos

y no podemos hacer otra cosa que ser fieles a esto

y avanzar por las sendas que nos lleven a reunirnos pronto.

Yo en Tomás dice buenas noches a Lady Jane un poco lacio,

pero con el corazón lleno de esperanzas.

Y así les hemos contado el amante de Lady Chatterley,

de D. H. Lawrence.

Hemos seguido la edición de De Bolsillo

con traducción de Andrés Bosch,

revisada por Julieta Yelling

y un magnífico prólogo de Belengo Pegui

del que hemos citado varios fragmentos.

Gracias por estar ahí y gracias por leer.

Un libro, una hora, en la cadena SER.

Un programa escrito y dirigido por Antonio Martínez Asensio,

con la voz de Eugenio Barona

y la participación de Olga Hernán Gómez,

realización de Mariano Revilla,

edición y montaje de sonido

de Pablo Arevalo

y en las redes Virginia Díaz Pacheco.

Para todos nosotros,

de esta y las futuras generaciones,

simplemente no hay espacio en nuestras vidas para la basura.

Sin embargo, está por donde quiera que miramos

y por desgracia, si nos pertenece a todos.

Así que unámonos para crear juntos

una California limpia, libre de basura,

de una vez por todas.

Únete a nosotros en cleanca.com.

Es cleanca.com.

Vamos a hacerlo juntos.

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David Herbert Lawrence (Eastwood, Nottingham, 1885-Vence, Francia, 1930) fue uno de los escritores más controvertidos de la literatura británica del pasado siglo. Sus novelas fueron sistemáticamente prohibidas o censuradas. Es el autor de, entre otras, 'Hijos y amantes', 'Mujeres enamoradas', 'La serpiente emplumada' y de una gran obra poética, obras de teatro, ensayos y relatos como 'La Virgen y el gitano'. 'El amante de Lady Chatterley' se publicó en 1928 y es una novela extraordinariamente realista, lo que la hace perturbadora.